Como escritor prolífico que no decae nunca del alto mérito literario Luis Mateo Díez (1942) publica Juventud de cristal, ambientada en su universo literario de la provincia, con muchas semejanzas con las anteriores y también con alguna diferencia. Todas están localizadas en sus Ciudades de Sombra, diseminadas por esa provincia del noroeste cuya capital es Ordial, bañadas por los ríos Margo y Nega, con el mítico territorio de Celama en el suroeste. En ellas se desarrolla una vida precaria en monótona reiteración de hábitos con carencias propias de la posguera y el común denominador de la fragilidad humana en el entramado de sus historias, a menudo alteradas por el extravío de personajes pirados a los que se les incendia la cabeza en su deriva surrealista.
Así se han sucedido, entre las últimas, El hijo de las cosas (2018), la más surrealista; La soledad de los perdidos (2014), la más pesimista; Vicisitudes (2017), la más audaz en su reto de hibridación genérica entre novela y cuento, y Juventud de cristal, la más melancólica, con equilibrada conjunción de pesimismo, ironía, humor y surrealismo, en la privilegiada senda del autor por el expresionismo.
Este original mundo literario dio antes del verano sazonados frutos en Gente que conocí en los sueños (2019), cuatro narraciones breves que se adentran en lo real y lo fantástico, sin perder pie en la existencia consuetudinaria de sus Ciudades de Sombra, recordando elementos simbólicos de Fantasmas de invierno (2004) en Los círculos de la clausura, el mundo quimérico de Celama en Los muertos escondidos y las travesuras del demonio en varias novelas del autor y renovadas aquí en Las amistades del diablo, que son las tres mejores.
Luis Mateo Díez demuestra en esta espléndida novela su prodigiosa capacidad para imaginar historias
La exploración del autor en la búsqueda de vidas y aventuras “a la vuelta de la esquina” perdura en Juventud de cristal, con la novedad de su narración en primera persona por una mujer, Mina, que recuerda momentos, episodios y personajes de sus años mozos apoyándose en lo que había anotado en unos cuadernos juveniles. La Ciudad de Sombra es Armenta (con referencias a Borela, Borenes, Ordial y Celama, entre otras), a orillas del Margo, en cuyas aguas Mina lleva cuenta de muchos suicidas sin que ninguno haya muerto. En su soledad proyectada en ayudar a los demás la narración de Mina da cuenta de aquel tiempo de existencias inestables, con personajes que encarnan la precariedad humana en sus ansias y necesidades, en sus encuentros y desencuentros, sus amores y extravagancias, en sus travesuras de jóvenes pirados, en sus cartas anónimas nunca enviadas, en sus sueños y desapariciones y en tantas contrariedades que no hallan paliativo ni consuelo en fotogramas de películas vistas y vividas ni en ninguna otra ficción que aliente sus esperanzas.
El motivo recurrente que anuda la narración de Mina se destaca ya al comienzo de la novela. Tan extravagante situación, reiterada en varios capítulos, adelanta y salpica el disparatado mundo de Armenta, con novios y novias que se la pegan con el primero que pueden, por ejemplo, con un aspirante a veterinario que llega desde Celama perseguido por una liebre, con cates mal llevados en el colegio, suicidios que no se cumplen y otras flaquezas humanas a las que el autor da vida en una espléndida novela en cuyas páginas sigue demostrando su prodigiosa capacidad para imaginar historias y crear situaciones y personajes que las encarnen.