Gregorio García Sánchez, "el Goyo", un joven panadero de 25 años, se personó en la Casa del Pueblo de Puente de Vallecas nada más escuchar las noticias sobre el golpe de Estado del 17/18 de julio de 1936. Ante la escasez de fusiles le entregaron un mosquetón; una vez armado su destino fue el servicio de guardias de la sede socialista. Un par de semanas después se convirtió en escolta de un juez municipal, tarea que compaginaba con patrullas nocturnas, dos noches a la semana, en la carretera de Valencia. Tres meses más tarde, según su versión, pasó a integrar la llamada brigada de "los Cinco Diablos Rojos", dependiente del comité de la Agrupación Socialista local, hasta enero de 1937.
Durante el consejo de guerra al que fue sometido por las autoridades franquistas, "el Goyo" se enfrentó a la acusación de haber participado en el fusilamiento de 1.500 personas, una cifra probablemente exagerada. A su compañero de brigada, Enrique Burgos Risueño, le apodaron "el Soso" porque "solo" mató a 700 personas, aunque él alegó que fue por no involucrarse en los crímenes de sus camaradas. Los cuatro o cinco "Diablos Rojos" —el número varía según las fuentes— tenían una inscripción en su coche, en el que trasladaban a los detenidos para pasearlos, que resume la metodología del grupo: "La justicia del tio paco (sic)".
El caso de esta brigada es un ejemplo nítido de la justicia revolucionaria que se desató en la zona republicana como respuesta a la sublevación militar y a la pérdida, por parte del Estado, del monopolio de las funciones judiciales y de orden público en el verano-otoño de 1936. La "limpieza selectiva" de retaguardia, que no fue obra de simples incontrolados, como han desvelado diversas investigaciones, la llevaron a cabo los comités de las distintas asociaciones izquierdistas que la propaganda de los vencedores englobó en el término de checa, asociada a una forma de tribunal sangriento.
En el libro El mito de las checas (Comares), Fernando Jiménez Herrera, doctor en Historia por la UCM y miembro del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo, arroja luz sobre los orígenes de estos comités revolucionarios, centrándose principalmente en el estudio de Madrid y sus municipios aledaños, y sobre la heterogeneidad de su funcionamiento y personal. También indaga en la "nula vinculación", según concluye, que tuvieron los centros españoles con la Cheká soviética.
El historiador argumenta que la institución rusa creada para asentar la revolución y eliminar a todos los enemigos del régimen "fue un símbolo del Estado bolchevique, un modelo". Por su parte, los comités —como así dice que deberían llamarse las checas— simbolizaron la endeblez del sistema republicano y su incapacidad para imponer su voluntad en las calles: "La Cheká se corresponde con un modelo revolucionario desde arriba impuesto por el Estado para consolidarse en el poder, mientras que los comités lo hacen desde abajo aprovechando la debilidad del Estado para implantar un nuevo orden social".
La imagen de la checa como una institución de índole comunista caracterizada por un uso masivo despiadado e indiscriminado de la violencia es la que difundieron los golpistas para "deslegitimar a la República y desacreditarla de cara a las potencias democráticas europeas", apunta Jiménez Herrera. Precisamente el empleo de este término surge en el bando franquista a partir de septiembre de 1936, momento en el que comienza a publicitarse la ayuda soviética al esfuerzo de guerra republicano y la llegada de las Brigadas Internacionales.
Denuncias y paseos
Para explicar la intrincada formación y composición de los comités revolucionarios, el investigador se centra en un caso concreto, en el estudio los centros de distinta ideología obrera creados en el municipio de Vallecas. El mayor esfuerzo de Jiménez Herrera consiste en convencer sobre la necesidad de diferenciar entre los espacios socioculturales —los Radios comunistas, los Ateneos anarquistas y las Casas del Pueblo socialistas— de los organismos que regularon la defensa armada contra la sublevación y se apropiaron del ejercicio del orden público, la "justicia popular" y la violencia: los comités y sus brigadas, formados normalmente por los militantes de mayor tradición de las agrupaciones —y no solo por expresidiarios—.
El franquismo metió en el mismo saco a todos estos espacios, que en muchas ocasiones compartieron sede —edificios incautados en numerosos casos a la Iglesia—. De ahí la afirmación de que Madrid era una gran checa. Culpar a todo el colectivo puede resultar excesivo, pero lo cierto es que aunque los centros sociales y culturales se encargasen de labores específicas como el abastecimiento o la educación, sus dirigentes comulgaban con el tipo de justicia perpetrada por los comités y brigadas. No dejaban de ser partícipes, cómplices, aunque sin macharse de la sangre de las ejecuciones.
Se calcula que solo en Madrid, en el verano-otoño de 1936, la violencia revolucionaria se saldó con más de 8.360 asesinatos. Los objetivos de los comités, que se disvolvieron en su mayor parte entre los meses diciembre y enero de 1937, eran personas que antes de la guerra se había significado con grupos políticos y sociales contrarrevolucionarios. Al Gobierno republicano le costó mucho recuperar el monopolio de la justicia y, en general, receló de estas actuaciones populares. De hecho, mandó elaborar diversos libros de registro con fotografías de los ejecutados que aparecían en las cuentas, la fecha del hallazgo, la localización y el lugar donde se llevaron los restos, junto a un pequeño trozo de la ropa que portaba la víctima.
Siendo la investigación bastante interesante y reveladora —el historiador asegura en la introducción que no había hasta ahora ningún libro centrado en la reconstrucción exhaustiva y con fuentes de archivo de las checas—, se echa en falta una mayor narración microhistórica, sobre todo en lo referente al ejercicio de la violencia de los comités y las brigadas. Se explica de forma genérica el doble procedimiento con los detenidos, normalmente denunciados por vecinos —traslado a la sede, interrogatorio y sopesar su crimen o directamente al lugar de ejecución—, pero se detallan pocos ejemplos para comprender mejor este mecanismo, probablemente por la ausencia de fuentes fiables y las exageraciones de la Causa General franquista. El único caso más o menos detallado es el de los "Diablos Rojos".
Pero esta violencia no solo hay que enmarcarla en el contexto de una guerra civil, sino sobre todo como trampolín para erigir un nuevo sistema en España. "Participar en procesos violentos también representó para sus protagonistas poder participar en la constitución de la revolución y del nuevo orden social. Ejercer la violencia por propia iniciativa y/o por demanda social a través de las denuncias les legitimó como nuevas autoridades, afirmando de esta manera su poder", concluye Fernando Jiménez Herrera. Una respuesta improvisada al golpe y a la quiebra del Estado republicano que se convirtió en una carrera sangrienta entre las distintas corrientes ideológicas por hacerse con el monopolio de la justicia.