And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas
Nadie habla de otra cosa en el mundo del videojuego. Hideo Kojima lleva dos décadas absorbiendo la atención de toda la industria cada vez que saca algo al mercado, pero lo que ha hecho con Death Stranding, su primer juego como desarrollador independiente después de más de tres décadas en el seno de Konami, pasará a los anales de la historia del medio. Se pueden contar con los dedos de una mano las veces en las que un juego ha causado un terremoto tan absoluto, dividiendo a la audiencia de esta manera. Un juego que no deja indiferente a nadie, aunando los odios más acérrimos como las defensas más levantiscas. ¿Cómo puede un juego resultar tan divisivo, no solo entre el público, sino también entre la crítica? No es nada fácil responder a esta pregunta, sobre todo por la total falta de referentes o casos similares. Desde que los videojuegos se convirtieron en una industria de masas, todas las grandes compañías han sido muy cuidadosas a la hora de financiar sus proyectos, optando casi siempre por fórmulas comprobadas, documentadas y apoyadas por intensos estudios de mercado. Que Sony se haya arriesgado de esta manera, poniendo sobre la mesa decenas de millones de dólares, dejándole que usara uno de los motores más avanzados del mundo (el Decima Engine de Guerrilla) y absoluta libertad creativa, desafía toda lógica empresarial. Pero gracias a ese paso que dieron en su día hoy tenemos entre las manos un juego del que se hablará durante años, en círculos académicos, en círculos de desarrolladores y, cómo no, en los círculos de la cultura.
Hideo Kojima es un caso paradigmático. Ha hecho de su nombre una marca poderosísima, algo casi inaudito en este mundo. Que sea así no es casual. Las compañías saben que las personas vienen y van, por lo que invierten sus recursos en potenciar las marcas propias: el nombre de sus estudios y franquicias. Hideo Kojima siempre se ha preocupado de poner su nombre en la misma caja del juego, y de forma muy prominente tantos en todos los materiales promocionales como en los créditos. Sid Meier, Peter Molyneux, Will Wright, John Romero, Hinorobu Sakaguchi o Ken Levine son instituciones en esta industria, pero ninguno ha conseguido mantenerse en el candelero durante tanto tiempo. O han sufrido un fracaso monumental que los exilió de la industria, o trataron de abrirse paso de manera independiente (y fracasaron) o se han ido diluyendo con el paso de los años. Kojima, a pesar de tener también su gran momento de crisis (la traumática salida de Konami en 2015), ha sabido jugar sus cartas con maestría. Death Stranding es la obra de un director sin nada que perder. Alguien dispuesto a capitalizar una reputación labrada a lo largo de treinta años para reunir a los mejores talentos en torno a su visión particular, y usar un presupuesto de blockbuster para hacer una obra de arte y ensayo. Un maestro en absoluto control de su oficio.
Los videojuegos son obras colaborativas, más incluso que el cine, y en algunas franquicias gigantescas el puesto de director creativo apenas importa. Son los juegos diseñados por comité y focus group los que suelen copar las listas de ventas. Pero los juegos que realmente amplían los límites del medio, los que marcan una época y entran en el imaginario colectivo siempre tienen una fuerte personalidad detrás, una visión específica. Hideo Kojima cae mal en muchos círculos por su inabarcable megalomanía, pero sus juegos son la prueba irrefutable de que habla con conocimiento de causa. “A Hideo Kojima game” nos recuerda cada vez que puede, pero más allá de un detalle de soberbia –que también –, es una declaración de intenciones. Sobre todo en esta ocasión. Liberado por fin de la tiranía de la franquicia que alumbró en Konami y cuyo éxito le había definido durante décadas, Death Stranding es el compendio de todas las ideas que le habían estado obsesionando durante ese tiempo. Kojima desatado. Su faceta más cerebral, mística y, a la postre, también emotiva.
En un futuro los Estados Unidos han quedado devastados por un fenómeno conocido como el “Death Stranding”. El mundo de los vivos y el de los muertos se superponen y se confunden. La población superviviente se ha agrupado en ciudades fortaleza, y toda infraestructura ha quedado desecha por una lluvia que hace envejecer todo lo que toca. En estas circunstancias solo los porteadores que se atreven a desafiar los peligros a cielo abierto consiguen realizar entregas entre las ciudades. Sam (Norman Reedus) es uno de estos repartidores, que, de manera reticente, acepta el encargo de la presidenta de viajar al oeste y conectar todas las ciudades de América a la red.
Death Stranding es un juego muy intelectual, repleto de conceptos abstractos, y la función básica de algunos personajes es erigirse en vehículos de exposición, una descarga de información que a veces se puede hacer indigesta. Kojima ha sabido jugar al desconcierto y toda la campaña de marketing ha estado centrada en lanzar preguntas en torno a imágenes muy poderosas que parecían desafiar toda lógica. Pero todo está bien sustentado en la extensa mitología que el juego va desarrollando. Un puzle en el que poco a poco las piezas van encajando, pero que exige un gran esfuerzo del jugador para desentrañar sus códigos.
Han pasado 18 años y todavía se habla de Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty por la enorme relevancia de los temas que Kojima expuso entonces. Solo el tiempo dirá si pasará lo mismo con su última creación, pero lo que está claro es que hay material suficiente para escribir varias tesis doctorales. Cubrirlo de manera exhaustiva en un artículo periodístico es fútil a la vez que contraproducente. Pero existen cuestiones que necesitan ponerse de relieve.
Los símbolos
La brea, el atrapasueños, la playa, las máscaras, las ballenas, la sangre, los cordones umbilicales, las lágrimas, las reacciones alérgicas, las esposas… Todo el juego está impregnado de símbolos con una fuerte carga metafórica y una brillante exposición visual, capaces de cimentar una aguda reflexión metafísica. No se ha dejado nada a la casualidad. Cada elemento está cuidadosamente dispuesto para contribuir a la reflexión que Kojima está haciendo de temas universales. Y sus metáforas no se circunscriben al apartado visual, sino que entran en otra de sus grandes obsesiones: el lenguaje, y más concretamente, la onomástica.
El título cuenta con un apartado más bien reducido de personajes teniendo en cuenta sus dimensiones formales (mundo abierto y unas treinta y cinco horas de duración centrando la atención en la misión principal). El reparto central apenas lo componen una decena, dejando el resto para papeles más secundarios, que limitan su aparición a hologramas que reciben los envíos que Sam va entregando. Una de las características del núcleo de personajes que soporta el grueso de la narrativa es el uso generalizado de seudónimos: Mama, Deadman, Heartman, Fragile… Elementos básicos que ellos mismos han elegido para presentarse, y que definen como la esencia propia sobre la que basar su identidad. En este mundo devastado todos acarrean una profunda herida, un trauma indeleble que reordena todas sus acciones. Los nombres que han elegido ejemplifican por un lado el estado fracturado de la sociedad, donde incluso cuando las personas interactúan frente a frente se esconden detrás de barreras nominativas, una frontera que los protege del mundo exterior al mismo tiempo que los deja a solas con su pérdida.
Mama (interpretada por una majestuosa Margaret Qualley, que ya exhibió su rango dramático y exploró temas similares en la inconmensurable serie de HBO The Leftovers) ha establecido su taller en un antiguo hospital derruido. Mientras esperaba su turno para pasar a la sala de parto, la detonación de una bomba nuclear arrasó la ciudad y la sepultó bajo los escombros del hospital. Atrapada durante días, sin poder mover un músculo, dio a luz a una niña muerta, cuya presencia espectral todavía sigue unida a ella a través del cordón umbilical. Y lo que hasta entonces era una realidad circunstancial que consideraba anecdótica –la maternidad –pasa a conformar la piedra angular de su identidad. De la misma forma, en el momento del ataque terrorista, Heartman (que lleva la imagen del director de cine danés Nicolas Winding Refn, pero interpretado por Darren Jacobs) estaba en medio de una operación cardíaca. La explosión acabó con la vida de su mujer y su hija, a las que pudo avistar brevemente en la playa (el nexo de unión con el otro lado, el mundo de los muertos) antes de ser resucitado por un desfibrilador. Desde ese día ha organizado su vida entera en ciclos de 21 minutos, tras los cuales se provoca una parada cardíaca que le permite visitar la playa durante 3 minutos, antes de ser traído de vuelta. Heartman muere y resucita 60 veces al día, y después de tantos ciclos su corazón se ha deformado literalmente hasta adoptar la forma propia de la figura geométrica. Un corazón con forma de corazón.
El título del juego hace referencia al fenómeno de los cetáceos que acuden a morir en masa a las playas, varando sus pesados cuerpos en la arena, la frontera entre dos mundos. La América de Kojima es tierra de nadie. Los espectros de los muertos (BT’s, beached things o cosas varadas) deambulan por los campos, pero ni siquiera los vivos están realmente vivos. “Mi cuerpo puede estar presente, pero mi alma está en la playa”, apunta Heartman. Las personas viven aisladas, desconectadas, en permanente introversión. Sus cuerpos están presentes, pero deambulan como fantasmas también, sin propósito, sin ambición, sin sentido. Incluso el símbolo de la nación ha sido desposeído de todo significado. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sentido tienen los constructos humanos cuando la totalidad de la especie confronta al mismo tiempo su propia mortalidad? Quizá esa es una de las preguntas más pertinentes que hace Kojima. Si no pudiéramos entumecer nuestros sentidos con las minucias de la realidad física, si tuviéramos que contemplar la realidad ontológica en toda sus brutales consecuencias, el vacío existencial, la correlación de la individualidad insignificante con el universo despiadado en su inmensidad y lo absurdo de nuestras propias consideraciones; todo el tiempo, sin descanso posible, a todas horas de todos los días, ¿qué entidad podría salvaguardar su significado?
Lo agreste
No deja de ser irónico que, por todos sus temas de comunión entre individuos, el juego se haya convertido en el lanzamiento más divisivo de los últimos años. La experiencia es tan polarizadora que parece no haber espacio para medias tintas o tibieza equidistante. O lo amas o lo odias. Y esa reacción visceral al fin y al cabo se concentra en la propia jugabilidad, extremadamente arriesgada y prácticamente contestataria en su actitud desafiante a la hora de contravenir las convenciones del género. Kojima inventó el género de sigilo en 1987 con Metal Gear, y aquí se ha propuesto expandir los horizontes del medio de la misma forma. Dudo mucho que esto sea el comienzo del género “Social Strand System”, como él lo ha bautizado, pero lo que es indudable es que ha renunciado a las fórmulas tradicionales –a lo que sabemos que funciona en estos juegos de mundo abierto –en pos de una reinterpretación radical.
Se puede intentar decir con palabras más sofisticadas, pero el meollo de la cuestión es el mismo. Death Stranding, considerando estrictamente sus mecánicas, es un juego de ir al monte, de andar, y como tal entusiasmará a los viajeros de mochila y cantimplora, de travesía y refugio de montaña, de conquista de los espacios naturales y de testamento a lo indómito en el espíritu del hombre. Kojima Productions, a pesar de situar la acción en Norteamérica, ha recreado los parajes naturales de Islandia: sus playas de piedras volcánicas negras, sus laderas interminables cubiertas de hierba y musgo, sus imponentes montañas nevadas, sus ríos acaudalados que serpentean por las colinas hasta confluir en majestuosas cascadas. El poderío visual del motor Decima y el talento de los artistas del estudio japonés han facilitado una recreación fotorrealista de la isla septentrional que quita el oremus.
La primera misión del juego consiste en cargar con el cuerpo amortajado de la presidenta americana, tu madre, sobre los riscos que amparan la capital, de camino a la incineradora que puede disponer de los restos de manera segura, ya que los cadáveres degeneran a un estado de necrosis que provoca una explosión capaz de arrasar ciudades. Es una ascensión solemne, que conmueve por su carga de significado a varios niveles, sus rimas y, también, por la perfección estética, la belleza del paraje y el uso providencial de la música. Kojima es también un melómano con un gusto amplio que va del folk y la música clásica a la electrónica y el heavy metal. Durante años trabajó con Harry Gregson-Williams (muy involucrado en Hollywood) y ahora lo hace con Ludvig Forssel, pero el juego, y esta primera secuencia, no se pueden entender sin Low Roar. La vulnerabilidad de la voz de Ryan Karazija y sus acordes apocados, desnudos de todo artificio, enraízan con la desolación interior de Sam sin necesidad de que este pronuncie una sola palabra. Verle tambalearse en la pantalla por el peso del cadáver que lleva atado a la espalda, batallando contra la gravedad mientras sube por los acantilados, consciente de la importancia capital del deber funerario, de la prisa que se tiene que dar, impacta en el jugador como un camión. Es toda una declaración de intenciones, el anticipo de lo que está por llegar.
Mientras en otros mundos abiertos estamos acostumbrados a surcar el escenario como una fuerza imparable, aquí debemos pararnos y estudiar el terreno. Sam acusa el peso de la carga que lleva encima, y cada una de las piedras en el camino puede devenir en obstáculo traicionero que lo mande dando tumbos ladera abajo, desperdigando y dañando el cargamento. Hay que ir controlando su postura, manteniendo el equilibrio, moderando la velocidad en los descensos y gestionando la energía en las ascensiones. Es tan diferente a las convenciones del género que las primeras horas pueden hacerse muy complicadas hasta que nuestro cerebro modifique los comportamientos. No controlamos aquí a un superhéroe capaz de agarrarse a cualquier superficie y con un vigor infinito. Sam se cansa, y sus capacidades son finitas. Su cuerpo responde en tiempo real a la carga que soporta (a la espalda, pero también amarrada en paquetes en sus brazos y piernas), se cansa y se enfría. Esa subversión de la fantasía de poder es una de las principales razones por las que ha causado tanta división entre el gran público, parte del cual ha acudido a las tiendas como si fuera una nueva entrega de Metal Gear Solid. Pero Sam no es un soldado legendario, sino un simple porteador. Un trabajador de una empresa de mensajería. Y desde su humilde posición, para navegar el terreno, el jugador tiene que ponerse en la mentalidad de un montañero, analizando el terreno, orientándose, descubriendo las rutas más accesibles y utilizando las herramientas (escaleras y cuerdas al principio) con la mayor eficiencia posible. Y cuando todo eso falla, cuando no es suficiente, aparece el maravilloso modo online.
El elemento multijugador de Death Stranding es asincrónico. Eso quiere decir que nunca vamos a ver a otros jugadores interviniendo en nuestro mundo, pero sí veremos su incidencia sobre él: escaleras para sortear barrancos, puentes para cruzar ríos embravecidos o tirolinas para sobrevolar valles. Poco a poco, esa colaboración anónima irá cambiando el paisaje, haciendo los duros viajes un poco más asequibles, facilitando el tránsito quizá para acometer repartos con más carga. Son sistemas diseñados para transmitir el tema de conexión, de colaboración entre semejantes, de sustituir los palos por las cuerdas –en referencia a las historias del escritor japonés Kobo Abe. Eso no quiere decir que el juego no tenga armas o fases de acción más tradicionales, pero su presencia es muy específica, casi testimonial, y está claro que no es una preocupación principal de los desarrolladores.
El modo online también sirve a Kojima para realizar un comentario sobre la incidencia de las redes sociales. Las estructuras que vamos disponiendo por el mundo pueden recibir varios “me gusta” de otros jugadores, contribuyendo a una economía interna que facilita la consecución de recursos para seguir fabricando equipo o construyendo otras estructuras. Estos likes tienen un efecto tangible en el progreso del juego, pero en vez de contribuir a una exaltación narcisista, como es muchas veces el caso con las redes sociales, se premia la creación de un tejido comunitario. Pensar en los demás. Realizar sacrificios para ayudar a personas cuyas identidades nunca conoceremos. Es una evolución de la idea que Yoko Taro ya desarrolló para el final de Nier: Automata (2017), y continúa ampliando la faceta más semiótica del diseño de videojuegos.
Los vínculos
Sam sufre de una condición desde el principio de la aventura conocida como afenfosfobia, o miedo a la intimidad o a ser tocado. Este trastorno real se manifiesta en su caso de una manera algo más fantástica, con una reacción alérgica en la piel cada vez que alguien entra en contacto con ella, dejando su impronta. Cada vez que Sam entra en la ducha, algo que puede hacer siempre que visita su cuarto, su cuerpo desnudo lleno de marcas de manos queda al descubierto. Mantiene la distancia con todos, incluso la de un mero apretón de manos. Incluso con su madre. Poco a poco vamos descubriendo su pasado, y qué es lo que le ha llevado a adoptar la peligrosa profesión de porteador, abrazando la soledad y la presencia constante de la muerte. También al principio Sam recibe un BB (bridge baby, bebé-puente), un bebé prematuro obtenido de una madre en muerte cerebral que pasa a un replicador uterino. Los BB se encuentran en la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y gracias a su especial conexión permiten detectar la presencia de BT’s espectrales.
La compañía que le emplea avisa a Sam de que no se encariñe del BB, que es una pieza de equipo, hardware con una función muy específica, y que no está realmente vivo. Pero la relación que establecen se vuelve simbiótica, y rápidamente Sam le pone un nombre: Lou. Es probablemente la imagen más característica del juego, tan desconcertante como impactante, pero Kojima no se ha quedado en una mera provocación sin recorrido alguno, sino que la ha usado como metáfora inicial para explorar otro de los grandes temas: la paternidad, especialmente en cómo difiere de la maternidad, y cómo se establecen los vínculos de filiación dependiendo de la proximidad física, la gestación y la comunicación desde los primeros momentos de la existencia. Mucho se ha escrito y se ha hablado sobre la relación que establecen padres e hijos, en cómo todo cambia cuando ven físicamente a su progenie tras el parto, y cómo hasta entonces es más un ejercicio de fe que otra cosa, muy diferente a la experiencia materna. Kojima parece estar muy interesado en trascender las imposiciones biológicas, y hace que Sam ejerza las funciones de madre, conectado físicamente a Lou. Conforme avanza su odisea hacia el oeste, su vínculo se hace más fuerte, algo que queda patente con geniales detalles de diseño.
“Estar vivo no es diferente de estar muerto si estás solo”, dice Amelie en una escena. Kojima tiene muy claro que en la sociedad tecnificada de hoy en día, sobre todo en su realidad cotidiana de Japón, las personas se han parapetado tras los muros de las pantallas y de las interfaces de usuario para protegerse del contacto directo, doloroso y decepcionante en muchas ocasiones. Como Sam hemos desarrollado una afenfosfobia derivada de la modernidad líquida de Zygmunt Bauman, consecuencia de los cambios sociales que han conllevado la aparición en el mercado de ciertas aplicaciones. La implantación de los mecanismos capitalistas en las relaciones humanas –que ya en la generación Millenial se rigen por estrictos conceptos de valor de mercado, oferta y demanda– ha extendido el trauma por doquier. Uno de los informes que están disponibles en la cuenta de correo electrónico de Sam versa sobre la sexualidad en el mundo después de la aparición del fenómeno Death Standing, y cuenta cómo la natalidad ha caído en picado, no por la alteración de los índices de fertilidad, sino por la adopción masiva de conductas asexuales en la población. La extensión de un estrés postraumático es tan acusada que la gente simplemente ha perdido todo interés en las relaciones físicas. Es evidente que Kojima está hablando del presente de Japón, pero también de todo nuestro sistema occidental, del que el país del sol naciente no es más que un campo de pruebas muchas veces.
Al final del segundo acto toda la acción se precipita. Lo que hasta ese momento ha sido una experiencia contemplativa, con muchos silencios y secuencias que invitan al recogimiento, se desata en una escalada frenética hacia un clímax explosivo. La llegada a Edge Knot City, la última ciudad del viaje, en la costa del Pacífico, supone un cambio de marcha, donde Kojima pisa a fondo el acelerador, y donde todos los elementos que ha ido introduciendo durante veinticinco horas confluyen con un único propósito: poner las cartas boca arriba. Se suceden los combates contra jefes, pero también las confrontaciones entre personajes más dramáticas. Es una apoteosis que se desata, a pesar de su extensión, a una gran velocidad, con los característicos giros de guion que Kojima suele reservar para sus finales. Mientras el primer y el segundo actos han estado dominados en gran parte por diálogos expositivos, en el tercero todo es puro melodrama, al más puro estilo opereta oriental.
Es aquí donde las diferencias culturales aparecen más acusadas. A pesar del buen trabajo de localización, hay cuestiones que van más allá del lenguaje, y a la hora de escribir diálogos Kojima también flaquea. Su conceptualización es inapelable, pero la ejecución de los momentos dramáticos queda a veces muy tocada por el artificio y la exageración de unos diálogos verborreicos que no consiguen estar al nivel de lo que se espera de una producción de estas características. Ha mejorado mucho respecto a ejemplos de títulos pasados, pero siguen estando presentes varios momentos donde es obvio que algo falla. Por suerte, el talento del reparto que ha reunido es tan avasallador que infunde de emotividad un texto regular.
A pesar de que es la primera participación en un proyecto de videojuegos para casi todos los actores, lo han hecho con el mismo arrojo que acostumbran en sus proyectos cinematográficos y televisivos. Norman Reedus y Lea Seydoux son los que más tiempo de pantalla ocupan, y Kojima ha regalado a la francesa un papel muy consistente, de una gran profundidad psicológica y con un arco de transformación apasionante. Mads Mikkelsen (La caza, 2012) sin embargo sorprende por su limitada presencia, y durante treinta horas me estuve preguntando si su inclusión en el reparto no obedecía a un interés fan de Kojima más que otra cosa. Pero no. Su casting queda absolutamente justificado por el epílogo, una catarsis emocional en toda regla y una actuación que solo esta institución danesa podía haber completado con garantías. Esa secuencia, larga, compleja, que se desarrolla en varias líneas temporales y en varios planos de existencia, es un testamento al pulso narrativo de Kojima y su talento cinematográfico en bruto. Una planificación detrás de las cámaras que podría granjearle un Óscar si lo presentara ante la Academia, y que ha hecho que directores galardonados como Guillermo del Toro y George Miller se levanten y aplaudan, rendidos ante la evidencia. Es un momento magistral, una verdadera epifanía, y el broche de oro a una obra sin igual.
Death Stranding no es un juego perfecto. Si lo analizamos por partes encontramos puntos manifiestamente mejorables, sobre todo bajo el esquema videolúdico tradicional: las mecánicas de sus combates contra jefes son más bien pobres, abusa de la exposición en los diálogos, los menús apabullan al jugador y ralentizan un proceso ya de por sí engorroso, el personaje de Higgs es más bien plano… Pero es una obra de arte. Porque lo que hace bien, lo que Kojima está poniendo sobre la mesa, revela la clarividencia de un verdadero artista con mucho que decir. Death Stranding no es un juego perfecto, pero es un juego importante, de una forma que muy pocos en la industria lo son, y aun menos desde el espacio blockbuster. Lo que ha hecho aquí Kojima es un juego con mentalidad independiente pero con un presupuesto de decenas de millones de dólares. La ascendencia con la que cuenta en la industria no es trasladable a otros medios, ni siquiera al cine. Ni a James Cameron, por mucho que sea considerado el rey Midas de Hollywood, los ejecutivos de la antigua Fox le hubieran permitido hacer esto.
Death Stranding habla de muchas cosas (ni siquiera hemos entrado en sus interpretaciones de las políticas nativistas y aislacionistas de Trump o el Brexit) pero en el fondo es una reflexión sobre la muerte, lo que implica, y el sentido que tiene hacer nada cuando sabemos que ese es nuestro destino último. Hila un relato sobre extinciones masivas y física cuántica para tratar de definir la condición humana y el establecimiento de vínculos como la única salvación posible. Tiene mucho de William Blake, pero también de Dylan Thomas, y su oda a la vida. “Antes de cada una de las cinco grandes extinciones la vida se rebeló. Se defendió. Evolucionó para sobrevivir” apunta Amelie. Vivimos de prestado, sin saber cuándo llegará el final, pero consciente de que es inevitable. Y aun así nos empeñamos. Un día cada vez. Poniendo un pie delante del otro en esta travesía, buscando el sentido en la red que tejemos a nuestro alrededor.
Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty es una obra de culto por la cantidad de predicciones que contenía sobre la sociedad de la década de los 2010. Probablemente el legado de Death Stranding, a pesar de su carga intelectual, se concentre más en la respuesta emocional que ha conseguido provocar en los jugadores, y en el mensaje, a la postre, claramente esperanzador sobre el destino último del hombre. Kojima ha elevado el baremo una vez más, y ha puesto a todas las grandes empresas de videojuegos frente a su propio cinismo, al mismo tiempo que se dirige a los desarrolladores de todo el mundo con una llamada a la acción. Se pueden hacer juegos valientes, con contenido de altura, que arriesguen, que innoven, que prueben cosas nuevas, a pesar de que no siempre acierten… Y que emocionen. Un juego importante, que trasciende los códigos del medio y se convierte en una de esas experiencias fundamentales para cualquier persona con un mínimo interés por la cultura. Un puente al futuro, que puede marcar tendencia en los videojuegos de la próxima generación y la próxima década, y que puede constituir el principal hito en el corpus de un verdadero autor.