Vibrante Álvaro Delgado
Bodegón con quinqué y rodaballos, 2002
Extremos es el título de la última exposición de álvaro Delgado (1922), más de sesenta obras que abarcan casi medio siglo de la creación plástica del pintor madrileño. Se trata, sin embargo, de una apuesta en la que se nos ofrecen las facetas menos populares de su temática: los bodegones y los paisajes que han surcado su trayectoria desde su inicial participación en la Escuela de Vallecas junto a Benjamín Palencia, aunque no han alcanzando la fama de sus retratos, tan reconocidos por el público y la crítica. Cuando uno pinta un retrato se produce un diálogo plástico y humano con la personalidad del retratado, desde el doble punto de vista del acercamiento psicológico y de las dificultades de la representación fisonómica. Por el contrario, los bodegones son objetos inanimados a los que el artista debe infundir, como un dios, el hálito de la creación más sentida; y los paisajes, que tienen el latido vital de todo lo que les concierne -con sus aromas, la textura que acaricia nuestras manos y los cromatismos que habitan nuestros ojos- son sorprendidos desde nuestra intimidad porque el artista está solo y el diálogo que se lleva a cabo puede llegar a ser incluso silente. Estos son los parámetros por los que se rige ésta exposición de álvaro Delgado. Un muestra que tiene mucho de biografía porque sus escenarios son en los que habitualmente se mueve, La Olmeda y Navia, con tratamientos muy diferenciados: la tierra castellana sobria y parda se ilumina de unos ocres trigueños que recuerdan los ancestrales paisajes de Vallecas; mientras, en Asturias la sinfonía cromática es más amplia y se enciende con verdes y azules tomados de la realidad.La exposición se inicia con tres cuadros fechados en 1945 y este punto de partida nos afianza en la afirmación de que el artista vincula su itinerario personal con lo que traslada a los lienzos. La calavera de una Vanitas resulta sorprendente: el pintor tiene veinte años y parece ya preocupado por el funesto destino del hombre. Sin embargo, a su lado se nos muestra una pintura con unas flores rojas dedicada a su mujer, Mercedes Gal, romántico homenaje de un joven. La tercera obra es un paisaje nocturno en el que coexisten una formulación plástica neocubista con un sustrato temático surrealista que nos sugiere los poemas lorquianos y que recuerda las lunas enormes de algunos cuadros de Gregorio Prieto.
Las últimas obras de álvaro Delgado -hay varias inéditas y fechadas en este 2002- rozan casi la abstracción. Es cierto que parten de referentes figurativos, pero estos aparecen cada vez más diluidos en el magma de la simple expresión pictórica. No se trata de representar temas concretos, sino de embriagarse de las sensaciones que le produce el acto de pintar. La pincelada es gruesa y se enfrenta a la tela como si librara una incruenta batalla en la que se plasma la apasionada lucha por decir lo que resulta incomprensible para otros, a brochazos, como un Quijote que ha olvidado la locura de la inocencia y vuelca, agresivo, las bilis, la mala leche, las insatisfacciones de una dilatada biografía sin que le importen nada las opiniones y los juicios ajenos, porque ya ha superado las dudas que conlleva la verdad y mira, desde su atalaya entrecana y de soslayo, los juegos de sociedad que practican algunos de los denominados nuevos artistas.
En álvaro Delgado coexisten muchos creadores de fuste. Sin duda, en los comienzos podemos apreciar influencias de Pancho Cossío y, menos de lo que pueda parecer, de Benjamín Palencia. Cuando llega su maduración expresionista le marcan el genial Kokoscha y el grupo Cobra. Y ahora, en la etapa final que se descubre en el Centro Conde Duque, hay un retorno a los orígenes, posiblemente a la pintura del XVII, al espiritualismo de Zurbarán en lo temático, con Vanitas que pueblan de calaveras sus pinturas en un ejercicio por reconocer que tempus fugit, aunque la disposición de estas formas también haya que analizarla como una revelación de lo limitado del transcurrir humano y, por la fuerza expresiva utilizada, como la rebelión del hombre ante la finitud cuando todavía queda mucho por decir. Y así se demuestra en esta exposición, en la que aparece el álvaro Delgado menos mundano, más íntimo, que sabe que en La Olmeda el día del Juicio Final la eclosión cromática no promete nada bueno, pero mientras esperamos esa jornada hay que celebrar esta orgía de formas que nos reconcilia con la pintura que vibra con el fragor de la existencia.