Hay tres rasgos que se repiten en todas las descripciones, más o menos fiables, de San Lorenzo. Joven e imberbe, robusto y con gran parte del cabello afeitado, como signo de su devoción, murió a los 32 años. Vestía con túnica (alba, dalmática y manípulo, para ser exactos), en honor a su cargo, y con algún detalle rojo.
Su personalidad está rodeada de leyenda. Su nacimiento se sitúa en el siglo III en Huesca, entonces provincia de Hispania, aunque también podría ser originario de Valencia. Hijo de un rico noble, se crio en una familia acomodada. Fue diácono de Roma, un cargo importantísimo que le situaba inmediatamente por debajo del Papa Sixto II. Y su tarea principal fue la de administrar los bienes de la Iglesia –el Santo Grial incluido–, cementerios, rentas, archivos y las obras de caridad.
Cuando el emperador romano Valeriano le exigió la entrega de todas estas riquezas, San Lorenzo se adelantó y las distribuyó entre los pobres (“el verdadero tesoro de la Iglesia”) y después se presentó ante el emperador con todos ellos y con las manos vacías. Irritado y encolerizado, Valeriano ordenó en este momento su famosa tortura: murió asado vivo a la parrilla el 10 de agosto de 258.
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Entre todos los episodios de su vida, el martirio es la representación más frecuente del santo. El Papa León I el Grande lo recordaba del siguiente modo en el siglo V: “San Lorenzo no siente el incendio de las llamas. Fue más tardo el fuego que quemaba por fuera, que el que ardía interiormente. El amor de Cristo no pudo ser vencido”.
Más y menos enriquecida, la parrilla, el fuego y los garfios nunca faltan en la escena, a la que a veces se suman personajes que azuzan, verdugos con cara de malísimos, garfios y otros detalles relacionados con el fuego (carbón, leña...). El deleite anatómico del desnudo es otra constante, así como la templanza y entrega de un San Lorenzo que en medio del martirio pronunciaba su famosa frase: Assum est, inqüit, versa et manduca (Asado está, parece, gíralo y cómelo).
Con el tiempo la imagen fue ganando en dramatismo, alcanzado su cénit en el Barroco, aunque encontramos ejemplos ya en el siglo V, en los fascinantes mosaicos de polvo de oro del Mausoleo de Gala Placidia en Rávena. Ahí aparece con un libro abierto en la mano, vestido con su túnica dalmática. En una estantería los cuatro evangelios recuerdan su cargo y el centro de la composición es, cómo no, una parrilla llameante.
El hieratismo se supera con creces conforme avanzamos hacia el Barroco y la escena se llena de figuras que tocan al santo, jalean el martirio, cargan madera e incluso soplan para avivar el fuego. Ocurre en las múltiples versiones que le dedica José de Ribera, aficionado siempre a las muestras de sufrimiento.
Se deleita también en el desnudo Bernini en la escultura que conserva la Galleria degli Uffizi, que hizo al mismo tiempo que el San Sebastián del Museo Thyssen, un San Lorenzo musculoso que se retuerce hasta lo imposible. Puso el escultor mucho empeño en la anatomía y en la expresión desesperada del rostro, con claras resonancias de Miguel Ángel y de su Adán de la Capilla Sixtina en la pose y en la mirada dirigida al cielo.
Obsesionado con captar su expresión de dolor, cuenta su hijo Domenico en la biografía de Bernini que este llegó a acercar la pierna desnuda a las cenizas humeantes para experimentar el martirio, mientras utilizaba un espejo y un lápiz para dibujar la expresión dolorosa de su rostro y observaba los efectos que sufría su propia carne ante el calor de las llamas.
Pero si hay una pintura que carga las tintas en el drama y el patetismo, esa es la de Tiziano. Le dedicó dos versiones, la primera en la Iglesia de los Jesuitas de Venecia y la segunda en el Monasterio de El Escorial por encargo de Felipe II, su mejor coleccionista. A la escenografía, puramente teatral en la penumbra de la noche, se suman un buen número de figuras. Destacan el verdugo, que le pincha con un bidente y un personaje que echa leña al fuego.
El realismo de la escena está bañado por la luz de las antorchas que ondean bajo la estatua de la diosa Minerva, y la arquitectura, más austera que en la primera versión, se reduce a un arco de medio punto romano en el fondo. Cuentan que Felipe II reunió, además, un considerable número de reliquias del santo: la parrilla, la cabeza, su pie derecho, varios huesos y restos de lienzo en el que fue envuelto.
Enseñar con imágenes
El arte fue siempre un aliado de la Iglesia para mostrar a los fieles distintos episodios de su historia. Se repetían los mismos elementos visuales para no dejar lugar a la duda. San Lorenzo y la parrilla gozó siempre de mucha popularidad y también el de San Sebastián, asaeteado semidesnudo atado a un árbol. Otros pasajes que tuvieron mucho predicamento fueron San Esteban apedreado, San Andrés con la cruz en aspa, San Bartolomé desollado, las Tentaciones de San Antonio, San Jorge y el dragón o San Jerónimo penitente.