Miguel Galano
1 de setiembre, 2004
Miguel Galano (1956) prosigue el viaje emprendido hace, al menos, cuatro años, del cual tuvimos pruebas a partir de su anterior exposición madrileña, en 2003. Entonces apreciamos un sintomático abandono de la figura humana, el autorretrato y aquella tendencia teatral presentes en su pintura anterior. Galano se encaminaba por la muy distinta e inabarcable senda de la pintura de paisajes, ambientes, lugares y edificios. Su obra no se deshacía de todos los atributos anteriores y conservaba el apego por cierta oscuridad, un sentido misterioso y a veces también una tendencia hacia lo monocromo. Como decimos, lo del asturiano es un periplo. E, igual que en los de antiguos exploradores y geógrafos, el viaje tiene motivo y función, pero también sus paradas voluntarias, sus estadías caprichosas. La función aquí es delinear una topografía personal del mundo a través de la visita de los lugares, su recuerdo y, por último, el acto de pintar. La construcción de un atlas que es fantasmal hasta que es pintado. Un mundo en el que no se ve a los habitantes, sólo sus espacios, donde se intuye al hombre pero sobre todo se intuye al pintor. Un mundo de instantes condensados en emoción. Sí, es una pintura "de la experiencia", pero sólo en parte. La reconstrucción de la autobiografía emocional, los pedazos de memoria prendidos de los afectos no son motivo más (ni menos) que de esas paradas caprichosas que en su misión hace el explorador. El hogar donde nació, el sitio de su recreo, tal loma, parque o esos pasajes madrileños, son lugares en los que se quedan varadas estas pinturas, seguramente porque son los que permiten el dibujo de la citada topografía. Sí. También es pintura de luz, de sombra, de forma, de idea, de la misma pintura.