Oscar Tusquets (Barcelona, 1941) no tiene prisa alguna por terminar la charla, un relajo chocante para alguien que, desde mediados de 1960, ha desarrollado su carrera simultáneamente en el diseño, la pintura y, por supuesto, la arquitectura, y se supone que debería estar muy ocupado. “Como digo en mi último libro, pudimos elegir entre tener tiempo y tener cosas, y preferimos lo segundo. Nos hemos equivocado”. Sí, Tusquets también escribe, y es precisamente Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Anagrama, 2021) el motivo del encuentro con El Cultural. Gestado durante la pandemia, no se trata de una de sus habituales diatribas sobre arquitectura y diseño –“Me dicen que soy un provocador, pero, más que nada, soy un desobediente”– sino más bien de una anárquica suma de autobiografía y estoicas reflexiones sobre los adioses, con especial mención a sus añorados Enric Miralles, arquitecto, y Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado.
Pregunta. Asistió al concierto de los Beatles en Barcelona en 1965, ha sido amigo de Antonio López o de Dalí, ha cenado con Leni Riefenstahl y se ha bañado en los farallones de la casa Malaparte. ¿De verdad que vivir no es tan divertido?
Respuesta. Es verdad, es una contradicción. Hay un momento en el que la vida se te hace difícil, humillante, fea, y no hay porqué aferrarse a esto; nadie vence a la muerte. Como mucho, se aplaza. En cambio, reconocerla, aceptarla con dignidad, no se afronta, salvo los místicos españoles, San Juan de la Cruz y Santa Teresa. “¿Todo esto para vivir veinte días y la mitad lloverá?”, decía Woody Allen. Hay que tener la entereza de irse. A mi edad, es más fácil ser valiente.
P. Studio Per, la oficina que fundó en 1964 con Cristian Cirici, Pep Bonet y Lluís Clotet, quizá fuese el primer equipo de arquitectos en España en hacer gala de la juventud como valor.
R. ¡Esto de ser enfant terribles se alargó demasiado! Yo mismo arrastré una foto de Leopoldo Pomés en la que parecía un príncipe italiano hasta que alguien me dijo: “¡pero si ya tiene 15 años!” [risas]. Cuando hicimos la expo Miró, otro (1969) fue una época fantástica del estudio, excitante. Hay una fotografía famosísima de Colita donde estamos los cuatro, a caballito, delante del Colegio de Arquitectos de Barcelona.
“A partir de Picasso, se considera que uno tiene la obligación de renovarse constantemente, ¡qué paliza!, Vermeer no lo hizo”
P. Esa época es inseparable de su papel como agitador cultural. La Gauche Divine nació en la fiesta de presentación de Tusquets Editores, que fundó junto a Beatriz de Moura en 1969. ¿Qué queda de ese desparpajo?
R. En la fiesta del Price –inimaginable hoy en día– estaba todo el mundo: Gil de Biedma, Barral, actrices, modelos… ¡un buen rollo! Joan de Sagarra, con su típica ironía, nos bautizó así por la Gauche caviar francesa. Y en Italia era lo mismo: el edificio de la Pirelli, Domus, las bienales, Umberto Eco… del que, por cierto, fui muy amigo, ¡qué personaje! Ahora ya no estamos en ese momento. La historia nunca se repite; es cíclica, como una espiral: pasamos cerca de algo que se parece, aunque no sea lo mismo… Hay cosas, como el propio Eco, que no son tan fáciles de replicar. Algunos se empeñan. ¿De verdad hay un Umberto Eco y no lo conocemos? Federico Correa, tan irónico, decía: “Esto es como el urbanismo soviético. ¿Tú crees que hay urbanismo soviético interesante?”. Y Oriol Bohigas le respondía, muy serio: “¡Seguro! lo que pasa es que no lo conocemos.”
P. Muchos de sus mejores trabajos como la casa en Pantelleria (con Clotet, 1972) o la sala Mae West para el Museo Dalí (1975) han sido obras de pequeña escala. El propio Dalí le confesó que hacía cuadros de gran formato para que lo tomasen en serio. ¿Se siente identificado?
R. Ricardo Bofill siempre nos decía: “¡las cosas pequeñitas las hacéis bastante bien!”. Le doy la misma importancia a la casa en Pantelleria –para mi prima, con 40 metros cuadrados y unos honorarios que solo cubrían el avión– y a una silla como la Varius, con 200.000 unidades vendidas, que a cosas mucho más grandes. La diferencia está en que si haces el Palau de la Música, el Auditorio de las Palmas de Gran Canaria (1997) o la estación de Toledo en el Metro de Nápoles (2012) hay cientos de miles de personas que pueden visitar esa obra, algo bastante más gratificante.
La vida de los edificios
P. Ideó los Premios Década (2000-2009), un galardón tan singular que, en lugar de otorgarse a obra nueva, se ocupaba de edificios que habían cumplido ya 10 años.
R. Nunca he entendido que se publicasen los edificios casi antes de estrenarse. ¿Cómo envejecerían, cómo los interpretarían las personas? Los arquitectos tenemos una responsabilidad civil de 10 años sobre lo que construimos. Por eso, los llamamos Premios Década. La obra, además, tenía que estar en Barcelona y poderse visitar: también me indignaba la cantidad de premios que se otorgaban basados exclusivamente en fotografías, porque no creo que la arquitectura pueda juzgarse así. Y decidimos que el jurado fuese siempre único: Kazuyo Sejima, Glenn Murcutt, o una pareja como Denise Scott Brown y Robert Venturi… Gente que admiraba.
P. “Sin figuración, poca diversión”, suele decir. Además de ser un rasgo obvio de su pintura, también lo es de sus proyectos, con sus cubiertas inclinadas o sus balaustradas, o de sus diseños…
R. Una vez diseñé una cubertería, y los cuchillos de pescado tenían cabeza de pescado, los de mantequilla una forma de cosa que se funde, y la cucharita de café, un grano. Yo soy un artista figurativo, no digamos ya cuando pinto, pero las cubiertas inclinadas las he usado simplemente por sentido común, porque garantizan que no habrá goteras. Eso no quita que haya elementos simbólicos que me importen.
P. ¿Podría explicarlo?
R. Así como en el arte figurativo te puedes ir distanciando de la figuración, de la imagen generadora, hasta un momento en el que te has ido del todo y ya es arte abstracto –para mí, lo más aburrido –, en el diseño se puede jugar de la misma manera con la función, e irte alejando y usando la ironía hasta que la contradices, y entonces, también es muy aburrido. Si ves mi pintura o mis diseños o mi arquitectura, he cambiado muy poco. A partir de Picasso, se considera que uno tiene la obligación de renovarse constantemente, ¡qué paliza! Vermeer no lo hizo, ni Velázquez, ni Palladio. Dalí decía: “Qué bien ser Rafael. Coges una virgen de Perugino y con poner un escalón más en el trono, ya está”.