William Kentridge: The Refusal of Time, 2012
Es una de las mejores Documentas que se recuerdan. Carolyn Christov-Bakargiev, directora de esta edición, ha conseguido dar con una nueva y sencilla fórmula para renovarla: salir de las clásicas sedes de Kassel, de los consabidos nombres de las bienales y de un tema general en favor de múltiples escenarios, miradas y discursos. Hay tantos como artistas, 190, cuyos trabajos puede visitarse hasta el 16 de septiembre.
Que a estas alturas, cuando las citas internacionales casi se solapan semana a semana, este evento quinquenal siga despertando esta atracción, es ya un titular de noticia. Pero, además, es sorprendente que, después de sesenta años Christov-Barkargiev haya encontrado una fórmula sencilla para renovarla, empezando por su disposición espacial, saliendo de las conocidas sedes neoclásicas, museísticas y respetables, para extender la Documenta por toda la ciudad, incluidos hoteles, restaurantes, subterráneos y casas desocupadas, lo que hace de esta edición una experiencia más real. La ampliación con instalaciones hasta el fondo del maravilloso parque Karlsaue frente a la Orangerie es una declaración de principios que propicia nuestra vinculación con la vida a través de la naturaleza. Pues, a pesar de las consabidas críticas al cubo blanco, hasta ahora se habían explorado poco sus consecuencias en la inanición ética del arte y de quienes conforman el arte. Volver a las vinculaciones de ética y estética, de investigación entre arte y ciencia, y de creación y compromiso biográfico marca la diferencia de esta edición, emocionante.
Allí, entre el verdor, de visita entre jaima, cabaña y cabaña, se producen encuentros culinarios con la Asociación de Mujeres del Sahara y sesiones terapéuticas, que se alternan con la defensa expresiva de los animales en extinción a cargo de la australiana Fiona Hall, la reflexión ecologista de Joan Jonas, la intervención poética y plena de Anna Maria Maiolino en la Casa del Jardinero, junto a Pierre Huyghe, Rosemarie Trockel y un largo etcétera con medio centenar de artistas y equipos de la aldea global.
La importancia de esta Documenta 13 deriva de la inteligencia con que sugiere conexiones y la facilidad con que comparte criterios. Bien comisariada y mejor montada, con la ayuda de Chus Martínez, coordinadora de una decena de "agentes principales", como se ha redenominado a los comisarios para sancionar su protagonismo, es pertinente partir de la rotonda bajo la semicúpula del Friedricianum, donde se condensan con ingenio y de manera sutil y respetuosa las preguntas abiertas que después resonarán en los múltiples y posibles recorridos: ¿qué relación podemos establecer hoy entre arte y artesanía? ¿Cómo salir de la ironía entre el readymade y el apropiacionismo? ¿Para qué la historia si no la hacemos nuestra y la construimos? Yuxtaponer Morandi con el ceramista catalán Antoni Cumella, las milenarias figuras de Asia Central y Penone, es solo uno de los juegos de una selección despreocupada por los nombres de relumbrón a cambio de dar cabida a artistas sinceros y persistentes, hayan sido o no reconocidos, como Idda Applebroog, con sus dibujos múltiples para llevar, el hombre orquesta Llyn Folkes, o Kader Attia, con su investigación histórico-antropológica. Además, Boetti, Dalí y Julio González y los tapices políticos de Hannah Ryggen como inspiración. En una sala vacía se escucha el estribillo repetitivo I'll just keep on till I get it right de Ceal Floyer. Y salimos despejados entre las toberas de viento de Ryan Gander.
La convicción profundamente interdisciplinar del arte, que no excluye ni privilegia medios, se proyecta también a través de los temas que se desarrollan en las sedes principales: la ecología, en el Ottoneum, con esteticista y emocional vídeo de Amar Kanwar y la perdurable instalación de Mark Dion. Los retos de la vieja y nueva tecnología en la Orangerie y en el Halle, donde destacan los proyectos utópicos de Toyo Ito y de Takram. Y en las contraposiciones de la Neue Gallerie se desarrolla una más que interesante disquisición sobre lo político en el arte, entrelazando la resistencia de las artistas de las décadas de los cincuenta y sesenta (Emily Carr, María Martins, Margaret Preston) con la antología de canciones protesta de Susan Hiller -que puede escucharse en varios chiringuitos por Kassel- frente a la terapia afectiva de Stuart Ringholt. En un pasillo aparte, se halla la aparatosa instalación de Geoffrey Martins, con miles de fotografías recortadas de cinco décadas de la revista Life, emblema del imperio de la cultura visual.
Pasando a la antigua estación de ferrocarril, hay que reservar tiempo para la instalación sonora entre los andenes de Susan Philipsz, la narración audiovisual de Janet Cardiff & Georges Bures y, sobre todo, la mágica opera de William Kentridge. Y del largo resto, imprescindible la transformación okupa de la Huguenote House a cargo del polifacético Theaster Gates. Decía Carolyn Christov-Bakargiev que las utopías pueden conseguirse con tiempo, refiriéndose a los cinco años que ha gozado para preparar la 13. También con dinero. Asombra que la mayoría de las obras hayan sido comisionadas por documenta. "No hemos recortado ni vamos a recortar". Alemania vuelve a tomar las riendas del arte.