El renombre de un artista no siempre lleva consigo un buen saber sobre su obra. Al contemporáneo añoso de Pablo Picasso con mayor popularidad entre los pintores españoles, Ignacio Zuloaga (Eibar, 1870 - Madrid, 1945), le hacía falta una exposición bien elaborada sobre el conjunto de su trayectoria que permitiera saber de él más y mejor. El Museo de Bellas Artes de Bilbao hizo propio el desafío y ha bordado el trabajo con una retrospectiva que marca sin lugar a dudas un antes y un después en el conocimiento del artista. La muestra aporta mucho saber, eso sí, hasta donde se deja conocer un artista oculto de sí mismo. Porque en el dotado Zuloaga pintor hubo también un ser cuyo trabajo artístico estuvo sometido a cambios de atención tan extravagantes como los que se producen entre sus retratos de la bohemia (Erik Satie, Émile Bernard, Pablo Uranga) y los de militares victoriosos en 1939 (Francisco Franco, José Millán-Astray, José María Huarte).
Por si eso fuera poco, también su obra nos invita a acompasar a un bardo de la humanidad aldeana con el artista estelar que hace del retrato mundano tarea frecuente. El pintor que nos regala cuadros tan reconocidos como reconocibles masticó la fama con una voracidad de las que descompone el estómago y nos hace desconcertante su mirada. Pero toda esa complejidad hay que saber mostrarla, incluso desnudarla, para dar paso a un mejor entendimiento. Y así han hecho los comisarios con una exposición formidable, repleta de obras desconocidas (el Retrato de Erik Satie de 1893, entre muchísimos otros) y pensada para desplegar al completo la biografía artística de un famoso incógnito y ordenar su desorden.
Un esfuerzo clarificador informa la retrospectiva de principio a fin. Por ejemplo, el famoso Retrato de la condesa de Noailles, que es propiedad del museo bilbaíno, aparece en esta exposición donde le corresponde y nunca se lo sitúa, con los cuadros de su género, el retrato mundano, en cuyo contexto evidencia mejor que nunca su carácter excepcional e invita al visitante a alzar sus percepciones hasta hipótesis sobre el sentido de un cuadro misterioso. Lo querríamos ver en una próxima ocasión junto a quien Anglada Camarasa también retrató recostada en el mismo 1913, Sonia Klamery, y en contraste con otra esfinge moderna, La cupletista de Gutiérrez Solana. Logra el orden dado sugerir desórdenes; de modo que bienvenido sea.
La retrospectiva nos conduce en progresión cronológica y temática por la obra del artista vasco con cuadros una y otra vez sorprendentes. Pronto nos topamos con los tipos humanos de Segovia, que fueron los primeros en exigir monumentalidad a su pintura, llegado el año 1898. Y vemos los dos prodigiosos metros del lienzo Retrato del poeta don Miguel, retal de un páramo castellano donde un hombre envuelto en una capa ajada empuña callado unos papeles con sus versos como si fueran la bengala de un general. Entraba la pintura del hasta entonces muy cosmopolita Zuloaga en una dimensión significada por el arraigo en la España rural. Ni los atractivos pintoresquistas ni los etnográficos lo empujan a ella, lo mueve un interés que intuye en la ruda vida de Castilla el suelo escénico y los habitantes de un teatro cultural al que parecerse, con decorados de El Greco, personajes de Carreño y guiones cervantinos. Se propone vislumbrar en un espacio desheredado el modelo de su propia tragedia. Mujeres de Sepúlveda, un lienzo monumental de 1909, llegado desde el ayuntamiento de Irún, convierte a tres figuras abrigadas con gruesos paños en el coro trágico que escolta al único héroe en escena: Sepúlveda.
Las luces mortecinas, de tormenta, de tarde avanzada en Castilla, las que en sus cuadros parisinos visitan la vidriosa “hora verde”, la del consumo de absenta, ambientan una y otra vez las pinturas de Zuloaga. La tonalidad de una hora paralizada, sin un ya, previa a la tormenta, previa a lo probable que se anuncia, retiene la acción en sus cuadros, y muy elocuentemente los de tema y los paisajes. Esa vida retenida, recogida en asuntos como los tratos de la prostitución, las diligencias paradas en la plaza del pueblo, la incierta naturaleza y las escenas de vísperas de fiestas, marcan los cuadros con el sello de la experiencia insatisfecha. Un alma triste se monumentaliza para los españoles en los cuadros de Zuloaga. Parecen compensarla las sonrisas de las “Cándidas”, los retratos de las hijas de su tío Daniel, que componen un género propio en torno a 1906. Demasiado obligadas, con todo, se dibujan esas sonrisas. Y los ojos cansados de esas jóvenes solo transmiten pasiones irresueltas. En la historia de la pintura les siguen fuera de España los órganos enrojecidos de las figuras desnudas que Egon Schiele pintó poco más tarde. La parálisis nunca fue buena consejera del alma.