Juan de Yepes y Álvarez nació en 1542 en Fontiveros, una aldea situada a mitad de camino entre Ávila y Salamanca. Su padre, Gonzalo de Yepes, era hijo de un próspero comerciante de seda de Toledo, pero se casó con Catalina Álvarez, una muchacha pobre y huérfana, que se ganaba la vida como tejedora. El gesto le costó perder su herencia y la ruptura con sus tíos, que ocupaban importantes cargos eclesiásticos (cuatro canónigos, un arcediano y hasta un inquisidor). Se ha especulado que se trataba de una familia de “cristianos nuevos” o judeoconversos, pero no hay pruebas. Gonzalo murió prematuramente, dejando a su mujer y tres hijos en una desoladora pobreza. En 1551, la viuda se trasladó a Medina del Campo y, al carecer de medios, internó al pequeño Juan en un orfanato, el Colegio de la Doctrina, donde aprendió a leer y escribir. Gracias a su afición a la lectura y a su carácter piadoso y humilde, se dispuso su ingreso en un colegio de jesuitas. Al finalizar los estudios, se le ofreció ser capellán de un hospital, pero prefirió vestir los hábitos en el convento carmelita de Santa Ana, con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Su formación era insuficiente para ordenarle sacerdote y se le envió a la Universidad de Salamanca. Es tentador pensar que asistió a las clases de fray Luis de León, pero no hay ningún dato al respecto.
En 1567, conoció en Medina del Campo a Teresa de Jesús. En esas fechas, había acumulado un profundo descontento con la relajación de su orden y se había refugiado en la soledad y la vida contemplativa. Teresa de Jesús apreció de inmediato su honda espiritualidad y le consideró el más indicado para reformar el Carmelo: “aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios”. Los restos óseos del carmelita han revelado que su estatura apenas superaba el metro y sesenta centímetros, lo cual explica que Santa Teresa –una mujer de buena talla- le llamara “medio fraile”, con más afecto que malicia. Esa estima se refleja repetidamente en sus libros y en su correspondencia. En El Libro de las Fundaciones, escribe: “Era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”. En noviembre de 1568, se funda en Duruelo, Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. Fray Juan de Santo Matía, que había cumplido veintiséis años, se convierte en San Juan de la Cruz. Promete con otros dos frailes vivir según la regla primitiva establecida por San Alberto en 1247 y se viste con un sencillo hábito tejido expresamente para él por Teresa de Jesús, que entonces tenía 52 años.
En 1572 acude al Convento de la Encarnación de Ávila y permanece allí hasta 1577, ejerciendo de vicario y confesor de las monjas. Viaja con la reformadora, colaborando en las nuevas fundaciones de conventos de carmelitas descalzas. El 3 de diciembre de 1577 los carmelitas calzados detienen a Juan de la Cruz y le confinan durante nueve meses en un convento de Toledo. Encerrado en un diminuto calabozo, le invaden los piojos, pues no le permiten mudarse de ropa ni asearse. Le azotan y le humillan a diario. Su alimentación consiste en mendrugos de pan y alguna sardina. Contrae disentería y adelgaza hasta quedarse en la piel y los huesos. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, pues ignora su paradero y confiesa que preferiría saber que lo han secuestrado los moros y no los calzados, “pues aquéllos tendrían más piedad”. En esas condiciones tan penosas, Juan de la Cruz compone las primeras estrofas del Cántico espiritual, varios romances y algún poema. Gracias a la ayuda de un carcelero que se apiada de su estado, logra huir y, con el auxilio de las carmelitas descalzas, se esconde en el Hospital de Santa Cruz.
Durante los años siguientes, ocupa cargos de importancia creciente y realiza fundaciones en Baeza, Segovia y Alcalá de Henares, pero en 1590 cae en desgracia y pierde todos sus privilegios. En 1591 enferma y se le traslada a Úbeda. Muere la noche del 13 al 14 de diciembre, rodeado de frailes que recitan el De Profundis y el Miserere. Pide que le lean unos versos del Cantar de los Cantares. Sus últimas palabras fueron: “Hoy estaré en el cielo diciendo maitines”. Sus restos corren la misma suerte que los de Santa Teresa de Jesús. Convertidos en reliquias, se dispersan hasta encontrar reposo en Segovia. Fue canonizado en 1726 y Pío XI le nombró Doctor de la Iglesia en 1926.
San Juan de la Cruz es el místico más fascinante y enigmático de las letras españolas. Santa Teresa de Jesús clama con admiración: “No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo”. El Cántico espiritual es su obra cumbre y en sus versos resuena el Cantar de los Cantares y las figuras literarias de la lírica mística musulmana, que explotan el contraste entre la luz y la oscuridad. Se ha dicho que trasfunde el versículo hebreo al castellano, trascendiendo cualquier equivalencia idiomática. Los tratados en prosa (Subida al Monte Carmelo, 1583 y el inconcluso Noche oscura, 1579) solo profundizan el misterio: “Dios excede al entendimiento”. La razón sólo aparta de Dios. Por eso, San Juan de la Cruz juega con la yuxtaposición, la indeterminación, el deliro, la alusión y la analogía. Juan Ramón Jiménez considera que se trata de una “poesía simbolista” y nunca está de más recordar la advertencia del propio San Juan de la Cruz: “Entréme donde no supe”.
Hay infinidad de estudios y ediciones de la obra del carmelita descalzo. Me voy a permitir recomendar la bellísima y esmerada edición de la Biblioteca Castro, que ha lanzado una caja con dos tomos, donde se recoge la obra de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. No es una feliz conjunción, sino una conjunción necesaria, pues ambos místicos se iluminan mutuamente. Los dos buscan la unión con Dios y luchan contra las limitaciones del lenguaje, adoptando soluciones distintas e inevitablemente insatisfactorias, pues lo inefable es una ladera infinita, un camino que sólo puede recorrerse hasta el final con la fe. En el excelente prólogo de Francisco Javier Díez de Revenga, se apunta que el Cántico espiritual es “un poema erótico […] de un alto calado íntimo”. Díez de Revenga cita la inspirada edición de Gerald Brenan, según el cual no hay “palabras superfluas u ornamentales” en el místico, pues el erotismo que se despliega no es el de la experiencia sexual, sino el del Amor a Dios, con su palpitante y misteriosa belleza. Dios parece un cachivache inútil en el siglo XXI, pero la literatura, la filosofía, la ciencia y el arte no cesan de dialogar con la única alternativa capaz de neutralizar el pesimismo y abrir la puerta a la esperanza.