En esta exposición resuenan el sonido y el ritmo de creaciones artísticas híbridas que supusieron, a lo largo del siglo XX (hasta los años 80), una forma de aproximación renovadora a sus modos de percepción y realización. El campo sonoro también fue espacio de experimentación para el arte de vanguardia, en el que lo revolucionario se da en la fusión de lo cotidiano y lo extraño, lo nuevo y lo primitivo, lo tecnológico y lo popular.
Más allá de estos juegos y experiencias, en todas estas propuestas subyace la subversión de un canon, en este caso, el armónico. La comisaria Maike Aden escribe: “La armonía rara vez es tan inocente como parece. A menudo se encuentra imbricada en ideologías y funciones políticas”. Desde esta perspectiva, la muestra, además de un cumplido recorrido cronológico a través de más de 200 piezas, plantea una conversación abierta con la programación del Museo Reina Sofía, centrada en la revisión de las narrativas hegemónicas. El centro ha organizado también el ciclo de música experimental Archipiélago, e inaugura en octubre la muestra Audiosfera. Experimentación sonora 1980-2020 y la representación sonora del Niño de Elche a partir de Val del Omar. A todo ello se suma una selección de documentos en la Biblioteca sobre Guy Schraenen, galerista, editor, comisario e investigador que ideó esta muestra. Su nombre es siempre garantía de una apuesta poco convencional y rompedora.
Cada partitura, cada nuevo instrumento, cada acercamiento cinético, propone en 'Disonata' un sinfín de alternativas
En Disonata. Arte en sonido hasta 1980 cada partitura o anotación poético-sonora, cada nuevo instrumento u objeto reinventado para producir sonido, cada acercamiento lumínico o cinético, cada nueva forma de grabación y registro, deshabilitan el concepto clásico de música y proponen un sinfín de alternativas. Quieren romper el canon, no para imponer otro, sino para abrirse a una diversidad de posibilidades. De ahí que su título haga referencia a una composición sonora que busca desestabilizar lógicas y vibrar en cualquier dimensión –auditiva, visual, corporal o espacial– provocando una tensión e intensidad que se contagie.
Desde los futuristas y dadaístas, pasando por Le Corbusier, Calder, Tinguely, Morris, John Cage y los Fluxus, Takis, Kara Appel, Pol Bury, Dieter Roth, Hannah Davenport, o el Grupo Zaj, Esther Ferrer y Elena Asins –se echa de menos a Alexanco y de Pablos–, la selección termina con la irrupción del rock –Warhol, Dan Graham y Chris Burden–. En los años 80, el arte de vanguardia cambia su relación con la cultura de masas. Muchos de los nombres que articulan el recorrido son muy familiares, aunque a veces en colaboraciones y acciones que no están dentro de la historia del arte más general. Este hecho nos habla de una concepción de estos artistas de su propia actividad mucho más amplia que la que les otorga la historiografía. Desde el comienzo del siglo XX, y en manifiestos como el futurista de Marinetti, el Dadá o el Constructivismo ruso, sobrevuela, más o menos explícitamente, la idea de que el arte y la vida debían ser lo mismo, una actitud para emprender una revolución social. La realidad es que estos gestos y acciones se convertían en algo hermético y minoritario. El giro hacia la cultura pop –popular y de masas, en su vertiente más irreverente del rock y la psicodelia– y el análisis de sus estrategias son los presupuestos que cierran la exposición.
Además de documentos sonoros y objetos, el ritmo de la exposición está marcado por varias instalaciones, en su mayoría de carácter inmersivo. Los Intonarumori (Entona-ruidos, 1913), del italiano Luigi Russolo, que rugen, crujen y explotan; L’Anticoncept (1951), compuesto por una proyección de Gil J Wolman sobre un globo meteorológico y una banda sonora de ruidos, frases y silbidos; la pieza cinética de Nicolas Schöffer Chronos 11 (1971) o la instalación audiovisual Exploding Plastic Inevitable (1966) de Ronald Nameth grabando las improvisaciones de Andy Warhol. Sin estar replicada, pero sí documentada con una maqueta, una película y obras gráficas, quizá la tentativa más arriesgada fue el pabellón que la eléctrica Philips patrocinó en la Exposición Universal de Bruselas de 1958. En él se expuso Poem électronique, una simbiosis de las imágenes proyectadas de Le Corbusier con el sonido creado por sintetizadores de Edgar Varèse. Toda una tentativa de explicar la realidad fuera de cualquier canon. Estas instalaciones tenían la intención de generar una experiencia total para el espectador. Primaba lo sensorial y fueron por ello cuestionadas por creadores más conceptuales, minimalistas o punks.
¿Quién define lo que es un ruido válido sino la tiranía de la armonía? No se puede determinar ni el instrumento que produce el sonido ni su supuesta utilidad como herramienta; no se puede definir una prevalencia entre el medio y el mensaje, entre el silencio y el impulso atronador… y por eso en esta exposición tiene cabida desde la película Dziga Vertov Entusiasmo: La Sinfonía de Donbass (1930), con su música de ruidos de fábrica, hasta la máxima de George Brecht de 1989, Music Is What You Are Listening To At This Moment (Música es lo que estás escuchando en este momento). Toda una reflexión de que producimos desde la más pura inmaterialidad del sonido.