Lo llaman festival pero es una sola exposición acompañada de un programa de actividades. El presupuesto es ajustado y las cifras son modestas: 31 artistas, una previsión de 10.000 visitantes. Sin embargo, dudo que se esté celebrando hoy en Europa un evento artístico con mayor significación.
Si les ha conmocionado la invasión de Ucrania, imaginen el impacto que ese giro histórico ha tenido en los países bálticos, que aún están lidiando con un muy reciente pasado de dominación soviética.
Letonia es un país independiente solo desde 1991. Está en vías de reconstrucción de una identidad nacional en la que las artes y, sobre todo, el idioma son cardinales. Pero un 50 % de la población de Riga es rusohablante y el partido que representa a esta comunidad, Saskaņa (Armonía), es el más votado en el parlamento estatal –si bien nunca ha gobernado–, cuenta con casi una cuarta parte de los escaños.
La exposición, concebida antes de la agresión rusa, ha ganado tras ella un alcance imprevisto
El patrimonio histórico puede ser teatro para el conflicto: unos días antes de que se inaugurase Survival Kit, el Monumento a la Victoria (del Ejército Rojo frente a los nazis) fue demolido, para gran enojo de los prorrusos y del Kremlin.
También la creación actual: la ambiciosa bienal que la ciudad estrenó hace pocos años y que debía haber celebrado su tercera edición en 2022, RIBOCA, se ha “pospuesto” quizá sine die: era un proyecto ruso, implementado por la hija de un magnate de la pesca y el metanol, Gennady Mirgorodsky, y levantó desde el principio muchas suspicacias que se han convertido ahora en obstáculos difícilmente salvables.
Survival Kit, que llega a su 13ª edición y que nació como programa artístico para revitalizar espacios de la ciudad en tiempos de crisis económica aguda, está organizado por el Latvian Centre for Contemporary Art (sucesor aquí de la fundación transnacional de George Soros) y es como casi todo en Riga fruto de la iniciativa privada.
Con un puñado de galerías pequeñas, un par de centros de arte apreciables (Kim?, y una sala municipal, Rīgas mākslas telpa) y un museo creado por un coleccionista, el Zuzeum, la escena artística es más que precaria.
No hay museo de arte contemporáneo público –aunque está ya planificado– y las instituciones existentes están dedicadas al arte antiguo –el muy digno Museo Nacional, con varias ramas– o a la memoria de las durísimas vicisitudes del país en el siglo XX. En Riga hay museos sobre la guerra, la ocupación soviética, el KGB, las barricadas, los crímenes de nazis y colaboracionistas contra los judíos…
La acción cultural va de la mano en Letonia con la afirmación nacional y con la defensa de la democracia y las libertades. Y de ello justamente se ocupa The Little Bird Must be Caught (“El pajarito debe ser capturado”, verso de un poema de Ojārs Vācietis), la exposición que la comisaria griega iLiana Fokianaki concibió antes de la agresión rusa y que ha ganado tras ella un alcance imprevisto.
El concepto está bastante bien trabado y es muy inspirador: partiendo de la “revolución cantada” –cimentada en los festivales de danza y canción folclóricas– que llevó a la independencia en 1991, se pretende mostrar cómo la resistencia a la opresión y el autoritarismo adopta a menudo un envoltorio sonoro, sea en la palabra o en la música, y cómo resuena su acallamiento a través de la censura.
Aun con solo tres artistas letones vivos (frente a cuatro griegos, con obras poco destacables) y un solo ucraniano, el conjunto alude abiertamente a las actuales circunstancias en Ucrania y a los riesgos en el Báltico, pero también recoge experiencias en otras áreas con libertades cercenadas y deja escuchar las amarguras del exilio y de la lucha por la supervivencia de las culturas.
El festival muestra cómo la resistencia a la opresión y el autoritarismo adopta a menudo un envoltorio sonoro
En el antiguo edificio del Banco de la Bolsa (en venta), las obras conversan difícilmente unas con otras en la planta baja, abierta, en la que se ubica una nueva edición de El café de las voces de Dora García (España) –que será punto de cita, se pretende, de la comunidad de refugiados ucranianos–, pero gozan en el primer piso de espacios individualizados en despachos y salas, de cuyo mobiliario solo quedan las muchas cajas fuertes.
Pocas obras han sido producidas para la muestra pero todas, salvo las de unos pocos artistas “pioneros”, son recientes y en su mayor parte pertinentes. Destacaré algunas. Puramente sonoras son solo las de Laure Prouvost (Francia), Susan Philipsz (Escocia), que encaja mal por su contenido pero es tan hermosa…, y Kapwani Kiwanga (Canadá).
La expresión en lenguas prohibidas es abordada por Anton Vidokle (Rusia) en una película que traslada al kurdo y a Turquía la epopeya de Gilgamesh, caprichosamente feminizada, y por Rojava Film Commune (Siria), que documenta con tono lírico cómo se protege –cuestión de vida o muerte cultural– la canción tradicional, también kurda, en esa región.
El papel de la música y el canto en los procesos coloniales es abordado por Sammy Baloji (R.D. Congo), que relaciona la aculturación mediante la religión –con una de sus bases en los coros– y el extractivismo del cobre, y Andrius Arutiunian (Lituania) da forma de instalación sonora-escultórica a un caso de transferencia cultural a través de la música: la “importación” de cuarenta huérfanos del genocidio armenio desde Jerusalén a Addis Abeba, donde fundaron una tradición de instrumentos de viento que desembocaría en el jazz etíope.
Kristaps Epners (Letonia) recoge el cántico eclesiástico de una comunidad religiosa, los Viejos Creyentes, exiliada desde Rusia en el siglo XVII, introduciendo un acento local necesario en la exposición, y Raed Yassin (Líbano) incide en el potencial comunicativo de la canción incluso cuando solo es un tarareo.
Una de las obras más impactantes en la muestra es la de Indrė Šerpytytė (Lituania): un collage de vídeos tomados de las redes sociales de soldados –jóvenes con la testosterona disparada– bailando provocativamente ante la cámara como si fueran gogós cuando en realidad son carne de cañón.
La sobreexposición mediática tiene su contrapunto en la censura y el silenciamiento en los que se apoyan los regímenes autoritarios, desde la caza de brujas que evoca Sanja Iveković (Croacia) a las extremadamente conmovedoras manifestaciones de las limitaciones impuestas a la comunicación y el contacto físico entre hombres y mujeres que detecta Maryam Tafakory (Irán) en el cine de su país.
El mutismo informativo es denunciado por Almagul Menlibayeva (Kazajistán) y por Forensic Architecture (Reino Unido), y Candice Breitz (Sudáfrica) somatiza los discursos directa e indirectamente racistas que inundan las televisiones.
¿Qué más decir? Krišs Salmanis (Letonia), como tantos, no tiene palabras. Su respuesta es emocional y silenciosa. Una ola de susurros y un casi inaudible, lentísimo, goteo que traduce la espera angustiosa del fin de la guerra.