Ángel Bados y Txomin Badiola, una manera de estar en la escultura
Empezaron a darse a conocer en un momento en el que la escultura vasca estaba en plena ebullición. La enseñanza y una concepción libérrima de la misma acabaron por sellar su amistad para siempre
“Había oído hablar de un escultor de Pamplona bastante especial y conocía alguna cosa suya en fotografía que me sorprendió”. Así recuerda Txomin Badiola (Bilbao, 1957) su primer contacto con Ángel Bados (Olazagutía, 1945) poco antes de su incorporación a la Facultad de Bellas de Bilbao en 1984. “Me presenté para hablar con el vicedecano y en la espera apareció un joven con aspecto de intelectual y un pelín rockero, que al poco rato me recibió en su despacho. Y esa conversación selló nuestra amistad”, explica Bados. Eso les llevó también a compartir el mismo edificio donde estaban los estudios de Uribitarte junto a Pello Irazu, María Luisa Fernández y Juan Luis Moraza. La escultura vasca estaba en plena efervescencia mientras el trato de dos de sus máximos representantes se hizo habitual. Más que eso. Desde entonces colaboran en cuestiones que van de las cotidianas a otras de mayor envergadura, como la participación que tuvo Bados junto a otros artistas en la exposición Otro Family Plot (2016) de Txomin Badiola en el Palacio de Velázquez de Madrid.
PREGUNTA. Es precisamente la enseñanza una de las cosas que les ha unido a lo largo de estos años. Primero en la Facultad y luego en los talleres de Arteleku, cantera formal y conceptual de toda una nueva generación de artistas vascos. ¿Cómo entienden la enseñanza del arte?
ÁNGEL BADOS. Descansé de la Facultad en 1989 con la intención de dedicarme por completo a la escultura, y fue entonces cuando impartí un primer curso en Arteleku; luego di otro, creo que en el 91 o 92. La experiencia fue muy buena pero pensé que no podría repetirlo. No sé cómo le comenté a Txomin -que vivía entonces en Nueva York- que solo volvería a Arteleku si dábamos un taller juntos. Aceptó y ahí comenzó nuestra aventura. En su inicio Arteleku funcionaba con arreglo a la recuperación disciplinar abierta en los 80, el taller de madera, los textiles, etc., pero mi manera de proceder “uno a uno” con los alumnos alteró los hábitos y al llegar los dos en 1994 el cambio fue ya definitivo.
TXOMIN BADIOLA. Además de esos cambios en el manejo no disciplinar de los medios expresivos y en el tipo de relaciones entre directores y participantes, el taller que dimos juntos se caracterizó por la introducción de una serie de contenidos del debate artístico internacional de aquellos años. Me refiero al psicoanálisis lacaniano y su relación con el debate cultural, la deconstrucción, el feminismo. Pero lo particular de su implementación no tuvo que ver con el debate teórico en sí, sino más bien con aquellos aspectos que lo vinculaban a una práctica. Los contenidos que manejábamos entonces no eran necesariamente del arte en el sentido de referentes artísticos, ni tampoco propiamente filosóficos, sino que eran contenidos que se dirigían al núcleo de la construcción de la subjetividad en lo social a partir de manipulaciones que podríamos llamar estéticas, de imagen y de forma.
P. ¿Cuál creen que fue el germen para que de este laboratorio, de este taller de ideas que fueron los estudios de Uribitarte, surgiera el grupo que sentó las bases de lo que se llamó Nueva Escultura Vasca?
T.B. Lo que sucedió en aquellos talleres de Uribitarte, en la Facultad y en la vida cotidiana de aquellos años 80, lo considero definitivo en mi formación como artista. Fue una creación colectiva a partir de unas idiosincrasias artísticas muy diferentes. Tengo un especial cariño a las obras que realizamos todos en aquellos años, creo que mantienen buena parte de la vitalidad de la que surgieron. Es algo que se veía en las retrospectivas de María Luisa cuyo cuerpo central eran trabajos de esta época, o en la de Pello del Museo Guggenheim, donde formaban un núcleo importante.
Á.B. Yo tenía la sensación de que las piezas que estábamos haciendo serían difícilmente repetibles. En aquellos años compartimos lo mejor de nosotros mismos tanto como nuestras carencias. El hecho de conocernos recién llegado de Pamplona fue un regalo inesperado, y tuvo algo de proyecto vital nada programado, de epifanía... aun sabiendo que no podía durar eternamente y que, tarde o temprano, cada uno tendría que habilitar su propia vía.
P. ¿Sienten la pertenencia a ese grupo o ha llegado a pesarles la etiqueta?
"Más que de matar al padre, se trataba de procrear al padre, de hacer un Oteiza a nuestra medida". Txomin Badiola
T.B. Es verdad que la denominación de aquello como Nueva Escultura Vasca llegó a ser una losa. Cuando los hechos de vida tienen nombre alcanzan una potencia que sobrepasa su existencia real. Esto se ve en la exposición Después del 68, sobre arte vasco del Museo de Bellas Artes de Bilbao; tanto en el caso de Ángel como en el mío, casi 40 años de trayectoria están representados por algo que por su pertenencia a ese momento eclipsa todo lo demás. Es como si no hubiera vida “histórica” para nosotros más allá de la Nueva Escultura Vasca. Lo cual es una falsificación de la historia ya que si no hubiésemos tenido carreras artísticas extendidas después, aquel momento no dejaría de ser una anécdota, con cierta importancia para los que participamos en él pero sin la relevancia social que ahora mismo se le otorga.
Á.B. Me considero un poquito torpe para lo público y a cambio tengo cierta habilidad para eludir la pertenencia a grupo alguno, así que nunca he sentido la adscripción a la etiqueta Nueva Escultura Vasca, entre otras razones porque, efectivamente, semejante clasificación la impuso el sistema del arte, con el agravante de que el final de Uribitarte fue en paralelo a las primeras exigencias de la industria cultural en los 80. No obstante, como Txomin, reconozco que lo mucho o poco que he conseguido hacer después responde en gran medida a lo conformado en aquellos años.
P. A pesar del paréntesis, Bados volvió a la facultad, ¿sentía que era su hábitat natural, que transmitir conocimiento era lo suyo?
Á.B. El intento de dedicación completa a la escultura no funcionó. No producía más que cuando daba clase, lo cual me advertía de que los problemas nada tenían que ver con la dedicación sino más bien con mi propio síntoma. Siempre me he encontrado bien en la enseñanza porque la experiencia era positiva para los alumnos tanto como para mí, y creo que la cosa funcionó porque nuestras actuaciones provienen de la fe en el arte. No sé qué pensará Txomin.
T.B. Cuando dejé la Facultad de Bellas Artes decidí no volver nunca a dar clases, al menos de manera reglada. Aquellos primeros años de profesor en la Facultad (1982-1988), fueron de mucho desgaste. Es cierto todo lo que dice Ángel, pero hay que contar con que de por medio está la Institución. La antigua Escuela de Bellas Artes estaba convirtiéndose en una institución universitaria y recuerdo que ya entones todos éramos tímidamente resistentes a aquel cambio que se estaba produciendo de una manera tan acrítica como inexorable.
P. ¿En qué creen que falla la enseñanza universitaria en relación con el arte?
Á.B. Yo me formé en la academia neoclásica donde el fundamento rector era la representación, que ya había saltado por los aires. Lo institucional siempre ha ido tarde y mal. Esa manera de entender la dimensión pública y hasta política de una Escuela de Arte es un objetivo más de Txomin que mío. Nunca entiendo mi papel en lo público, por eso todo lo que pasaba en mi propia Facultad -alterada ya de forma fatal con Bolonia- diría que nunca me ha afectado considerablemente.
T.B. Más bien has hecho como que no te afectaba, pero la realidad es que adelantaste tu jubilación porque no podías más con esa estructura que niega al artista.
Á.B. Eso fue al final. Hasta entonces supe actuar al margen para eludir el protocolo académico. No ponía exámenes ni ejercicios, había alumnos que asistían sin estar matriculados, y matriculados que si no querían trabajar eran aprobados. Podrían haberme sancionado pero nadie lo hizo. Si lo dejé fue porque la burocratización y el simulacro de las evaluaciones y másteres promovidos por Bolonia estaban matando la enseñanza del arte. Y ya no tiene remedio.
T.B. Visto con los años, pienso que la integración en la estructura universitaria fue un error y que nuestras dudas de entonces tenían base. Hay muchos países donde la enseñanza del arte no está dentro de la universidad y eso le confiere cierta autonomía o por lo menos la libera de las restricciones burocráticas agudizadas desde Bolonia. Entiendo que para ejercer como artista no es necesario ningún título y el contacto con artistas puede ser propiciado en otro tipo de institución, y para las diferentes especialidades más profesionalizadas desde restauración, a audiovisuales, diseño, etc., deberían potenciarse escuelas de formación profesional.
"Dejé la universidad porque la burocratización promovida por Bolonia estaba matando laenseñanza del arte". Ángel Bados
Á.B. Por eso los cursos de Arteleku fueron importantísimos para ambos, ya que allí tuvimos la oportunidad de actuar con total libertad, pero sin excusas de ningún tipo.
P. ¿Qué fue lo que les condujo irremediablemente a la escultura?
T.B. Es curioso pensar cómo el grupo de artistas que trabajábamos en Bilbao en aquellos estudios de Uribitarte acabamos todos autoidentificándonos como escultores. En realidad, Ángel era el único que había tenido una formación escultórica. El resto procedíamos de la pintura y de ahí nos habíamos decantado por propuestas más objetuales, conceptuales o minimalistas. En aquellos finales de los años 70 la escultura era algo a cuestionar, y más en el caso vasco donde el tapón generacional que suponían Oteiza, Chillida y el resto era importante.
Á.B. Cada uno tendrá su explicación pero, sí, todos nos “hicimos” escultores. Pudo suceder que la pasión por la obra y la escritura de Oteiza interviniera como ligazón. En cualquier caso, todavía me veo como cuando de niño jugaba con todo tipo de objetos y materiales. Recuerdo que en nuestras primeras conversaciones Txomin hablaba también de aquellos “inventos” suyos de la pintura...
P. Realmente, el peso de los maestros de la escultura vasca debía de ser inmenso. ¿Qué hay de ellos en sus trabajos, sobre todo de Oteiza, del que tanto han bebido ambos? ¿Qué otras referencias o huellas encontramos en sus obras?
T.B. A mí lo primero que me atrajo de él fue el personaje y sus textos, ya que su escultura era prácticamente inaccesible. Lo que realmente me condujo a Oteiza fue el trabajo de los minimalistas, de Morris, de Judd, de Serra. Mi primera lectura de Oteiza fue descontextualizadora respecto del fenómeno de la escultura de Escuela Vasca. Era en cierto modo una “mala interpretación” en el sentido de Harold Bloom, una recontextualización que desnaturalizaba su escultura respecto de las condiciones que la vieron nacer. Era por lo tanto una pequeña traición, pero que, al mismo tiempo, le daba un nuevo impulso. Siempre que se habla de Oteiza en relación a nosotros y sobre la necesidad de matar al padre yo siempre he pensado que el proceso es más perverso y no tan simplón. En realidad de lo que se trataba era de procrear al padre, de algún modo hacer un Oteiza a nuestra medida. Todo ello en términos metafóricos ya que Oteiza como individuo era irreductible y de hecho si nuestra relación fue fructífera es porque fue tensa y nunca complaciente. Pero insisto que ello fue posible porque nuestras referencias iniciales eran muy poco locales, en el caso de Ángel, aportó al contexto una mayor atención hacia artistas como Beuys, los povera, y metodológicamente a través del uso de las instalaciones, todo ello en un movimiento extraño que acabó conduciendo a la escultura.
Á.B. Mis instalaciones son de principios de los 70. Al conocer a Txomin, a Pello Irazu, Juan Luis Moraza y María Luisa Fernández, retomé la escultura justo cuando estaban volviéndose a poner de moda las instalaciones. Recuerdo que me encargaron dos para dos instituciones (Fundación ”la Caixa” y Museo de Navarra) que acepté, pero sufrí tanto que prometí no volver a hacerlo. Me di cuenta de que ya no tenía nada de medio alternativo, y además no soportaba la exigencia de eficacia que se comenzaba a aplicar al artista. Eran aquellas unas instalaciones proyectadas para ser ejecutadas materialmente y allí, todo lo que tiene de aventura el hacer, lo procesual, el poner unas cosas con otras manteniéndose en el gozne de la falla estructural, se iba al garete. Eso me condujo en cuerpo y alma a la cuestión de la escultura.
T.B. Y, en tu caso, de ahí a Oteiza.
Á.B. Cuando estudiaba en Madrid un amigo de Pamplona me pasó el Quousque Tandem! Y fue una revelación porque allí reconocía la manera que tenía de niño de enfrentarme a la naturaleza, al paisaje, yo creo que al mundo. Y, como dice Txomin, lo poco que se podía conocer de su escultura era Aránzazu y algo en alguna galería en Madrid. Yo creo que lo que verdaderamente me tocó fue el modo ejemplar de Oteiza de aunar pensamiento y obra como si de un solo acto poético se tratara, lo que inconscientemente me ayudó a regular la manera de estar en el arte... Y quiero pensar que también alimentó nuestros sueños de Uribitarte. Además, se me ocurre ahora, junto a Pello Irazu todas nuestras conversaciones lo son en tanto que escultores.
T.B. Fueron nuestras experiencias previas las que nos juntaron y Oteiza cayó allí en medio como problema con una serie de preguntas que atañían a la constitución del objeto estético del cual no es desdeñable en absoluto el problema formal.
P. El formalismo que definió sus trabajos en los 80 se veía en aquel momento como algo negativo, como una crítica que ustedes subvirtieron de algún modo, en el caso de Badiola hasta llegar a la “mala forma”. ¿En qué ha derivado la forma en estos 20 años? ¿Creen que ha pasado a un segundo plano?
T.B. En los años 80 el formalismo fue considerado una especie de “vicio vasco”. Era como si por influencia del ambiente hubiéramos adquirido un mal hábito. La confusión inicial se debió a que en cierto modo nosotros adoptamos el formalismo como problema. En esos términos, el formalismo es algo mucho más interesante que la visión greembergiana: un arte basado en la idea de la buena forma, en la belleza y en la reducción de las artes a sus elementos diferenciales, la pintura-pintura, la escultura-escultura, en la brecha infranqueable entre alta y baja cultura, etc. Para mí, el formalismo tiene más que ver con la consciencia de que en todo fenómeno artístico hay algo que se interpone entre el autor y el destinatario, algo que por definición posibilita y a la vez entorpece lo que sería un mero consumo comunicativo, algo que se resiste y quiere hacerse valer haciendo extraño lo cotidiano, sorprendente lo familiar. Ese algo es la forma. Y según mi concepción, en arte es siempre una mala forma, una forma que falla, que se desborda o es desbordada, que se mantiene abierta e inconclusa ante lo que sucede alrededor y, a partir de ahí, en los casos más exitosos, consigue sobrevivir a las condiciones que la vieron nacer.
Á.B. Suelo comentar que “accedí” a la idea de estructura al conocer a Txomin, en su manera de trabajar y de dialogar. Yo creía que el arte era representación de una idea o de un tema, y que si la cosa no salía era por falta de habilidad para ello. Al conocerle, supe que no era una cuestión de representación sino de estructura, es decir, de autonomía del artefacto respecto de las intenciones del autor. Pero, como bien dice él, el anhelo de sentido es una ilusión imaginaria que por mucho que duela está abocada a fallar estructuralmente, tal vez porque la intención de significación la carga el deseo, por eso las obras se concluyen al límite de la satisfacción.
"La instalación ya no tenía nada de alternativo, y no soportaba la exigencia de eficacia que se aplicaba al artista". Ángel Bados
P. Por otro lado, fueron unos años muy duros en el País Vaco. Era complicado estar, crear en el contexto vasco y mantenerse al margen, pero ustedes evitaron en sus obras la representación de la violencia. ¿Fue una posición consciente?
T.B. Para cuando se empezó a hablar de la Nueva Escultura Vasca creo que ya se había producido un movimiento inconsciente de alejamiento de una realidad vasca hipersignificada políticamente, en la que cada gesto era medido de acuerdo a un único paradigma y con la que resultaba especialmente complicado trabajar. Con anterioridad, hubo intentos de vincular ambas realidades, como cuando desde el grupo de la asociación de artistas vascos realizamos acciones claramente “políticas”, como el “secuestro” de la escultura de Oteiza del Museo de Bilbao. Para mí aquello era igual de confuso; no estaba tan claro si se trataba de una auténtica politización de la estética o una de las versiones de la política estetizada por usar la expresión de Benjamin. La realidad es que, al menos en mi caso, incluso dentro de la Nueva Escultura Vasca, nunca renuncié del todo a una vertiente “política” de lo que hacía, pero entendida en términos más posmodernos como política del significante. Es decir que si la realidad se configura como un juego de lenguajes, la determinación de esos juegos a través de las prácticas artísticas podría llegar a tener un impacto político sin que apareciera figurativa o temáticamente como político.
Á.B. La torpeza para lo político no hace que me desentienda del devenir del mundo. A veces olvido que los títulos de las instalaciones primeras o de las exposiciones de ahora aluden a la misma realidad, como no podía ser de otro modo, que a la tuya; sin embargo, cuando conocí a este grupo de artistas no podía entender algunos de sus comportamientos político-culturales. No es que estuviera a favor o en contra, es que no pasaban por mí. Probablemente porque el arte lo he utilizado como herramienta para no perderme, para no sucumbir frente al mundo o frente a la realidad, con la que siempre he tenido problemas.
P. Pero usted ya había hecho un tipo de obra, como San Fermín objeto kitsch, transgresora. ¿Debe el arte estar más cerca de la realidad, ser más social, si quieren?
Á.B. Aquellas obras tenían que ver con la función social que yo creía debía cumplir el arte, pero sospecho que semejante idealismo llevaba una fuerte carga de sublimación. Sin embargo me afectó la guerra de Bosnia a principio de los 90, y aquello paradójicamente me dio la distancia para ver de manera diferente lo que aquí sucedía. Aunque podríamos convenir que los nacionalismos no pasan por la razón. Los retos de la posmodernidad son muy específicos tanto para el artista como para el político. Recuerdo lo que decía Derrida a propósito de la Modernidad, entendida como la gran época de la Representación, por la capacidad del sujeto moderno para darse una idea de mundo y obrarla técnicamente. La cuestión es que semejante posibilidad se nos ha escapado de las manos.
"No es verdad que en España exista un mercado del arte, tampoco una actividad crítica". Txomin Badiola
T.B. O, más bien, que artistas y políticos modernos han implementado esa posibilidad hasta encontrarse con unos límites y unas consecuencias de esas acciones que eran imprevisibles y que obligan a un replanteamiento de paradigma.
P. En este sentido, ¿qué sería la obra de arte para ustedes?
T.B. Diría algo que he dicho muchas veces y es que la obra de arte es una demanda de amor que se expresa de malas maneras, con malas formas. La demanda al otro para que nos considere, para que nos quiera, que representa la obra de arte, siempre se da por caminos (que son los de la forma) nunca directos y complacientes sino más bien correosos y exigentes.
Á.B. Quizá tenga algo de abrazo, como cuando dos personas diferentes o en la distancia se cruzan y el abrazo los une jubilosamente al menos durante el encuentro.
P. Gracias a su “escuela”, la escultura sigue teniendo un papel predominante en el arte vasco actual. Con algunos han coincidido también en la exposición Después del 68, ¿cómo ven la deriva de estos artistas más jóvenes?
T.B. Dada la variedad de expresiones, hablar de “escuela” e incluso de “escultura” resulta excesivo; como lo es considerar jóvenes a algunos de ellos que rondan, incluso sobrepasan, los 50 y que además llevan décadas desarrollando su propio trabajo. Yo particularmente estoy muy satisfecho de haber podido compartir con ellos amistad y trabajo, y continuar haciéndolo.
Á.B. Ha podido suceder que el fundamento formal y eminentemente material de la escultura, en nuestro trabajo y en la enseñanza, les ha permitido transitar sin prejuicios disciplinares del objeto y la instalación al vídeo. Pero mucho sospecho que el gran reto para la escultura está en lo digital.
P. ¿Cómo ha cambiado el sistema del arte en estos 20 años: industria, mercado, institución...? ¿Cómo lo perciben en relación a la práctica artística actual?
Á.B. Creo que sistema del arte no es ajeno a todo esto. En los momentos de la gran crisis financiera parecía que nuestro ámbito, el territorio del arte, el de la creación, era inmune, y que la fiesta podía continuar tranquilamente. La crisis es absolutamente sistémica, por lo tanto...
T.B. Es así, todo está en cuestión, pero en España se agrava la cosa. Aquí, después de estos 20 años, o de los 40 de democracia, el sistema del arte es un puro espejismo y sospecho que es debido a un descreimiento generalizado sobre las cuestiones de valor artístico y sobre las instancias que tradicionalmente han sido su marco referencial. No es verdad que exista un mercado del arte, tampoco una actividad crítica que produzca modelos discursivos más allá de las actividades ordinarias y alimenticias; algunos museos importantes se han embarcado en una carrera ideológica que, si en un primer momento ha podido tener un efecto saneador, ahora mismo está bordeando los límites de la obsolescencia. Sin embargo, me sorprende que se funcione “como si todo funcionase”, como si hubiera un mercado, como si hubiese un aparato crítico, como si existiese la historia. Pero es un mero movimiento inercial, nada se consolida como valioso, todo es susceptible de vuelco. Este descreimiento está implícito en la propia consideración del artista en España, siempre excesiva y a la vez siempre insuficiente, entre el genio sublimado y el pillo vividor. Por eso, en ausencia de esas instancias referenciales del valor, es el artista el único agente legitimador para otro artista y a ello me he agarrado; este era el sentido que tenía el título original de mi exposición en el Palacio de Velázquez: No hay más autoridad moral que la de otro artista, y que, como cabía esperar, no fue del agrado de la institución.
Á.B. A ello se añade la colonización de lo simbólico por parte de la industria del entretenimiento bajo la promoción infinita de lo artístico, o por ejemplo el nuevo mecenazgo institucional de la “creatividad” que no es otra cosa que la abolición encubierta de lo singular, de la auténtica creación. En este punto estoy de acuerdo con Txomin en que lo único que legitima nuestra actuación, sabiendo de tantas y tantas lagunas, es precisamente el reconocernos en el trabajo de los otros, en su diferencia, porque al menos ahí hay una comunidad de sentido.