Estalla París
Yves Klein: La gran antropometría azul, h. 1960
¿Vuelve París? Hemos oído tantas veces la historia de cómo la ciudad del Sena, al estallar la última guerra, dejó de ser la capital del arte moderno, de cómo Nueva York se lo llevó todo, que casi no podemos creer lo que vemos. Esta exposición, patrocinada por la Fundación BBVA, que viene de la Royal Academy de Londres, prolonga la vigencia de París veinte años más: hasta mayo de 1968. Sus comisarias, Ann Dumas y Sarah Wilson, reconocen su admiración por aquella serie de exposiciones del Beaubourg de los años setenta y ochenta: París-Nueva York, París-Berlín, París-Moscú, París-París. Como en aquella serie, no se trata aquí de vindicar el arte francés, sino París como aleph, lugar de todos los lugares, encrucijada donde se encuentran artistas de todos los países. El hilo conductor es un recorrido por cuatro barrios legendarios de la ciudad: Montmartre, Montparnasse, Saint-Germain-des-Prés, el Quartier Latin.El primer cuadro escénico nos lleva a las alturas de Montmartre, donde nace el cubismo y el mismo élan vanguardista en los primeros años del siglo. Es el tiempo de Picasso y Braque, pero también de Diego Rivera y de Maurice Utrillo, de María Blanchard y de Marie Laurencin, a quienes la historia canónica sólo cita a título de anécdota. En medio de la sala, sobre el fondo de las abstracciones dinámicas de Kupka y Delaunay, la Rueda de bicicleta de Duchamp cobra de pronto un inconfundible sabor de época.
El segundo momento, Montparnasse, consolidación "clásica" de la école de Paris desde 1920, se escenifica en torno al desnudo. Matisse y Dufy, Pascin y Derain, Bonnard y Modigliani ofrecen sus visiones del cuerpo femenino, alrededor de la presencia opulenta de la estatua clásica de Maillol. Pero la plenitud rotunda del Maillol se descompone, se pudre, en un rincón de la misma sala: en esos cuerpos desollados de Soutine y Fautrier, masas informes y sanguinolentas donde late una sensualidad más oscura. Otro cambio de decorado nos sumerge en el espíritu decorativo de los años veinte, donde caben los grandes y los pequeños de la abstracción geométrica, desde Kandinsky y Mondrian hasta los menores epígonos de Abstraction-Création. Hay yuxtaposiciones sorprendentes. Entre el Pájaro en el espacio de Brancusi y el espléndido retrato de Olga Picasso se cuela un Tamara de Lempicka. Qué profanación, dirán algunos; pero en los interiores burgueses de aquella época cohabitaban piezas tan desiguales como éstas; esta exposición quiere recrear aquel ambiente, aquel espíritu. El art decó tiene su espíritu diáfano y cristalino, como después, en otra sala, se evoca la atmósfera densa y tenebrosa del surrealismo.
En la ocupación y en la posguerra, la vida se trasladó a los cafés de Saint-Germain-des-Prés, donde Sartre y sus discípulos se bebían la espuma de los días. El aire de ese tiempo existencialista se respira en las figuras mutiladas, matéricas, de Fautrier y Dubuffet, en las vanitas de Picasso y en los espectros de Giacometti. Pero también en la obra de un proscrito incluido aquí, Bernard Buffet: un pintor infame, es cierto, pero que dice mucho acerca de sus contemporáneos. Igual de elocuente es la presencia, más adelante, de un maldito como Mathieu junto a los arañazos de Wols. En torno a una magnífica tela de Nicolas de Staël se reúne luego la plana mayor de la abstracción lírica, otro episodio postergado (injustamente). Uno de los espacios más deslumbrantes de la exposición es un conjunto pictórico orquestado en azules: azules de Sam Francis, de Alechinsky, de Hantaï y sobre todo las improntas azules de los cuerpos en dos espléndidas pinturas de Yves Klein. Como reverso de esta gestualidad desbordante encontramos, en la misma sala, el movimiento mecánico del arte óptico y cinético. En el último ámbito de la exposición, el aliento teatral que latía en todo el recorrido culmina en una apoteosis barroca. Los retablos fastuosos de Nikki de St. Phalle, la máquina ruidosa de Tinguely, la serie de Arroyo contra Duchamp, estallan como exabruptos violentos pero inofensivos, rabietas infantiles, como la misma fiesta subversiva de mayo del 68: la Revolución en el Kindergarten. Sólo por redescubrir todo esto, que llevaba treinta años olvidado, merece la pena acercarse a Bilbao.