“Tengo el teléfono a punto de estallar, estoy completamente colapsado”, explica afablemente Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), que no para de contestar llamadas desde que ayer se proclamó ganador del Premio Nacional de las Letras Españolas 2020. “Pero lo llevo con satisfacción y agradecimiento, tampoco me voy a poner quejica, que sería el colmo. Si siempre fuera por motivos como este yo encantado de la vida”, apunta, bromista, antes de asegurar que tiene la sensación de que este reconocimiento “se lo debo a mis lectores. Soy un escritor muy amparado por mis lectores, que son muy cómplices y que dan la cara. Por eso creo que la satisfacción que me produce el premio les corresponde también a ellos”.
A sus lectores y a sus amigos porque, como confiesa, “la literatura ha sido para mí un espacio de amistad. Soy un hombre con mucha suerte en este aspecto, mi vida está adornada por los amigos, literarios y en general, y la amistad es un elemento crucial, extremo, de mi vida”, asegura. “La amistad es un bien maravilloso del que he disfrutado durante toda mi vida y que ha posibilitado que jamás me haya sentido solo. Tener a quien llamar inmediatamente pase lo que pase es un privilegio y el revuelo que se causa con una noticia como esta lo pone de relieve”.
La noticia, el premio, concedido por "su singularidad heredera de una cultura oral en la que nace y de la que registra su progresiva desaparición", según el acta del jurado, es también un reconocimiento a toda una trayectoria narrativa iniciada a comienzos de los años 80 en la que el autor ha dotado de vida propia a un mundo ficticio, Celama, que al igual que Vetusta, Macondo o Castroforte del Baralla es ya patrimonio universal de sus múltiples lectores.
Pregunta. ¿Cómo nació Celama, ese escenario recurrente en sus novelas y que características pretendió darle?
Respuesta. Tuve muy pronto la necesidad de crearme una geografía imaginaria, un territorio que tenía unos relieves provinciales, innominados e indeterminados en su referencia. En ese mundo había una comarca que se llamaba Celama, que irradiaba un poco algo así como la antigüedad de las viejas culturas campesinas. Necesité crear ese mundo, pues me costaba mucho esfuerzo escribir una novela que se desarrollase en Madrid, Barcelona, León o cualquier otro sitio. Ese mundo ha ido delineándose a lo largo de mi obra, está constituido por eso que llamo yo las Ciudades de Sombra y está habitado por unos personajes especiales que tienen la identidad y la peculiaridad de unas atmósferas curiosas, un poco fantasmagóricas. Es un mundo muy de irrealidades, que me ha permitido ahondar mucho en mi propia idea de la condición humana, en el sentido que para mí tienen muchísimas cosas, mis propias visiones y simbologías.
Comprar y vender historias
P. En una ocasión nos dijo que era algo así como un viajante de comercio en su universo de ficción. ¿Cómo es internarse en él a lo largo de los años?
"No he sido alguien predestinado a valorar el patrimonio de la oralidad de forma localista, simplemente pertenecía a mi identidad de escritor"
R. Celama un mundo que se ha ido nutriendo con el paso de los años y ahí me he quedado. Por eso tal vez soy escritor de obra tan extensa, porque creo que cuando tienes un mundo como ese, donde la inmersión conlleva encuentros que tú reconviertes en historias, personajes, dramas, situaciones… parece que todo eso te está esperando allí. Es para mí una realidad paralela a la que voy, como dices, como si fuera un viajante de comercio. Entro en ese universo a gestionar intereses, a vender y a comprar historias. Llevo mis cosas de este lado, recorro aquello y de la simbiosis nacen mis novelas. Y es gratificante volver, porque sé que en él están mis historias, todas las que ya he escrito y las que me esperan.
P. Uno de los elementos que el jurado del Nacional ha reconocido es su vinculación con la literatura oral, con ese universo popular de historias y relatos. ¿De dónde nace su vocación literaria y su querencia por este universo?
R. Tengo, generacionalmente, unos fuertes contrastes de pasado presente y futuro. Viví una infancia mucho más cercana a la de un niño de la Edad Media que a la de uno de la época tecnológica, como mis nietos. Pero eso son destinos personales que seguro que en el plano literario se metamorfosean. Personalmente, no he sido alguien predestinado a valorar ese patrimonio de la oralidad de forma localista, ni siquiera antropológica. Pertenecía a mi identidad de escritor porque tal vez fui un niño fascinado por las cosas que me contaban. Viví esa realidad muy intensamente, pero también me crie en un valle donde existían huellas muy fuertes de lo que fue la Institución Libre de Enseñanza. Un valle donde podías ver pasar en mula a don Ramón Menéndez Pidal o donde en el río se estaba bañando un poeta muy querido por aquella gente como Luis Cernuda. De eso y de los grandes maestros, pues me siento deudor y heredero de casi todo lo que he podido leer, de esa mezcla de vida y literatura, ha salido mi mundo creativo.
El crepúsculo de lo rural
P. Sin embargo, en su obra destaca ese aspecto rural, de viejas tradiciones. ¿Qué significa para usted ese sustrato?
R. Pienso que en ello hay una experiencia vital y de biografía en la que yo tengo que asumir una identidad originaria que tuvo que ver con el crepúsculo de las culturas rurales. Tuve la posibilidad de vivir en directo todos los ritos de la oralidad, ese mundo de curiosidades de gente que se reunía para contar y comentar las cosas de la vida. Todo eso además en un tiempo de posguerra muy duro en el que esas reuniones a veces eran curiosos refugios de la imaginación contra la penosa realidad que se vivía. En ese aspecto, tal vez la creación de Celama como territorio literario tiene algo que ver con eso. Es un territorio de ficción que asume de manera muy premeditada las metáforas de lo que es la vertiente crepuscular de todo es imaginario popular campesino y rural.
P. En este sentido, en los últimos años ha habido un gran auge de la literatura rural, ¿Qué opina de ella y a qué cree que se debe?
"No creo que haya una España vacía sino una España liquidada sin remisión. Ese mundo rural se lo ha llevado por delante el tiempo y el progreso"
R. Partiendo de que el mundo rural al que yo me refiero es irrecuperable, creo que el auge nace del paulatino crecimiento de una conciencia ecologista y conservadora, que esta condolida por cómo muchos de los mundos de la ruralidad desaparecían y por todos los valores que se habían perdido. Pero en mi literatura no hay nada de esto de forma explícita, porque Celama es una especia de responsorio sobre la muerte de algo. A nivel literario, recientemente este interés ha funcionado alrededor de ese estupendo libro de Sergio del Molino que tiene de título una metáfora maravillosa, La España vacía. Parece que ha habido una fuerte llamada de atención hacia el campo, pero en esto yo soy más pesimista: no creo que haya una España vacía sino una España liquidada sin remisión. Ese mundo se lo ha llevado por delante el tiempo y el progreso. Todo lo que se pueda recabar ahora es totalmente honorable y tiene una aureola romántica maravillosa, pero son solo los despojos de algo que pasó y que ya no pertenece al tiempo en el que estamos.
P. Otro elemento clave en su obra es el humor. ¿Cómo lo entiende y lo utiliza? ¿Qué es para usted en la escritura y en la vida?
R. El humor existe en mi obra, de hecho, porque existe en mi carácter y en mi vida. Como la mayoría de los mortales he tenido que vivir la desgracia, a veces de forma excesiva, y el humor siempre ha sido un recurso para rebajar las cosas malas. Algo que alivia, que cura, que hace mirar las cosas con mayor paciencia y tranquilidad. Literariamente es un recurso expresivo maravilloso. Cuando encuentras en una novela un elemento humorístico que te conmueve de forma risible se produce algo luminoso. Y, además, es un elemento de lucidez. El humor nos hace más lúcidos y nos hace rebajar las imposturas, poner las cosas un poco en su sitio. Yo he derivado, por interés o por instinto, hacia una cierta literatura del absurdo, una variante que siempre me ha interesado mucho. Me he reído mucho viendo las obras de Beckett, me ha fascinado ese límite a donde uno puede llegar donde hay una ruptura o una eclosión que hace que algo sea risible.
P. Siempre ha sido tildado de escritor mágico en un mundo donde impera cada vez más el realismo, en los últimos años en forma de autoficción. ¿Cómo se defiende la ficción pura, la imaginación?
R. La imaginación se defiende por sí misma y es totalmente compatible con la realidad. No soy un escritor que ha tomado una opción contraria u opuesta a algo como el realismo, sino uno instalado en una postura que hunde sus raíces en la historia de la imaginación literaria. Siempre me gustó mucho, y ha sido como un punto de referencia, aquella frase de Borges, que tan maravilloso y fascinante era en todo, que dice que la irrealidad es la auténtica condición del arte. Esto me llena de sugerencias y me hace ver un camino, el opuesto al de la realidad y el realismo, porque también es verdad que he encontrado espacios oníricos, zonas de secretos nada visibles y de interiores oscuros.
"Estoy hastiado de la realidad. Existe, la digiero, pero cuando escribo voy a esa realidad paralela que es mi imaginación"
P. Un camino que es el opuesto a la realidad, a la actualidad, por cuya invasión dice sentirse angustiado…
R. Sí, es cierto que estoy muy hastiado de la realidad que vivo y desde luego estoy saturado de la actualidad. Existe, la digiero, tengo mis condiciones morales, ideológicas y de todo tipo, pero cuando escribo voy a esa realidad paralela. Y desde ahí puedo encadenar visiones de lo que está ocurriendo, pero metafóricamente, a través de determinadas simbologías. Es un conducto profundamente literario que ha existido siempre en la historia de la novela y de las ficciones.
De la juventud a la vejez
P. Su anterior novela, Juventud de cristal, versaba sobre esos años adolescentes, pero en la que acaba de publicar, Los ancianos siderales, hace el tránsito directo a la vejez, ¿por qué y cómo la explora? ¿Qué es para usted?
R. No es un giro premeditado, pero es así, sí. Todo tiene que ver con la edad que uno va cumpliendo. Escribí Juventud de cristal para explicar mi concepto de lo que resultaba ser joven, de las ensoñaciones y sobre todo de los disparates. Los recuerdos de mi juventud son muy disparatados y en cómo viven la juventud mis personajes hay mucha explosión disparatada, mucha radicalidad vital de los sentimientos. A esa edad, además, todo es efímero, uno tiene un enamoramiento furibundo un día y al siguiente se olvida. Esta última nace de que me he ido haciendo mayor y a veces me miro y no acabo de ver lo anciano que soy. Lo que se puede sacar de su lectura, inquietante, perturbadora, pero a la vez divertida, espero, es una alegoría de la edad como un ensueño de perdición, pues la edad es una manera de perder. Mis personajes buscan un más allá, pero no de trascendencia religiosa, no van por ahí, sino un más allá de salvación. Un decir: bueno, esta edad termina en una quimera y vamos a hacer una conexión para que unos extraterrestres nos saquen de aquí y se acabe creando un nuevo Arca de Noé en la que surquemos en lugar de los mares los infinitos cielos de las estratosferas. Una vana pretensión, pero que nutre cierto sentido de la vejez como acabamiento, emboscamiento, y también como sustrato quimérico y quijotesco.