A la National Gallery de Londres le está costando recuperar las cifras prepandémicas de visitantes. Debido a la faraónica reforma en su ala Sainsbury, la superficie para la colección permanente se ha reducido a la mitad y necesita subrayar sus atractivos. Concebida antes del confinamiento, no podemos afirmar que esta opulenta exposición tuviera como objetivo inicial seducir al público perdido, pero su seguro éxito le irá de perlas al museo.
La comisaria, MaryAnne Stevens, reconoce que su planteamiento es simple: seguir las transformaciones en la pintura y (menos) en la escultura desde 1886, fecha de la última exposición de los Impresionistas, hasta el estallido de la I Guerra Mundial, a través de una renuncia al naturalismo que desembocaría en la abstracción. Lo hace ampliando cronológicamente el estudio clásico de John Rewald, Postimpresionismo: de Van Gogh a Gauguin (1956), que se detenía en 1893, y abre la perspectiva, con un título más comprehensivo –Después del Impresionismo–, para observar qué ocurría no solo en París sino en otras cuatro ciudades europeas, con el resultado de una panorámica más rica que tiene un desarrollo por fuerza esquemático al contar con “solo” un centenar de obras de las que un tercio proceden de colecciones privadas. No aporta gran cosa; es básicamente una excusa para reunir a artistas que nos emocionan.
Una terna poco coherente de obras “monumentales”, integrada por Puvis de Chavannes (El bosque sagrado), Rodin (Monumento a Balzac) y Cézanne (Las grandes bañistas), nos abre paso a una primera sala en la que nos deslumbran icónicas obras de este último (cuatro, con un bodegón, una Santa Victoria y el retrato de su esposa en rojo), de Van Gogh (cuatro paisajes y una de las versiones de La arlesiana) y de Gauguin (cinco pinturas, entre ellas la Visión del sermón, y tres esculturas). Y con eso ya estaría. Impresionante; pero en Londres no es difícil ver obras de estos faros de la modernidad. A unos pasos, en la Courtauld Gallery, a la entrada de la exposición de Peter Doig que nos demuestra cómo los ecos del postimpresionismo alcanzan a artistas actuales, nos esperan ocho cuadros de Cézanne, dos de Gauguin y un autorretrato de Van Gogh, además de obras de Toulouse-Lautrec, Degas y los puntillistas.
Nos deslumbran icónicas obras de Cézanne, Van Gogh y Gauguin. Impresionante
La propia National Gallery posee obras de este período e incluye algunas en la muestra, entre las que destacan la primera citada de Cézanne, El peinado de Degas y el bello retrato de Hermine Gallia de Klimt. Con este, otro que firma Broncia Koller-Pinell y una incorporación estelar de última hora que no figura en el catálogo, el segundo retrato de Adele Bloch-Bauer, se arma la “sección” –si merece tal nombre– dedicada a Viena, en el tramo más apresurado del recorrido.
Antes, habremos hecho un rápido repaso al Neoimpresionismo de Seurat, Signac o Cross, al Cloisonismo de Anquetin o Bernard y a los nabis, con una selección en la que brillan el programático Homenaje a Cézanne, de Maurice Denis, y los Personajes en un interior. Música de Vuillard, cuadro que lleva al máximo la confección de la superficie pictórica como tejido de pinceladas que es propia de este período, asemejándose a una alfombra persa.
El tour europeo no evidencia tanto las relaciones con la vanguardia francesa cuanto las diferentes derivas desde y hacia el Simbolismo, el Modernismo o los expresionismos, y la elección de ciudades no está del todo bien justificada. Sí hay un vínculo estilístico entre París y Bruselas a través del divisionismo en Los XX –Théo van Rysselberghe (su retrato de Alice Sèthe preside la sala), Jan Toorop o Henry van de Velde– aunque, en Ostende, James Ensor iba a lo suyo. Pero Berlín y Viena figuran aquí más por la oposición al arte oficial desde sus Secesiones que por la integración de sus artistas en las tendencias más en boga. La elegancia austríaca contrasta con la crudeza alemana de Liebermann, Corinth y Slevogt, a los que se une forzadamente Munch, con el argumento de que fue en Berlín donde estableció su reputación, durante los tres años en que residió allí.
La exposición se cierra con un totum revolutum, “Nuevos territorios”, que menciona apenas a Henri Rousseau, Sonia Delaunay (no a Robert), Kandinsky o a tres de los artistas de Die Brücke –Schmidt-Rottluff, Heckel, Pechstein (no a Kirchner y Nolde)–, se detiene un momento en el Fauvismo, con seis obras de Matisse y Derain (preside La danza), y hace alusión al camino a la abstracción con tres paisajes arbóreos de Mondrian y a la ruptura cubista, que protagoniza –con un único cuadro de Braque– Picasso.
[La cámara, el pincel, la visión]
Solo el paso de este artista por Barcelona, donde vivió intermitentemente entre los 14 y los 23 años, puede explicar la elección de esta ciudad como foco mayor de la modernidad, con epicentro en Els Quatre Gats. Es verdad que algunos de los que fundaron, se reunieron o expusieron en él, habían vivido en París, atraídos por el ideal de la bohemia, pero no hubo intercambio: el animado restaurante que montaron Santiago Rusiñol, Ramon Casas y Miquel Utrillo no era comparable a las sedes de la Secesión en Viena o Berlín, y en su salita de exposiciones solo mostraron sus obras los amigos artistas, casi siempre locales.
Hasta 1907, con la V Exposición Internacional de Bellas Artes e Industrias Artísticas, no se vio en Barcelona un muestreo significativo de artistas foráneos –Manet, Renoir, Monet o Whistler, divisionistas italianos, prerrafaelitas ingleses, y hasta Picabia, Balla o Diego Rivera– y durante muchos años la llama de lo nuevo la portó en solitario la Sala Parés. Pero, en fin, me alegra que se preste atención al arte español en Londres, y la pequeña representación –Casas, Anglada Camarasa, Rusiñol, Nonell y Gargallo–, sin ser canónica, nos deja en buen lugar aun cuando su objetivo principal sea señalar las confluencias de esos artistas con Picasso, incluido en la sala con dos obras, una a doble cara, que pintó… en París.
Me alegra que se preste atención al arte español, y la pequeña representación nos deja en buen lugar
Esa media sala dedicada a Barcelona nos invita a reconsiderar nuestros conocimientos sobre la implantación del arte moderno en España, que tuvo un segundo –quizá primero– epicentro no contemplado en el relato que propone After Impressionism: Bilbao. Pero no cabe presentar esa bifocalidad como rivalidad sino como confluencia, pues hubo contactos entre ambos núcleos, en buena parte propiciados por dos artistas cosmopolitas que mantuvieron vínculos con una y otra ciudad: Darío de Regoyos e Ignacio Zuolaga.
Para entender hasta qué punto las innovaciones introducidas en ambas escenas artísticas podían resultar radicales en nuestro país hemos de pensar que en 1878, el año anterior al viaje de Regoyos a Bruselas, la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes recayó en Doña Juana la Loca de Francisco Pradilla. El sistema académico imperaba en Madrid, Valencia, Sevilla… y no se daban las condiciones para el surgimiento de una hermandad de artistas atraídos por lo nuevo que sí se produjo en País Vasco y en Cataluña.
En Barcelona, el grupo de Els Quatre Gats se interesaba no solo por las artes visuales parisinas. Admiraban a Nietzsche, Wagner, Huysmans, Maeterlinck o Ibsen. El Simbolismo era una referente para ellos y, en arte, lo mismo ponían los ojos en Toulouse-Lautrec que en Whistler, Rossetti o Munch. Habían ido desfilando hacia París y, a través de la vida de bohemia, se dotaron de una identidad vanguardista. Utrillo andaba por allí desde 1880 y Casas hizo el primero de sus viajes en 1881, pero la estancia más determinante fue aquella, en 1890, en la que ambos coincidieron en Montmartre con Rusiñol. El impacto de la pintura francesa fue en ellos moderado, según pudo verse en la exposición que hicieron en la Sala Parés ese año, aunque se percibiera como un giro radical: quizá menos por la factura –que, es cierto, se distanciaba del academicismo oficial a través del plenairismo pero que en pocos casos fue rompedora– que por la temática, que se adentraba en los bajos fondos parisinos. Recordemos a este respecto que el lugar en el que se reunían los bohemios en Barcelona no era un bar de mala muerte sino un restaurante bastante fino sito en un edificio a estrenar de Puig i Cadafalch.
Realizan paisajes y retratos en tono y ánimo grisáceo, y convierten París en un motivo literario a través de la serie de artículos “Desde el Molino”, que publica La Vanguardia, con textos de Rusiñol e ilustraciones de Casas. Participan en varios salones de los Independientes, en los que las diferentes tendencias postimpresionistas se dan a conocer. Se producen contactos estilísticos con los artistas franceses, en unos casos más acusados que en otros. Marià Pidelaserra y Ricard Canals son los dos pintores que asimilan más directamente el Impresionismo; Joaquim Sunyer tuvo una etapa nabi. Y multitud de relaciones personales, incluso amorosas.
Pero todas esas aproximaciones no se trasladaron a Barcelona: allí las exposiciones no eran internacionales, como apunté antes. Bilbao llevó en ese sentido la delantera. Y fueron fundamentales los esfuerzos de tres artistas vascos (de nacimiento o adopción) que lograron una inmersión foránea total: Paco Durrio, Ignacio Zuloaga y Darío de Regoyos. Durrio, orfebre y ceramista, fue pionero en el éxodo a París. En 1888, muy joven, se instaló para siempre en esa ciudad y fue amigo de algunos de los protagonistas de la exposición de Londres: Bernard, Denis y, ante todo, Gauguin, con quien compartió taller y quien le nombró albacea cuando se fue a las Marquesas, confiándole el cuidado de sus obras, algo que el bilbaíno hizo con extremada devoción.
Durrio acogió bajo su ala a numerosos artistas vascos y catalanes –cedió a Picasso su estudio en el Bateau Lavoir– que llegaban a la capital francesa, entre ellos Zuloaga, que con su enorme éxito comercial se convirtió en el pintor español con mayor predicamento y con más capacidad para establecer vínculos transnacionales.
Regoyos podría haber formado parte de esta muestra en su condición de miembro fundador de Les XX en Bruselas
Regoyos, nacido en Asturias, podría haber formado parte de esta muestra en la National Gallery en su condición de miembro fundador de Les XX en Bruselas. Esa asociación no solo le facilitó el trato con importantes artistas belgas y franceses –era un tipo inquieto y además muy simpático– sino que le proporcionó un modelo organizativo que intentaría adaptar al País Vasco. Cuando en 1895 se instala en Bilbao promueve la internacionalización artística de la cuidad mientras que mantiene los contactos en el exterior.
En esa tarea, Regoyos contó con la complicidad de Adolfo Guiard, uno de los primeros españoles trasplantados a París, donde vivió siete años a partir de 1878 y donde asumió plenamente el credo impresionista, trabando gran amistad con otros de los pintores de esta exposición, Degas y Signac. Las trayectorias de ambos, Guiard y Regoyos, demuestran las conexiones entre Barcelona y Bilbao en aquellos años: el primero la inició allí como alumno de Martí Alsina y el segundo la terminó, tras exponer en Els Quatre Gats y ganarse la admiración de los artistas de aquel grupo.
No solo los catalanes quisieron conocer en persona el arte francés. Tras esos pioneros probaron allí suerte Francisco Iturrino, el más fauve de los españoles y muy próximo a Matisse, Manuel Losada, Anselmo Guinea, Pablo Uranga, Aurelio Arteta, Juan de Echevarría y los hermanos Zubiaurre… Todos ellos excelentes representantes de las corrientes postimpresionistas que, en combinación con la temática nacionalista, tuvieron una gran persistencia en el País Vasco, hasta entrados los años treinta.
Estos adelantados vascos tuvieron que crear sus propias estructuras de colaboración y difusión, que se concretarían en las exposiciones de arte moderno de Bilbao (1900-1910), en la Asociación de Artistas Vascos (1911-1936) y en la fundación del Museo de Bellas Artes de Bilbao (1908-1913), cuyo primer director fue uno de ellos, Losada. Javier González de Durana ha documentado y analizado al detalle en uno de sus libros (BassaraiArte, 2007) las seis exposiciones internacionales que con denominación cambiante –Arte Modernista, Arte Moderno y Bellas Artes– organizaron los propios artistas tirando de sus amigos en Barcelona, París o Bruselas, y que constituyen un argumento de peso para incluir a Bilbao entre las ciudades europeas en las que se pugnaba por la modernidad artística.
Allí, nos cuenta González de Durana, había artistas de talento y había dinero, pero faltaban intermediación y espacios. Las exposiciones se celebraron primero en las escuelas de Berástegui y después en la nueva Sociedad Filarmónica. Se vendía poco pero la trascendencia fue mucha. Para empezar, y esto nos interesa particularmente en relación a After Impressionism, se mostraron por primera vez en España obras de Gauguin, que era ya un mito. Lo facilitó, claro, Paco Durrio, que prestó dos cuadros y veintiuna estampas; volvió a traer trabajos suyos en el año de su muerte, 1903, y con ocasión de la I Exposición Internacional de Pintura y Escultura celebrada en Bilbao en 1919, en la que se presentaron diecinueve obras del pintor, entre ellas la primera que ingresó en un museo español, el de Bellas Artes de Bilbao. Pero esto ya excede el arco cronológico en el que nos hemos fijado ahora.
En la Primera Exposición de Arte Moderno (1900) los organizadores invitaron a participar a un grupo de artistas barceloneses –unas cincuenta obras de ocho pintores, entre ellos Casas, Rusiñol, Ramón Pichot y Picasso, que envió un pastel– lo que consolidaba los vínculos a los que me vengo refiriendo, con Regoyos y Zuloaga actuando como goznes tanto en París como en la Ciudad Condal. Para la Segunda Exposición de Arte Moderno (1901) enviaron obras algunos artistas franceses –Émile Bernard, Charles Cottet y Maxime Dethomas– y, sobre todo, belgas –Henri Degroux, Charles Guerin, Georges Lemmen, Henri Riviére, Théo van Rysselberghe– y para la tercera aún se pudo contar con alguno más –Gauguin, como dije, pero también Armand Seguin– gracias a las gestiones de Zuloaga, que una vez más puso en relación a vascos y catalanes cuando fue designado comisario de la representación española en la Bienal de Venecia en 1905.
Este momento trascendental no ha sido explorado, que yo recuerde, en ninguna exposición lo suficientemente ambiciosa y, si bien ha sido puesto en valor en las respectivas comunidades autónomas, es relatado de manera muy parcial en el Museo Reina Sofía, donde la vanguardia vasca queda reducida a una pintura de Juan de Echevarría y a unas joyas de Paco Durrio.
Con todo lo interesantísimo que esto nos pueda parecer a nosotros, la exclusión de Bilbao en la narración que hace MaryAnne Stevens es comprensible. Lo que me parece del todo inexplicable es la omisión de la escena británica. Tanto en Londres como en Glasgow trabajaban, en el período comprendido por la exposición, artistas de gran interés. La comisaria reconoce que ya en la década de los ochenta del siglo XIX había no pocos que conocían el nuevo arte francés y que incluso había estudiado y vivido allí, y admite la relevancia de agrupaciones orientadas a la organización de exposiciones en las que tuviera cabida la “anti-academia”, como el New English Art Club (1885) o, sobre todo, la International Society of Sculptors, Painters and Gravers (1898), cuyo primer presidente fue Whistler, y la Allied Artists Association (1908). Pero considera que había “poca apertura a las manifestaciones más avanzadas del arte francés”, como si en otras ciudades las hubiesen acogido con desatado entusiasmo. ¡Pero si lo de “postimpresionismo” se lo inventó Roger Fry! El artista y crítico organizó en 1910 una exposición titulada Manet and the Post-Impressionists en las Grafton Galleries, con obras de Cézanne, Gauguin y Van Gogh entre otros, y repitió la fórmula en 1912 y en el mismo lugar, incluyendo a Picasso y a Matisse. Él mismo fue un pintor apreciable y, junto a sus compañeros en el Grupo de Bloomsbury, Vanessa Bell y Duncan Grant, puso en práctica principios postimpresionistas que les llevaron hacia la abstracción en el período bélico.
Hubo más agrupaciones “modernizadoras”, como el Fitzroy Street Group, el Camden Town Group –en el que destaca Charles Ginner, que fue alumno en la Académie Vitti de Anglada Camarasa, quien condenaba su admiración por Van Gogh– o el London Group.
Y no fueron las de Fry las únicas exposiciones que daban a conocer el arte francés en Londres. El influyente marchante Durand-Ruel montó algunas allí entre 1870 y 1877, además de una gran revisión del Impresionismo en 1905. En 1889 se celebró una individual de Monet en las Goupil Galleries –un fracaso, es cierto– y una colectiva de impresionistas londinenses que incluía a Philip Wilson Steer y a Walter Sickert. En 1911, la Stafford Gallery puso en diálogo obras de Cézanne y Gauguin y, según comprobamos en un cuadro de Stephen Gore que documenta una de sus salas y demuestra cuán reveladora fue la cita para los artistas con inquietudes, incluyó dos de las pinturas de Gauguin que podemos ver ahora en la National Gallery: Nunca más y la Visión después del sermón. Marinetti visitó Londres en 1910 y en 1912, y en este último año se pudo visitar una exposición de Futurismo –movimiento ignorado en After Impressionism– en la Sackville Gallery.
Recordemos además a Gwen John que, viviendo en París, se convirtió en amante de Rodin. O a los Scottish Colourists, pintores muy notables, cultivadores de un fauvismo atemperado. Numerosos artistas de esa nacionalidad –no les cansaré con más nombres– pasaron por Francia y algunos de ellos se integraron en el círculo de Gauguin en Pont-Aven. En Glasgow fue clave la actividad del marchante Alexander Reid, amigo de Toulouse-Lautrec y de los hermanos Van Gogh –¡compartió piso con Vincent durante unos meses!–, que expuso obras de Degas o de Manet. También fue fundamental el enlace París-Glasgow propiciado por John Duncan Fergusson, que fue profesor en la academia La Palette y se adhirió al fauvismo matissiano.
¿Y qué hay de Wyndham Lewis? Ya en el último año que cubre la exposición, 1914, lanza el Vorticismo, que pretende desbancar al Futurismo por medio de una abstracción cubista. La modernidad británica es algo tardía, de acuerdo, pero no por ello menos valiosa. Y no me digan ustedes que, para su exposición, no tenía la comisaria argumentos y materiales de sobra para dedicar, en el museo de arte nacional, una sala a Londres y a Glasgow.