Boldini y la pintura española a finales del siglo XIX. Fundación Mapfre
Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Comisarias: Francesca Dini y Leyre Bozal Chamorro. Hasta el 12 de enero
Interesantísima exposición esta de Giovanni Boldini (Ferrara, 1842 - París, 1931), en la que entré pensando que luego iba a ametrallar desde el teclado a un pintor decadente y de la que salí trastornado por sus capacidades expresivas. Bien es verdad que malgastadas a partir de un momento en tópicos y piruetas compositivas, pero aún así asombrosas en los retratos de quienes no eran tan ricos ni de quienes no eran tan coquetas. En la propia vida de Boldini se cruzaron juicios contrapuestos, porque mientras gozaba como pocos del aprecio del público y era requerido por la jet set de la época, la crítica le acusaba, cuando menos, de hacer “cuadros ñoños de tanto querer hacerlos primorosos”. Y cuando se ensañaba, de cuadros resultado “del abuso de la mano, enfermedad endémica en Italia, el chic; un cuadro todo comas y acentos donde los brillos del satén destruyen las formas esenciales del cuerpo”. Eso es lo que escribió en 1878 Diego Martelli, crítico de arte defensor de los impresionistas y mecenas de los macchiaioli (que eran su versión italiana). En resumidas cuentas, como la historia, y también la del arte, la escriben los vencedores y vencieron los impresionistas, Boldini ha quedado en el arcén del canon, pero es que ni siquiera el juicio sumario de la vanguardia podía borrarlo del mapa.
Interesantísima exposición esta de Boldini por sus capacidades expresivas y sus asombrosos retratos
No es la primera vez que la Fundación Mapfre acomete la exposición de algún episodio disidente de la ortodoxia moderna. Por ejemplo, en 2015, El canto del cisne. Pinturas académicas del Salón de París, nos ofreció la posibilidad de ver obras de los últimos defensores de la idea de que el cuadro debía funcionar como una ventana de cristal limpísimo, que asomaba a un mundo de ideales éticos y estéticos. Pero mientras que los pintores académicos, Cabanel, Bouguereau, Jean-Léon Gérôme pulían sus desnudos inmaculados en escenarios fabulosos, con hiperrealismo onírico, Boldini retrataba a señoras y caballeros de la alta sociedad, vestidos –y ellas revestidas– de sus mejores galas. Y también mientras del otro lado sus coetáneos Degas y Toulouse-Lautrec pintaban planchadoras y coristas, él retrataba al dandi de Robert de Montesquiou (en quien se inspira el barón de Charlus de En busca del tiempo perdido proustiano) o a la heredera de la fortuna Vanderbilt. Y creo que, en definitiva, ese compromiso social, esos compromisos sociales, nos privaron de un pintor mejor, aunque éste sea tan divertido. Su falta de sinceridad respecto de su tiempo es lo que, en definitiva, y más que cuestiones meramente estilísticas, nos impiden calificarle de artista moderno.
Pero repito, son divertidos sus retratos femeninos, su especialidad, en los que asombrados vemos cómo un rostro de naricilla afilada y labios entreabiertos, remata un cuerpo embutido en un traje que es puro expresionismo abstracto. Bien es verdad que ganó esa libertad con los años, al borde ya del siglo XX. Mucho antes, sin embargo, había pintado retratos extraordinarios, como el del pintor Beppe Abbati (1865), el de la condesa Carlotta Aloisi Papudoff (1869) o el de Giuseppe Verdi (1886). Tres obras maestras. Y es divertida la naturaleza convertida en jardín. Y lo es la vista pintada con gran angular de la Place Clichy (1874), poblada minuciosamente de transeúntes.
La trayectoria de Boldini arranca durante su estancia en Florencia (1864 -1870), integrado en el grupo de los ya mencionados macchiaioli, que trataban de acercarse a la realidad con una pintura de pincelada breve y carácter expresivo. También acusa ya la influencia decorativa y preciosista de Fortuny, por entonces un pintor de extraordinario prestigio. La etapa parisina (1871-1879) está marcada por su dedicación a la pintura de género: fragmentos de la vida urbana protagonizados por una joven modelo que posaba entre la sensualidad y el recato. O escenas exóticas, en las que “lo español” forma parte de ese exotismo. A partir de esas fechas, Boldini enfilará su carrera de retratista mundano, tratando al igual que algunos de sus conocidos –Singer Sargent o Sorolla– de renovar el género. En 1897 viajó a Nueva York, donde la opinión pública le considera el maestro indiscutible del retrato europeo. De entonces data el sorprendente retrato de Whistler, en el que el célebre pintor comparece como un Mefistófeles elegante y amanerado. Sus últimos cuadros son casi periodísticos, con rasgos a veces caricaturescos y siempre atentos a los detalles de moda. Curiosamente, su estrella se fue apagando poco después de la Gran Guerra (1914-1919), cuando la Belle Époque y los siguientes “felices años veinte” desembocaron en la crisis de la década de 1930.
Pero la exposición de Boldini se completa con una perspectiva ciertamente interesante, como es su conexión con la pintura española de la época. Zamacois, Raimundo de Madrazo, el mismo Fortuny se habían instalado en París y compartieron con Boldini la renovación de su lenguaje. Otros, como Sorolla, Ramón Casas y Zuloaga, exploraron el retrato elegante con una sobriedad y entereza que les separan del italiano. Pero a través de todos ellos vemos trasparentarse ese fin de siècle que fue más bien el fin de un mundo. Quizá por eso estos cuadros nos parecen tan ajenos.