Inmediatez moderna
Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh / Impresionistas y postimpresionistas. El nacimiento del arte moderno. Obras maestras del Musée d'Orsay
8 febrero, 2013 01:00Paisaje bajo un cielo agitado, de Vincent van Gogh (1889)
Dos exposiciones coinciden en Madrid sobre pintura impresionista. Una en el Museo Thyssen, centrada en las obras al aire libre, y otra en la Fundación Mapfre, con piezas que vienen del Museo d'Orsay. Rocío de la Villa recorre ambas muestras entablando lazos de relación entre ellas.
Un siglo después de su ocaso, el Impresionismo es el estilo más aceptado por el público, que sigue disfrutando de su evasión en paisajes de cálidas atmósferas y bohemios cafetines parisinos. Estilo burgués, realizado por burgueses para burgueses, la revolución impresionista de la iluminación y la pincelada acabó con las grandes escenas alegóricas, mitológicas y religiosas, que decoraban anteriormente los palacios de aristócratas conservando, sin embargo, el respeto hacia el resto de géneros (retratos, bodegones, paisajes...) sobre los que proyectó el aire de la inmediatez moderna. La afirmación de la experiencia en el presente condujo a la representación de lo próximo y cotidiano, hasta plasmar como en una serie de postales el álbum de la vida, día a día, del pintor. Su mitificación se reforzó gracias al exhibicionismo de su lucha por atrapar el instante y su luz fugitiva, cada vez de forma más rápida y simplificada.
La indagación para apresar la impresión huidiza se fue convirtiendo en un desandar la compleja técnica de la pintura al óleo, pero también en una pesquisa sobre el acto de mirar, el proceso óptico y, finalmente, sobre la proyección de la impresión subjetiva en la imagen. De ahí las enormes diferencias entre los pintores que agrupamos bajo la etiqueta de Impresionismo. Y también, la facilidad con que siguen conectando con el gran público, ante el que se deletrea la fe en el acto fresco de pintar, ya que los mejores impresionistas confían en su éxito al trasladar su propio embelesamiento al pintar. Hay una naifité, ingenuidad, pero que es sustrato común para todo el Impresionismo. La gran tradición figurativa desde el Renacimiento culmina confiando otra vez en el resplandor de la belleza, aunque sea subjetiva, inmediata y fugaz, antes de diluirse en un descreído decorativismo y acabar con la ruptura de la abstracción.
Esa ingenuidad empática, optimista y confiada, casa bien todavía hoy con el espectador de una sociedad de masas que se siente molesto cuando el arte le interroga sobre sus conocimientos de historia cultural, obviamente cada vez más escasos; o bien, le perturba con cuestionamientos sobre la miseria y el sufrimiento del ser humano o con meros retos intelectuales, puesto que se sirve del arte como contenido para su merecido ocio y entretenimiento. Pero no es un público naif.
El Château de Chillon, de Gustave Courbet (1874)
En cuanto a las historias que cuentan, ambas exposiciones son complementarias. Si en el Museo Thyssen el guión desemboca en un festival temático de paisajes impresionistas, en la Fundación Mapfre la plenitud del Impresionismo es el punto de arranque de un relato que termina con la versión más decadentista de los nabis. Seguiré un orden cronológico para quienes opten por disfrutar de un paseo ordenado, dada la cercanía de ambas sedes.
La incursión en la pintura au pleinair, al aire libre, protagoniza el erudito proyecto comisariado por Juan Ángel López, conservador del Museo Thyssen-Bornemisza. Aunque el pleinairismo haya llegado a considerarse una aportación del movimiento impresionista francés, su historia remonta a comienzos del siglo XVIII, cuando el díscolo miembro de la Academia Francesa Roger de Piles publica su influyente Cours de peinture par principes (1708), recomendando la copia del natural de árboles y plantas y "los efectos del cielo a diferentes horas del día, en diferentes estaciones, con diferentes formaciones de nubes, cuando el tiempo está en calma y cuando hay truenos y tormentas", estimulando así el creciente hábito de esbozar estudios que, si bien durante el siglo XVIII no se mostrarían al público, adquirirían la categoría de nuevo género pictórico como "paisaje retrato" con la enorme difusión del tratado de Pierre-Henri de Valenciennes, publicado en 1803.
Es este periodo del clasicismo en declive y amante de paisajes con antiguas ruinas, y con las muy poco conocidas telas de vistas de tejados en Roma del propio Valenciennes, con el que se inicia un recorrido que atravesando temáticamente, a semejanza del tratado: rocas; montañas; árboles y plantas; cascadas; arroyos; ríos y lagos y, finalmente, nubes hasta llegar al mar. El paseo urde una trama histórica en la que se suceden generaciones y movimientos, como una suerte de genealogía que pone en cuestión algunos de los tópicos asociados a la invención impresionista de la pintura pleinair. Por un lado, los propios motivos o elementos del paisaje seleccionados por Valenciennes a modo de repertorio y encuadres para la pintura al óleo, que socava de raíz la espontaneidad de los impresionistas. Por otro, el hallazgo de la acción condensada en la ejecución, a pesar de que vaya reduciéndose su duración: para Valenciennes no debía sobrepasar dos horas; el crítico de los impresionistas Jules Laforgue habla de quince minutos; para el último Monet la impresión ante la luz cambiante sería sólo de siete, lo que tiene como consecuencia sus series cada vez más profusas de un mismo motivo, como si el ideal último fuera un presente continuo, inalcanzable.
Joven campesina haciendo fuego, de Camille Pissarro (1887 y 1888)
En cambio, Impresionistas y postimpresionistas, en la Fundación Mapfre, induce a un recorrido inverso. Su comienzo es tan contundente y euforizante, con Almiares al final del verano, un par de catedrales de Ruan, el Autorretrato de Van Gogh, el Parlamento de Londres y uno de los nenúfares de Monet, junto a un juego visual apabullante entre bodegones de Cézanne y Gauguin, que todo lo que vemos después termina siendo un venir a menos con regusto decadentista y pequeño burgués. En su transcurso, se hace evidente que el fuerte de esta exposición es que se trata de una selección de préstamos de "obras maestras" del Musée d'Orsay, gracias a los acuerdos que la compañía de seguros está cerrando con los principales museos franceses, propiciando intercambios y muestras itinerantes, lo que ya en sí es un éxito de gestión.
Sin embargo, aunque al paso se vayan desgranando aspectos varios de ese Impresionismo y Postimpresionismo plurales (Tolouse-Lautrec y las escenas bohemias y nocturnas, Gauguin y sus amigos en Bretaña, la locura de Van Gogh en Arlés, la fundación del grupo de los Nabis), también se ha hilvanado un interesante guión que va enfatizando los caminos que quedan clausurados para siempre y las nuevas vías abiertas gracias a las opciones de los impresionistas más radicales. De ese modo, ya en la primera sala se descarta tanto a Renoir como a Caillebotte, en pos de Monet, Cezanne y Gauguin; así como a Tolouse-Lautrec, junto a Steinleny las postalitas de Jean-Louis Forain: el que se hayan agrupado en una salita intimista todavía subraya más su marginalidad. Pero no menos descolgados de la evolución del arte moderno quedarán los puntillistas, a pesar de las excelentes telas aquí de Pisarro, Cross y Signac, junto a otras pintorescas de Angrand y Luce.
Se trata de un cierto juego que acentúa la perversidad que fueron transpirando las pequeñas telas de los nabis de fín de siglo: los interiores domésticos agobiantes y siniestros de Bonnard, Vuillard y Vallotton (de quien un pequeño apunte nos recuerda el horizonte de la Gran Guerra), con su narratividad y simbolismo lánguidos y tendentes al decorativismo del biombo de Denis y del gran políptico de los Jardines de Vuillard, de tonalidad tan ocre como la aburrida burguesía que representa, y que cierran la muestra. Sólo la revelación del pequeño Talismán profético de Sérusier alumbra como un faro la definitiva victoria posterior de la herencia antinaturalista de Cézanne: la imagen como un enigma a descifrar.