La muerte de Francesca de Rímini, de 1870, de A. Cabanel
La Fundación Mapfre mantiene desde 2007 una intensa relación institucional con el Musée d'Orsay que se ha traducido en numerosas exposiciones, coproducidas o recibidas en itinerancia. Les recuerdo: en ese año, Neoimpresionismo. La eclosión de la modernidad; en 2008, Degas; en 2009, ¿Olvidar a Rodin?, Max Ernst y Ver Italia y morir; en 2010, Impresionismo, un nuevo renacimiento; en 2012, Odilon Redon; en 2013, Luces de Bohemia e Impresionistas y postimpresionistas; en 2014, Macchiaioli. Sumemos las dos de 2015: esta y la que vendrá en septiembre: Pierre Bonnard. Pintar la Arcadia. Doce en total. Las más caras superan el millón de euros de coste.En su condición de institución privada, la Fundación Mapfre tiene absoluta libertad para fijar las políticas que rigen su programación, pero cabría sugerirle que abra más el abanico de colaboraciones y que aproveche los medios de los que dispone para incrementar el número de muestras de producción propia, como ha hecho con mucha frecuencia en su sala de fotografía, y se aventure a recorrer otros caminos en la larga y ancha historia del arte.
El canto del cisne es una exposición en la que el visitante puede pasarlo realmente bien. En ocasiones no hay que tomarse el arte tan en serio. Por supuesto que hay aquí excelentes ejemplos del academicismo que dominó los salones en la segunda mitad del XIX pero pretender que éste "marca una de las páginas más brillantes de la historia del arte como última heredera de la tradición de la gran pintura"... Guy Cogeval, presidente del Musée d'Orsay dice que artistas como Jeff Koons deberían enseñarnos hoy a contemplar el "kitsch sin complejos" de estos pompiers (bomberos).Hay aquí excelentes ejemplos del academicismo que dominó en los salones del XIX
Pues eso. El arte académico es regresivo respecto a momentos anteriores como el romanticismo o el realismo paisajista, e incluso respecto a su propio tiempo, pues las academias oficiales eran ya entonces lo opuesto a la modernidad (los jóvenes con mayores ambiciones y talento buscaban otro tipo de enseñanza en las academias privadas) y el arte más revolucionario se refugiaba en los Salones de los refusés. Pero no puede ignorarse este largo capítulo de la historia del arte, que tiene, con todo, un gran interés.
Detalle del retrato de Proust (1892), de J.E. Blanche
En la Academia los pintores aprendían sobre todo a dibujar a la perfección. La maestría anatómica era mandatoria y prácticamente todo lo expuesto es técnicamente irreprochable. También se adquiría un repertorio de temas, composiciones, actitudes y expresiones que el pintor con ansias de triunfo debía enriquecer, superar, para sorprender a público, jurados y críticos. En los a menudo grandes cuadros que se exponían en el Salón, todo es pose y todo es disfraz. El naturalismo "fotográfico" y la escenificación "cinematográfica" no excluyen multitud de manierismos, como las carnaciones de los provocativos y a la vez fríos desnudos femeninos, tan depilados y blancos, o el convencionalismo de los gestos (cualquier grand machine pictórica exige un asustado, un desesperado, un loco, uno que clama al cielo, otro que desafía al destino, varios asombrados...).
Las carreras eran competitivas y había que llamar la atención en el Salón: virtuosismo y emociones, las bazas más seguras. Los artistas necesitaban tener en sus talleres copioso atrezzo para el vestuario y los complementos de los personajes; la pintura iba de la mano con cierta literatura y el teatro de la época y también con las modas ornamentales, como bien subraya el breve capítulo "La ambición decorativa". El academicismo era por una parte anacrónico pero, por otra, muy de su día.
Todavía hoy existe un público que se maravilla ante estas escenas. A los que nos interesa un arte menos relamido, nos atraen y divierten las más disparatadas, amaneradas, artificiosas. Aquí, un festín.