Adentrarse en la exposición de Juan Uslé (Santander, 1954) en el Centro de Arte Bombas Gens de Valencia resulta sorprendente aun cuando su pintura, bien distinguible, es reconocida internacionalmente. Y es reconocible porque, como el mismo artista ha señalado, no hace sino pintar un mismo cuadro. Pero aquí, ahora, resulta sorprendente, cuando vemos al pintor de siempre de otra manera en un espacio que parece distinto. Industrial y de acotaciones minimalistas no es fácil lograr que la obra no se doblegue al narcisismo de la arquitectura, y en esta ocasión y sólo con pintura, los comisarios –Vicente Todolí y Nuria Enguita– y el artista lo consiguen. La pared, lejos de ser un espejo, es simple pared donde la pintura reposa, y a la vez, se agita en insistentes temblores.
Esta exposición, concebida a modo de apretada retrospectiva, resulta también sorprendente al incorporar un notable conjunto de obras poco conocidas de los inicios de su trayectoria, en los años 80, y desde las que se avanza a través de los años 90, hasta llegar al trabajo último, entre 2010 y 2020.
Bajo el título Ojo y Paisaje, la exposición se estructura en tres salas en las que la pintura de Juan Uslé no hace sino llamarse a sí misma, también en un grupo de papeles que figuran ser un antes y un después. Volver a la pintura de los años 80 es remontarse a un siglo atrás, donde todo queda muy lejos, varado en los neoexpresionismos alemán y estadounidense y en la maltrecha transvanguardia italiana. De eso no mucho ha prevalecido, más allá de los regustos del gesto y el hedonismo de los chorretones. Sin embargo, la obra que Uslé muestra aquí es algo aparte entre todo aquel ruido de brochazos, cuando lo que ahora vemos resulta ser, no el final de algo, sino el principio.
Resulta sorprendente ver al pintor de siempre en este espacio industrial ante el que la obra no se doblega
Superados los bien situados gestos y chorretones en Cita en Ganz (1985), pasamos a una pintura que se aísla, cada vez más líquida, en la que la exploración es más firme. Desde allí cabe entender el rápido andar por las negruras y el paso hacia una mayor preocupación por la estructuración del lienzo, en acotamientos más simples y horizontes más estrechos. Así se reconoce en grandes lienzos como La Punta (1986), Casita del norte II (1988), en los pequeños Before 1960 (1987), Untitled. 1960 Williamsburg (1987) o 1492. Namaste (1989) en los que se exhibe cierta poética del divertimento.
Ya en Nueva York, donde reside desde 1987 junto a la artista Victoria Civera, la gran ciudad parece despejar las extensiones de un paisaje en el que se desbroza la pintura para llegar al insistente encuentro con lo sustancial. La década de los años 90, que se abrevia en muy diversas pinturas y formatos, relatan el ajustado paso a paso del pincel. Lo gestual se cerca para obedecer a los caprichos de una geometría siempre variable, mientras el color, más vivo, campa a sus anchas. De ahí el salto de Coney Island II (1991) a Red Words (1991-1992) y a los magníficos Hacia la montaña de Kiesler (1993) y Líneas de Madrás (1995-1997). Es el momento en el que lo especulativo de la pintura se abre en direcciones varias, en tanto que se asienta la definición del propio proceso de creación, un método sometido a reajustes constantes.
Las tramas, los enrejados, barridos y corrimientos, a fuerza de repetirse, fundamentan la obsesiva búsqueda de lo estructural. El orden compositivo siempre cambiante, aún en la reiteración de unos mismos alineamientos, exhibe toda su fragilidad cuando acaba desdoblado en múltiples fracciones. Así se muestra un proceso sujeto a una sucesión exponencial de ritmos en descomposición permanente. Es en este momento en el que se produce la concreción de lo fragmentario como volátil. Podríamos hablar de lo osmótico, cuando se observa la condensación de lo que fuera antes atmosférico, ahora más tangible, aún en su incierta configuración abstracta.
Una posición de invariable frontalidad acaba atajando el orden convulso de lo orgánico en la serie Soñé que revelabas (2010-20), último bloque expositivo. En las negruras que sustentan cierta mística del espacio, asoma el Juan Uslé más íntimo. Como electrocardiogramas, la multiplicación de líneas y ángulos, en sucesiones infinitas, suman el pulso de su pintura en el transcurrir del tiempo. Pintar es otra manera de llevar un diario, diría Picasso. Uslé acrecienta la mecánica de los días, unos y otros, para buscarles cobijo, labrando las asperezas de lo temporal. Y para ello hay que detenerse porque, como señala, lúcido, el teórico Martín Prada, el arte necesita otro tiempo frente al veloz ruido de la imagen que nos rodea a todas horas y en todas partes. El otro tiempo del arte.