A quienes apoyan su desinterés por el arte contemporáneo sobre el argumento de que para disfrutar de él “hay que saber mucho”, les recomiendo que visiten esta exposición; verán lo que es bueno. Por supuesto que a diferencia de los poco atractivos documentos de una muestra de arte conceptual, aquí encontrarán prados y montañas, señores y señoras (ellos con ropa de época y ellas, la mayoría, sin ropa alguna), en fin, todo reconocible y entretenido. Ahora bien, lo que quería contar el pintor, el significado trascendental de los gestos de los personajes, por qué dos composiciones pueden ser tan distintas teniendo el mismo título, de todo esto, el espectador que haya llegado a estas salas con lo puesto (intelectualmente hablando), no lo entenderá en absoluto. Para eso tendrá que “saber” bastante más que si van a una exposición de arte reciente. Y es que cuando ese invento de la Ilustración que es el museo se abrió a un público indiscriminado, con la encomiable intención de instruirle, se olvidaron de un pequeño detalle: las imágenes permanecen inmutables pero el mundo cambia. Y los códigos tanto hermenéuticos como artísticos que permitían descifrarlas y que cuando fueron pintadas eran perfectamente conocidos por los pocos que las podían contemplar, ahora se han perdido para la generalidad de sus visitantes. El gran código de la mitología se perdió tiempo atrás, precisamente mientras se ponían al alcance de todo el mundo sus mejores representaciones (y el otro gran código, el de la Biblia, ha empezado a dejar de ser de uso común).
En adelante, los personajes de todos estos viejos cuadros serán sólo cuerpos extrañamente musculosos o rollizos y nombres que nos suenan porque son marcas. Conscientes de lo que representa esta brutal pérdida de biodiversidad intelectual, los museos están completando ahora el proyecto ilustrado, creando los cada vez más importantes departamentos de mediación, que son, para el arte del pasado y del presente, activadores de su sentido original. Es curioso que aunque no paramos de decir que vivimos en el mundo de las imágenes, necesitemos tanto de las palabras.
Por primera vez desde el siglo XVI, se podrán ver en España las pinturas mitológicas que Tiziano pintó para Felipe II
Este asunto es clave en esta exposición, que trata de cómo la pintura de los siglos XVI y XVII representó el relato escrito de la mitología. Y si Tiziano llamó a sus cuadros “Poesías” fue no tanto para recordar en qué se habían inspirado, cuanto por señalar que eran una hazaña tan intelectual –por más que realizada manualmente– como componer versos. Estamos ante una muestra de obras todas ellas deslumbrantes, cuya reunión es ya por sí un hecho notable. Más aún: llevar a cabo esta exposición en plena crisis sanitaria mundial creo que tiene un mérito extraordinario.
Aunque de las 29 obras 16 proceden del Prado, las 13 restantes (de museos y colecciones privadas europeas y norteamericanas) eran imprescindibles para completar la secuencia. Porque de eso se trata, entre otras cosas: de reunir obras ahora dispersas que fueron concebidas como un conjunto unitario. Por primera vez desde el siglo XVI, se podrán ver en España las pinturas mitológicas que Tiziano pintó para el rey Felipe II entre 1553 y 1562, las famosas “poesías”. Y, por otro lado, de mostrar hasta qué punto la pintura es una genealogía y cada nueva creación está concebida mirando con franqueza o disimuladamente obras anteriores. Un par de ejemplos: el notabilísimo Venus y Cupido, pintado por Hendrik van den Broeck (1530-1597) a partir de un dibujo de Miguel Ángel, cuyas figuras ostentan la terribilità y la complexión características del maestro (sólo por ver una obra de Miguel Ángel, ya merecería la pena ir al Prado). El otro ejemplo es más conocido: El rapto de Europa fue pintado por Tiziano hacia 1560, copiado por Rubens hacia 1629 y finalmente, incluido por Velázquez al fondo de la escena de sus Hilanderas en 1660.
Si tenemos la tentación de considerar la pintura mitológica como un asunto erudito o ajeno a nuestra sensibilidad, recordemos su sentido original: todas esas historias enrevesadas de amor y venganza que protagonizaban los habitantes del Olimpo y sus alrededores, fueron el marco de referencia emocional de Occidente hasta que lo fue disolviendo el cristianismo. En el espejo de la pasión de Venus y Adonis se miraron generaciones de amantes y frente a sus emociones (escritas o pintadas) calibraron la intensidad de las suyas. Así, podían empatizar con el brillo del deseo en los ojos de ella, como aparece en el cuadro de Annibale Carracci. O con su temor, como vemos en el cuadro homónimo de Paolo Veronés, donde Venus trata de retrasar el despertar de su amado, sabiendo como sabe que se encamina a la muerte. Porque estos cuadros no fueron pintados para que se vieran en un museo. Fueron encargos de personas poderosas que simplemente los querían tener cerca, para no olvidar ciertas enseñanzas y para procurarse ciertos placeres. Para elogiar la grandeza de Tiziano, el famoso tratadista Pietro Aretino escribe que es capaz de suscitar al emperador Carlos V tanta piedad ante una Trinidad como deseo ante una Venus.
Pues sí, de eso trata la exposición: de amor, sexo y belleza. De la vida, en su sentido más carnal y apasionado. Es verdad, como decía al principio, que hay que saber, pero vuelvo a lo mismo, si leemos la mitología con más corazón y menos cabeza, seguro que vamos a disfrutar mucho en estas salas.