Febrero de 1888. Cansado de París, de los ritmos y la indiferencia de la gran ciudad, de las rivalidades entre los pintores, Vincent van Gogh se instala en Arlés, un pueblo del sur de Francia. Está fatigado y busca nuevas relaciones con el sol y el color, además de unas condiciones que le permitan pintar con tranquilidad. Su anhelo es descubrir un Japón cercano y personal y, aconsejado por Toulouse-Lautrec, se decide por Arlés, en la Provenza, donde muy pronto los paisajes, el impacto del sol en los huertos, el vértigo sensual de las flores y los frutos, las alineaciones de árboles en los pequeños valles, reactivan su sensibilidad. Pinta sin descanso (empieza con una vieja mujer arlesiana, un paisaje con nieve, una vista del final de una calle con la tienda de un salchichero…), mal alimentado y con poco dinero.
"Estoy en un arrebato de trabajo", le escribe a su hermano Theo. Ha llegado la primavera y la transformación de los paisajes de Arlés fascina al artista. Vergeles en flor, melocotoneros rosa, trigales ambiguos, terrenos en los que vibran en voluptuosa asociación el naranja y el violeta, florecillas blancas en el primer asedio de la pureza. A Van Gogh se le revelan efectos desconocidos, posibilidades plásticas imprevistas.
Nada se le resiste, todo le interesa, pinta puentes y caminos, granjas, molinos, carteros, naturalezas muertas. Escribe a Theo, espera a su amigo Gauguin, bebe vino malo, hace un pedido de colores (amarillo de cromo, bermellón, azul de Prusia, verde veronés, verde esmeralda…), sufre, mira, recuerda, lee (Maupassant, Balzac, Victor Hugo), roba higos y piensa en la muerte. Pinta mucho y muy rápido, interrogando a la naturaleza, en la que atisba una forma de emoción que insoslayablemente tiene que ver con la autenticidad.
[El reverso oscuro de Joaquín Sorolla]
Van Gogh vive un verano de 1888 confesional y decisivo. Declara a Theo que su deseo de triunfar está quebrado, que trabaja por distracción y para sufrir menos, que su vacío se agranda. Que las enseñanzas de París se están evaporando y que regresan las ideas que en el pasado, antes de conocer a los impresionistas, le transmitió la naturaleza. Con mirada limpia y percutiente fatiga las travesías de su provenzal e inabarcable (su íntimo e imposible) Japón, con su población de dalias, higueras, cañas, cipreses, cisternas, caballos y aldeanos. Y girasoles.
"Estoy en vena de pintar, con el ardor de un marsellés comiendo la sopa de pescado, lo que te asombrará, porque se trata de pintar los grandes girasoles", escribe a su hermano el 15 de agosto. Tiene tres telas en preparación y las concibe como decoración para el estudio en el que le gustaría vivir con Gauguin y otros artistas. Plantea "una sinfonía en azul y amarillo", trabajando desde muy temprano "porque las flores se marchitan en seguida".
Pronto anuncia un cuarto cuadro (su intención es hacer 12), un ramo de 14 flores sobre fondo amarillo que será una variación simplificada de una naturaleza muerta de membrillos y limones compuesta un tiempo antes. En su etapa arlesiana, tan fecunda en términos artísticos, tan llena de carencias en casi todos los demás aspectos, Van Gogh acaba de encontrar un motivo iconográfico por el que será, contra su pronóstico y ya en la escala de la posteridad, mundialmente conocido.
Hay girasoles anteriores en la obra de Van Gogh (los que realizó en París en 1887, cortados y marchitos, fueron admirados por Gauguin), pero el tratamiento es muy distinto al de esta serie, cuyo desarrollo se concentra en dos momentos, agosto de 1888 (cuatro cuadros) y enero de 1889 (tres). Es un verano frenético para el artista, que también pinta jardines, cafés, retratos, cielos estrellados, cita a Petrarca y a Boccaccio y sospecha "que la poesía es más terrible que la pintura".
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Y regala en sus cartas algunas frases memorables: "Mañana voy a dibujar hasta que llegue el color". Se abisma en un proceso que es al mismo tiempo de expansión y de repliegue. Reconoce el mérito de Seurat y Signac, su éxito en la búsqueda de nuevas formas, pero él está en otra coordenada: la recuperación privada de estímulos indagatorios preparisinos, con el instinto y el ánimo de un "pintor japonés" esencial e inagotable que anhela una fusión definitiva con la naturaleza y que padece "una lucidez o una ceguera de enamorado por el trabajo".
Los girasoles aparecen en número variable según las obras (entre tres y catorce), siempre en un jarrón sencillo que queda integrado en el conjunto
Los girasoles aparecen en número variable según las obras (entre tres y catorce), siempre en un jarrón sencillo que queda integrado en la formulación cromática del conjunto. El artista utiliza el amarillo, un color de su predilección, en numerosas variantes, con derivaciones y asociaciones con el ocre, el naranja y el marrón. En el Jarrón con tres girasoles y el Jarrón con cinco girasoles, ambos de agosto (y los que menos flores reúnen de toda la serie), modifica y oscurece la paleta. En las siete obras, de pincelada rápida y libre, insiste en dos líneas atenuantes o compensatorias frente a la verticalidad de la composición: la que delimita el soporte sobre el que se sitúa el jarrón y la pared del fondo y la que separa las dos zonas cromáticas que presenta cada jarrón.
Gauguin llega a Arlés y conviven varios meses. En noviembre le dice a Van Gogh que ha visto un cuadro de girasoles de Monet muy hermoso, pero que los suyos son mejores. La relación se deteriora ("Creo que Gauguin está un poco decepcionado de la buena ciudad de Arlés, de la casita amarilla donde trabajamos y sobre todo de mí", escribe a su hermano), y el 23 de diciembre Vincent ataca a su amigo con una navaja de afeitar con la que seguidamente decide mutilarse: se corta una oreja. Un episodio que acaba con él en un hospital psiquiátrico.
La compleja relación con Gauguin
En los meses que compartieron en Arlés, Gauguin retrató a Van Gogh pintando girasoles, un motivo que se convirtió en símbolo de la relación entre los dos artistas, en la que se mezclaban la amistad, la admiración y la rivalidad. Su proyecto de creación de una colonia de pintores no llegó a realizarse. El cuadro ofrece, con su composición inestable y tensa, pistas sobre el choque de caracteres entre los dos. Gauguin muestra a un Van Gogh enfermizo y maquinal, de mirada cansada y mortecina, cuyo ánimo establece correspondencias con el complicado trasfondo cromático de la obra.
El impulso estival, inaugural y decorativo de los girasoles de agosto se reconduce en los de enero en términos de modulación anímica a partir de un concepto de repetición plástico-iconográfica (con matices de tono y pincelada). Son los meses que separan las últimas ilusiones del artista del comienzo de su descenso final. Van Gogh abandona Arlés en mayo de 1889, un año y dos meses antes de su suicidio.
La Neue Pinakothek de Múnich, la National Gallery de Londres, el Museo Van Gogh de Ámsterdam, el Sompo Museum of Art de Tokio, el Museo de Arte de Filadelfia y una colección privada de Estados Unidos acogen seis de los siete cuadros que integran la serie de los girasoles. El Jarrón con cinco girasoles fue destruido en la Segunda Guerra Mundial. Es una de las obras que Van Gogh pintó en aquel agosto de Arlés en el que planteó una sinfonía pictórica vinculada a la amistad, al sur, a la imaginación y a esa sencillez tan difícil de la que le hablaba a Theo: "Quisiera pintar de manera que, en rigor, todo el que tuviera ojos pudiera ver claro".