Sargent/Sorolla. La pintura sensual
Sargent/Sorolla
5 octubre, 2006 02:00Sorolla: La siesta, 1911
El duelo entre John Singer Sargent (1856-1925) y Joaquín Sorolla (1863-1923) ya es sugestivo sobre el papel. Pero si la proximidad de sus obras ha sido apuntada frecuentemente en críticas y estudios, nunca hasta ahora había sido comprobada en una exposición. La ocasión, por tanto, es excepcional, al enlazar al moderno artista español todavía más admirado -y cuya pintura jamás cansa contemplar- con Sargent, quien conserva éxito parejo en el mundo anglosajón pero del que -pese a sus frecuentes estancias en nuestro país- apenas había habido oportunidad de apreciar el conjunto de su obra aquí. En una selecta revisión de sus trayectorias, la muestra ha sido concebida a modo de contrapunto musical, de forma que el recorrido temático por las salas alterna a cada pintor, reunidos sólo excepcionalmente (a la entrada y salida de la "segunda parte", en Caja Madrid) y cuando ya nos hemos adueñado del juego de diferencias notorias entre ambos. De entrada, es un acierto presentárnoslos como artistas ya hechos y pintores de la "vida moderna" que, cada cual, refleja a tenor de su formación pictórica y su inserción en ambientes artísticos muy distintos. Sargent, formado en Italia y pronto en el foro parisino, junto a Manet y Degas, decidirá su futuro como retratista de la elite norteamericana en Europa, tan proclive aún al exotismo e incansablemente viajera como el pintor; mientras Sorolla triunfa en los Salones con una pintura deudora del realismo social que poco después le resultará oscura y excesivamente pesimista, decantándose por mantenerse fiel a la que entendía como "sana corriente del naturalismo: el placer de vivir", que hallamos en sus escenas de ocio y trabajo en el mar.Y es precisamente bajo ese naturalismo pictórico en consonancia con el naturalismo literario como el comisario, Tomàs Llorens, cree poder amparar a estos dos pintores que, a pesar de su atención a los cambios del arte a la vuelta del siglo, rechazaron el hálito simbolista que desembocó en las vanguardias a cambio, según sus detractores, de buenos honorarios y el castigo de la crítica y la historiografía (que no del público) hasta la actualidad. No es la primera vez que Llorens destaca alternativas al relato vanguardista de la Modernidad todavía vigente (Forma: el ideal clásico en el arte moderno, 2001; Mímesis: realismos modernos 1918-1945, 2005). Su puritanismo sigue legitimando argumentos, como el descrédito por fama y ganancias, a todas luces inaceptables. Pero tampoco la exigencia intelectualista y espiritualista, a pesar de su fortaleza desde su raíz en la tradición toscano-romana, es admisible de buenas a primeras para la pintura, caracterizada desde la anécdota de Zeuxis por su carácter ilusionista y decorativo y tal como se da en Rafael y Vermeer, Picasso y Matisse, que persiguieron sin desmayo ofrecer placer visual: deleite para el ojo (del pintor y del espectador) con exhibicionista facilidad (tan irritante para la "religión del arte"). Sargent y Sorolla se inscriben en esa tradición. Inspirados ambos en la luz de Velázquez, animan con toques de pinceles privilegiados personajes y escenas ociosas en aquella atmósfera de la alta burguesía que desaparecerá tras la Primera Gran Guerra. Henry James, Zola y Blasco Ibáñez son los referentes de estos pintores de la vida moderna cuya ruptura formal con el academicismo, para el comisario, no debiera encuadrarse en un Luminismo difuso, pariente pobre del Impresionismo, según el relato vanguardista; sino en la afirmación del sensualismo. La importancia de la fotografía, patente en las composiciones de ambos, es otra vertiente naturalista a profundizar.
Más ardua parece la prueba a la que les sometió su propio tiempo. Los dos aceptaron por convicción grandes encargos institucionales. Y fracasaron. Retados por la historia, Sorolla vuelve con renovada fe a su naturalismo documental en la Hispanic Society. Sargent en Boston intenta emular a los maestros del Renacimiento. Los bocetos que aquí se muestran evidencian su autenticidad y destreza; aunque exhaustos, dejaran los ciclos inacabados. La otra cara de la etapa final es la obra hecha para sí mismos. La siesta de jóvenes de trajes blancos sobre el prado sin horizonte es un motivo curiosamente coincidente. En tono todavía más intimista, mientras Sorolla se embelesa en su jardín, Sargent se explaya en una serie de acuarelas viajeras, magistrales, que el público podrá admirar por primera vez en España.