La danza de los náufragos
El Museo Nacional de Escultura de Valladolid saca de sus almacenes piezas olvidadas en una atractiva y novedosa exposición
8 julio, 2019 01:26Almacén. El lugar de los invisibles.
Museo Nacional de Escultura. Cadenas de San Gregorio 1 y 2. Valladolid. Comisaria: María Bolaños. Hasta el 17 de noviembre
La visita a los almacenes es un clásico del Día de los Museos. En ellos se explican las labores de conservación y se dan a conocer las verdaderas dimensiones de las colecciones. En los últimos años, además, diversos museos han confiado a artistas o escritores reinterpretaciones de los fondos abriéndoles los almacenes, de los que han hecho buen uso. En 2017, Francesc Torres comisarió en el Museo Nacional de Arte de Cataluña La caja entrópica (El museo de objetos perdidos), una gran instalación que desempolvaba un conjunto de piezas en muchos casos desconocidas y sorprendentes; antes, en 2010, Juan Luis Moraza y Rosa Barba nos propusieron respectivamente, en el Museo Reina Sofía, El retorno de lo imaginario. Realismos entre XIX y XXI y Una conferencia comisariada. En la actualidad, el Museo de Bellas Artes de Bilbao ha dado un paso más al confiar a Kirmen Uribe la ordenación de toda la colección permanente con un criterio multi-temático y le ha salido bastante bien: en orden alfabético, cada una de las salas desarrolla una palabra, recuperando en buena parte obras almacenadas y poco vistas.
En realidad, no se trata tanto de hacer justicia a esas piezas olvidadas como de ofrecer un relato expositivo atractivo y novedoso. Objetivo que sin duda cumple también, y con nota, Almacén. El lugar de los invisibles. Los puristas no deberían tirarse de los pelos: no está reñido que el museo sea riguroso centro de investigación y conservación con estos ensayos creativos que abren otras perspectivas. Es verdad que apenas hemos tenido exposiciones de tesis o monográficas de escultura española antigua –atención a la actual de Pedro de Mena en el Palacio Episcopal de Málaga–, que quedan muchos artistas y obras por estudiar y poner en valor en este ámbito historiográfico y que el Museo Nacional de Escultura debería liderar esa tarea. Eso, si tuviera presupuesto para hacerlo. Pero, aun en ese contexto carencial, este experimento no debería ser desdeñado pues es mucho más que una escenografía para trastear con los fondos.
No se trata tanto de hacer justicia a las piezas olvidadas como de ofrecer un relato expositivo atractivo y novedoso
María Bolaños, directora del museo y comisaria de la exposición, ha establecido una serie de conceptos estructuradores que, a la vez que facilitan los juegos instalativos, tienen su importancia para la mejor comprensión de una forma de arte –la escultura devocional en madera policromada– que a muchos puede resultar lejana e incluso ardua. La estrategia que ha utilizado es, básicamente, espacial: son la acumulación, la distribución y/o la posición de las piezas escogidas las que posibilitan la nueva lectura. El conjunto gana peso en detrimento de las obras individuales, cuyos autores, cuando son conocidos –hay mucho anónimo– solo se especifican en una hoja de sala que se obtiene a la entrada. No es tan grave: las esculturas más valiosas de la colección están ya a la vista en la exposición permanente del Colegio de San Gregorio y, aunque se han sacado del almacén obras más que dignas y algunas de gran calidad, la mayoría no sufre a causa de las aglomeraciones y de la ausencia de jerarquía. Por el contrario, el calculado montaje permite asociaciones y comparaciones poco frecuentes en los museos.
Además, y esto es quizá más relevante, hace referencia a las relaciones hoy heterodoxas que históricamente han existido en entornos sacros o museísticos. De un lado, en las iglesias y conventos las tallas y los cuadros "se exhiben" sin tener en cuenta épocas o estilos, con ubicaciones determinadas por las funciones litúrgicas y los requerimientos ornamentales… y, en tiempos pre-turísticos, sin cartelas. De otro, los museos fueron, antes de que se impusieran los mandamientos racionalistas –entorno neutro, espacio libre alrededor de las piezas para su contemplación, orden histórico–, almacenes visitables (o no) en los que todo o casi todo estaba a la vista, siendo el aprovechamiento del espacio uno de los factores clave en su disposición. Cada obra debía competir, podríamos decir, para hacerse apreciar. Y eso ocurre también en esta exposición. Pero, sobre todo, la presentación de estos "invisibles" alude a la propia dinámica espacial del almacén, donde no hay discurso histórico-artístico y donde todas las obras son hermanadas.
Bolaños ha querido que la exposición tuviera resonancias coreográficas y musicales, por lo que buena parte de los nueve capítulos llevan títulos relativos a ese otro lenguaje que forma también parte de la liturgia cristiana. Las piezas funcionan como notas que componen un oratorio a ratos lírico y por momentos estridente en el que la tensión dramática no decae. El montaje, que hace un guiño a la procedencia de las obras, el almacén, al utilizar como soportes y elementos de separación algo parecido a las cajas y los estantes que podríamos encontrar allí, y que saca buen provecho a una efectista iluminación, nos obliga a ensayar modalidades de atención que son más propias del arte contemporáneo. En "Contrapunto", las esculturas yacentes son sobrevoladas por ángeles que perdieron el rumbo –y alguno también las alas–; en "Reversos" las figuras de bulto descubren las bastas oquedades que revelan su alma arbórea, y los retablos y relieves confiesan su condición de hijos de carpintero; en "Variaciones sobre un tema" decenas de crucificados planean en las paredes, estáticos, negando la existencia de un dios único con la cabeza vuelta (curioso) a un mismo lado. Los "Solistas" parecen de diferentes especies o planetas –de una Santa Clara prima de los gigantes a una robótica virgen de vestir, austera, afeitada y doliente cual Juana de Arco (de Dreyer)– mientras que la "Coral" hace pensar en una rave de incombustibles danzantes. "Estructuras" y "Fragmentos" nos recuerdan que el museo es, como dice Bolaños, un refugio de náufragos que llegaron en sus quebrantadas naves con sus despedazados cadáveres que también hay que almacenar, a la espera de un improbable reflotamiento o una provisional resurrección. Ésta, por ejemplo.