Más allá de su destrucción intrínseca, las guerras siempre han sido escenario de pillaje y expolio artístico. Desde ejemplos remotos, como la invasión de Grecia por parte de los romanos, que sucesivamente regaron la ciudad del Tíber con todo tipo de lujos y maravillas lo que, como advirtió Catón y resumió Horacio en la frase Graecia capta ferum victorem cepit, destruyeron lo que quedaba de la sólida sociedad republicana; hasta otros más recientes y próximos como el sistemático robo y destrucción de patrimonio por parte de los franceses durante la Guerra de la Independencia, que afectó especialmente a ciudades como Sevilla, Valencia, Zaragoza, Gerona, Salamanca, Burgos…
Sin embargo, como sostiene el historiador Miguel Martorell (Madrid, 1963) en su enjundioso ensayo El expolio nazi (Galaxia Gutenberg), “nunca se ha visto en la historia nada parecido al saqueo del Tercer Reich”. Para empezar, por “su volumen disparatado. En apenas los cuatro años de la invasión, se llevan de Francia en torno a 100.000 obras de arte y objetos culturales como libros antiguos, documentos, joyas, muebles…”, explica. Además, de Holanda salen unos 30.000, de Bélgica unos 20.000, y de Europa del Este ni siquiera hay cifras aproximadas.
Pero además de manejar cantidades inéditas, otro rasgo que distingue a este episodio es que “jamás un expolio artístico implicó a tantos profesionales. Participan directores de museos, historiadores del arte, marchantes, coleccionistas, conservadores, galeristas, restauradores, tasadores…”, enumera Martorell. Toda una colección de especialistas que de pronto ven a su alcance las grandes obras maestras de todas las épocas. “Imagina que eres un experto en Vermeer y puedes tener en tu museo o colección todas las obras de Vermeer que quieras. Fue una especie de pacto con el diablo, como el de Fausto.
Un arte ideal para una sociedad ideal
Su magnitud y la absoluta implicación social en el proyecto, demuestran hasta qué punto el arte fue un pilar clave en la estructura del nazismo. Como explica el historiador, “los nazis entienden desde el primer momento que el arte es un vehículo magnífico para la propaganda política, para definir y controlar a la sociedad. No solamente fue la pintura, también se apropiaron de campos como la literatura o el cine, con esos documentales magníficos de Leni Riefenstahl”. De hecho, desde el primer momento todo lo artístico depende del Ministerio de Información y Propaganda de Joseph Goebbels, encargado desde mediados de los años 30 de crear un concepto muy específico de sociedad.
"Los nazis entienden desde el primer momento que el arte es un vehículo magnífico para definir y controlar a la sociedad"
“Como es sabido, en 1937 los jerarcas nazis deciden que solamente el arte figurativo, el que se basa en la tradición pictórica alemana, es el que va a valer la pena, mientras que el arte de vanguardia lo tachan de decadente y degenerado y lo asocian a los judíos, al comunismo y a la disidencia política, y lo van a retirar del espacio público”. Así, de forma perversa, el arte se erige en portavoz un modelo de sociedad ideal. “Una sociedad en la que no hay disonancias ni disidencias, porque no hay un arte político en contra del régimen”, afirma Martorell.
Cuando empieza la guerra en 1939, el régimen nazi decide exportar este ideario fuera de sus fronteras y convertirse en la gran potencia cultural europea. Y una manera de demostrarlo es el coleccionismo de obras de arte. “Los nazis consideran que el hecho de ser vencedores en la guerra, y hasta 1943 extienden su influencia desde Finisterre hasta los Urales, les hace los grandes depositarios del arte europeo. El Tercer Reich demostró su voluntad de hegemonía, de dominio, a través del arte, trasladando a su país gran parte del patrimonio continental”.
A ello se emplearon de tal modo que Hitler llegó a acumular para su proyecto de Führer Museum, que pensaba ubicar en su ciudad natal de Linz unas 6.700 pinturas. “Los fondos del Museo del Prado no llegan a 8.000 obras. Es decir, sólo Hitler, en menos de una década, acumuló casi lo que nuestra principal pinacoteca en dos siglos”. Una voracidad que, más allá de los grandes ideales refleja a juicio de Martorell que “en muchos casos primó el puro afán de lucro y corrupción. Más allá de la cúpula nazi (Göring, el segundo del régimen también acumuló unas 1.300 obras), el expolio implicó a toda una serie de personajes del mundo del arte e incluso del crimen que vendían, canjeaban y se enriquecían con las obras de arte robadas o expropiadas”, recuerda. Es decir, el mundo del arte era un negocio y el expolio generó mucho dinero.
Otra cara del Holocausto
Si es cierto que estamos ante el primer saqueo organizado sistemáticamente por un Estado, con grandes cuerpos de la administración dedicados a conocer el mercado europeo para requisar obras, no lo es menos que también se estableció una red criminal amparada por el propio poder gubernamental. “Los nazis utilizaban delincuentes en varios niveles de la administración, en las tareas en las que el crimen organizado podía tener una gran experiencia. Eso ocurrió, por ejemplo, en el expolio de los países ocupados, donde organizan un mercado negro muy nutrido para la requisa de bienes y la búsqueda de botines ocultos. Y también para perseguir a los resistentes o a los judíos fugados”.
"Hitler, en menos de una década, acumuló 6.700 cuadros, acercándose a los 8.000 que el Museo del Prado ha reunido en 200 años"
Y es que, como recuerda Martorell, otro rasgo del expolio nazi es que está vinculado directamente al Holocausto. “A los judíos se les quitan todos sus bienes, no sólo empresas, comercios y viviendas, sino también, claro, las obras de arte. De hecho, el expolio está directamente vinculado a la policía racial del Reich, como se vio en el Este”, destaca el autor, “donde lo que hicieron los nazis fue llevarse todo lo que creyeron valioso y destruir todo el resto de elementos culturales susceptibles de contribuir a formar una identidad nacional propia. Por ejemplo, en la URSS quemaron y arrasaron las casas natales de Chaikovski, Tolstói, Gorki…”.
En este sentido, el autor remarca intensamente la vinculación al expolio de toda esa serie de universitarios y gente muy instruida del mundo del arte, esa clase media culta que, como exploraba Christian Ingrao en Creer y destruir (Acantilado, 2017), fue la que realmente sostuvo al régimen y “que fue capaz de disociar lo que estaban haciendo y no se reconocían como parte de una maquinaria de muerte. De eso intentaba alertar Hannah Arendt en sus trabajos. Si pensamos que los nazis eran seres diabólicos, no solamente no podemos comprender nada, sino que ese relato está absolutamente fuera de la realidad y nos arriesgamos a repetirlo”, advierte Martorell. “En realidad, los nazis eran gente terriblemente corriente, incluso vulgar, y eso hace más comprensible y a la vez más terrible todo lo ocurrido”.
España, el patrimonio devuelto
Sin embargo, en este contexto generalizado de saqueo hubo ciertos países que salieron beneficiados de formas que de otro modo se antojan impensables, por ejemplo, el nuestro. “Otro de los motores del expolio alemán fue la revancha contra Francia y en ese sentido Goebbels y su gente alentaron a italianos y españoles a reclamar las obras de arte que Francia a lo largo del siglo XIX había ido robando o comprando de contrabando de esos países”. Así regresaron a territorio español piezas como la Dama de Elche, comprada efectivamente de contrabando, una Inmaculada de Murillo robada en la Guerra de la Independencia, buena parte del Archivo de Simancas y varias obras arqueológicas que estaban en museos franceses.
"Gracias al apoyo nazi España recuperó obras en manos de Francia como la Dama de Elche, una Inmaculada de Murillo y buena parte del Archivo de Simancas"
Por su parte España, como país neutral, jugó un importante papel en los años finales de la contienda. Como explica Martorell, “el Gobierno español hizo la vista gorda frente a lo que entraba por la frontera francesa o en avión a través de la valija diplomática alemana. España es uno de los últimos países que rompe relaciones diplomáticas con el Tercer Reich, por lo que cuando los alemanes ya saben que han perdido la guerra utilizan nuestro país para sacar todo tipo de cosas”. Además, a pesar de la citada neutralidad, el régimen franquista no va a colaborar con los aliados cuando intenten localizar el patrimonio expoliado. “Todas las referencias sobre el expolio en España las tenemos a través de los servicios secretos aliados, que concluyeron que una parte del patrimonio permaneció en el país, pero la mayoría abandonó Europa en barco camino de América, donde huyeron muchos nazis”.
Una historia inconclusa
Para terminar, la guinda final de la importancia que Martorell concede a este plan de saqueo es su vigencia en el tiempo, pues sus consecuencias siguen existiendo hoy en día. “Hablamos de algo que ocurrió hace dos e incluso tres generaciones, apenas quedan supervivientes, pero los hijos y nietos todavía están esperando para recuperar ese legado de sus antepasados”. Y es que, acabada la Segunda Guerra Mundial, los aliados occidentales recopilaron en cuatro o cinco grandes puntos todo el arte expoliado y lo devolvieron a sus respectivos Estados, que comenzaron a restituirlo a las familias con cuentagotas y con condiciones a veces casi imposibles. “Se exigen, por ejemplo, certificados de propiedad. Imagínate pedirle eso a una familia judía de la que había desaparecido la mitad o tres cuartas partes de sus miembros y que había perdido su casa y sus bienes”, reflexiona el autor.
"Con el inicio dela Guerra Fría los aliados quieren dar carpetazo al nazismo porque hay un nuevo enemigo, así que todo se cierra de una manera vergonzosa"
Además, llega un momento en el que se cruza por el camino la Guerra Fría. “A partir de 1948 los aliados quieren dar carpetazo al nazismo porque hay un nuevo enemigo en el horizonte, así que todo se cierra de una manera vergonzosa. Y durante la Guerra Fría el problema se queda congelado, como muchos otros en Europa”. No sería hasta los años 90, tras la caída del Muro de Berlín, cuando el tema vuelve a salir a la luz, “pues en la Unión Soviética se conservaba buena parte de lo expoliado, que los rusos rapiñaron en su camino a Berlín a modo de represalia”. Junto a esto, las organizaciones judías empiezan a ser conscientes de que los últimos supervivientes del Holocausto están muriendo, y empiezan campañas para pedir indemnizaciones a las grandes empresas alemanas beneficiadas del trabajo esclavo.
Así llegamos hasta la actualidad, donde si bien estas reclamaciones han perdido la efervescencia y la altisonancia de los casos más conocidos de principios de siglo, como el Pissarro del Thyssen, y algunos llevados a la literatura o al cine, como La dama de oro (2015), que narra la lucha de Maria Altmann por recuperar un cuadro de Gustav Klimt. “Si uno rastrea la prensa internacional, hay de dos a cuatro noticias a la semana de casos de obras aparecidas, de pleitos en marcha, de restituciones por parte de los gobiernos. Por ejemplo, el Louvre acaba de dedicar un ala a exponer obras procedentes del expolio cuyos propietarios todavía no han aparecido”, asegura Martorell, que espera que libros como este arrojen más luz sobre una historia que no debe caer en el olvido y que, sobre todo, nunca debe volver a ocurrir.