Un edificio puede pensarse de lo general a lo particular, como quien enfoca, desde lejos, una forma, o, por el contrario, a través de partes que se unen para componer un todo.
A Shigeru Ban (Tokio, 1957) le gusta trabajar de cerca, por lo que resulta particularmente apropiado que el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2022 no se otorgue a su trayectoria –ya fue Pritzker en 2014–, sino a una faceta específica de su hacer que, bien mirada, le contiene: su labor como arquitecto de urgencias.
Ban lleva décadas en primera línea, proporcionando refugio a los afectados por catástrofes naturales, como los terremotos de Kobe (1995), India (2001) o Nepal (2015), o conflictos bélicos, del genocidio de Ruanda (1995) a la actual guerra de Ucrania.
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Son actuaciones que le han llevado a ser asesor de Naciones Unidas (ACNUR) y a crear una asociación, Voluntary Architects' Network, con la que responder a esas emergencias.
Lo que construye suelen ser unas casitas de 4 m de lado con una cimentación de cajas de cerveza, cubierta de PVC y unas paredes de tubos de cartón que abrigan de las inclemencias a la vez que sirven de estructura. Son muy elementales, pero subrayan un axioma: para Shigeru Ban, la arquitectura es, en sí, su esqueleto.
Ese rigor lo aprendió de estudiante. De familia acomodada, Ban se formó en Estados Unidos, donde se graduó en 1984 tras cursar con luminarias como Peter Eisenman o John Hedjuk. De este último aprendió que el vacío es versátil, que en una habitación puede suceder mucho con muy poco, así que, de vuelta a Japón, se aplicó en quedarse con casi nada: cubierta, soportes y suelo.
En sus casas más extremas, como la Nine-Square Grid House en Kanagawa (1997) –un guiño a los ejercicios de Hedjuk–, ni paredes: hasta el váter quedaba a la vista, a merced de un panel deslizante. Los materiales: acero, hormigón y madera. También papel.
Sus construcciones son muy elementales pero subrayan un axioma: para Shigeru Ban, la arquitectura es, en sí, su esqueleto
Matamos moscas con el periódico porque, al enrollarlo, se vuelve rígido, gana inercia. Apoyada en esa idea, la carrera de Ban parece una historia abreviada de la construcción.
Comenzó por emplear sus sempiternos tubos de cartón, baratos y ligeros, en biombos de exposiciones y empalizadas de pilares, por vez primera en el Árbol de Papel en Nagoya (1989); más tarde, los usó de cubierta, en arco, caso del almacén de madera en Gifu (1998); por último, entendió que podían tejerse, como tiras en una cesta, y formar una membrana: el modelo del Pabellón de Japón en la Expo de Hannover 2000, con Frei Otto. Todo, además, reciclable.
Ese reciclaje no es solo material. Ban suele insistir en que sus trabajos humanitarios, ad honorem, y los que realiza para clientes acomodados son iguales. Conciencia social, pero también pragmatismo: si una solución funciona, se repite en otro contexto.
Las paredes tubulares valen para sus refugios y para un pabellón efímero en el parque Gorki de Moscú (2012); la cestería de Hannover puede transitar a madera en un club de Golf en Yeoju (Corea del Sur, 2010); la bóveda es perfecta para un inquilino exigente: el propio arquitecto, con su estudio temporal entre las cerchas del Pompidou de París (2004).
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Fuera del canon (y del premio), el éxito ha conducido a Ban a abrir oficinas en Francia y EE.UU. y a realizar encargos de firma. Sin embargo, en un extraño alarde de coherencia, sufre cuando el edificio disfraza su construcción.
Ese despacho del Pompidou era mejor que la sede del museo en Metz que diseñó en su interior (2010), unos arbitrarios volúmenes apilados tras una gigantesca carpa. Otro caso reciente, La Seine Musicale de París (2017), resulta aún más confuso, con un bulbo de vidrio alejado de la lógica racional del arquitecto.
Construir a lo grande sin hacerlo contra natura, manejar lo simbólico con la habilidad de lo necesario, es la deuda de Ban con las élites. No con su tiempo.
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