La presencia musulmana en la Península Ibérica legó un conjunto de monumentos majestuosos y abundantes en lujo, como la Alhambra de Granada, la mezquita de Córdoba o Medina Azahara. Todas estas construcciones no tenían nada que envidiar, ni mucho menos, a los palacios y monasterios de los antagonistas reinos cristianos del norte, bellos pero mucho menos refinados. Sin embargo, en la lucha que se desarrolló durante la Edad Media, la sobriedad terminó imperando por encima de la opulencia. Al-Ándalus, a pesar de su superioridad económica, cultural y política, cayó derrotada por el acero de las armas, por una debilidad militar que se fue incrementando con el transcurso de los siglos.
Desentrañar los porqués de ese retroceso bélico y, en consecuencia, la desaparición del poder musulmán peninsular es lo que trata de realizar Josep Suñé Arce, doctor en Historia por la Universidad de Barcelona, en su obra Guerra, ejército y fiscalidad en al-Andalus (ss. VIII-XII), publicada por Ediciones La Ergástula y resultado de la síntesis y revisión de su tesis doctoral. Una de las principales consecuencias que arrojan su trabajo es que los andalusíes consumieron sus recursos militares más a menudo en la lucha de unos gobernantes con otros que en la práctica de la yihad.
El historiador, miembro estudio de la Asociación Ibérica de Historia Militar, siglos IV-XVI, ha analizado 543 expediciones militares que enfrentaron a musulmanes de la Península Ibérica contra visigodos, francos, cristianos del norte peninsular, combatientes ultrapirenaicos y otros pueblos cristianos del Mediterráneo occidental entre los años 708 y 1172.
Para los dominios de al-Ándalus, ese periodo se divide en nueve etapas: Gobernadores (708-756), Emirato Omeya (756-888), Primera Fitna (888-929), Califato Omeya I (929-976), Califato Omeya II (977-1008), Segunda Fitna (1009-1031), Taifas (1031-1085), Almorávides (1086-1146) y Reunificación almohade (1147-1172). Suñé demuestra que la capacidad ofensiva musulmana fue superior a la cristiana hasta las primeras décadas del siglo XI, pero cada pérdida territorial, en forma de guerras civiles y tributos pagados al supuesto enemigo para evitar acciones armadas, disminuyó drásticamente el poder militar de los andalusíes.
También desmiente uno de los mitos más extendidos: que a los musulmanes les interesaba poco el oficio de las armas, que eran malos estrategas e incluso hombres cobardes. En realidad, su derrota se debe a un cúmulo de circunstancias más complejo. Desde la segunda mitad del siglo VIII, los ejércitos andalusíes se demostraron incapaces de bloquear plazas fortificadas cristianas. Para la década de 1020, la capacidad de estos últimos para concentrar efectivos y lanzar expediciones era más potente; y hacia 1060, sus armaduras superiores. Hasta finales de siglo, los cristianos firmaron las conquistas más importantes, como Toledo (1085), Lisboa (1093) o Valencia (1094).
Enemigo interno
Además de estos problemas, la desunión de los andalusíes, la centralización de los asuntos militares y el feudalismo de los reinos cristianos fueron otros factores que agravaron la situación, aunque no las fundamentales. "Realmente, la razón principal que explica los problemas militares andalusíes se encuentra en la difrente manera que tenían los poderes cristianos de distribuir sus ingresos, lo cual hacía que sus huestes recibieran un porcentaje de recursos superior al que era destinado a los ejércitos musulmanes", explica Josep Suñé.
Es decir, que la superioridad cristiana se cuajó en su decisión de dedicar porcentajes significativos de sus ingresos al reclutamiento y mantenimiento de los hombres de armas. Por el contrario, los musulmanes gastaron gran parte de sus recursos en los palacios y en sus habitantes, lo que servía para mostrar la fortaleza económica del emir o califa, y tratar así de evitar motines internos que amenazasen su poder político. "La inversión en regalos de prestigio, palacios y tesoros era igual de efectiva para demostrar la fuerza del sultán y su hegemonía, pero además tenía la ventaja de reducir el riesgo de sufrir rebeliones armadas que le obligaran a compartir el poder político con otros líderes o, lo que es peor, le hicieran perder literalmente la cabeza", valora el autor.
El historiador describe varios ejemplos muy gráficos para entender esto: los omeyas, por ejemplo, destinaron un 30% de sus recursos al ejército y un 60% al tesoro púbico y a la edificación de obras arquitectónicas, mientras que los poderes cristianos de los siglos XI y XII habrían entregado a sus milites hasta un 80-90% de sus bienes. "Esto explica la superioridad militar de los cristianos respecto a los andalusíes y, también de su inferioridad en casi todos los demás aspectos", resume Suñé. Se calcula que el caudillo Almanzor tenía en su tesoro 54 millones de dinares, lo que le hubiera permitido realizar 108 expediciones militares y reclutar 36.000 jinetes más.
¿Y por qué los jefes musulmanes, sabedores de que esa política conducía inexorablemente hacia una situación de debilidad militar frente a los reinos cristianos, que hicieron enormes esfuerzos por mejorar su caballería, no trataron de revertirla? "Aumentar la financiación de su ejército le hubiera forzado a reducir la del resto de pilares y, al perder partidarios, imagen de majestuosidad y riqueza, habría acabado dependiendo en exceso de sus tropas", dice Suñé. Es decir, se temía más al posible enemigo interno que al externo real. El historiador cierra su interesante y revelador trabajo con esta conclusión:
"Se puede afirmar que desde finales del siglo IX en adelante los diferentes líderes políticos del Islam andalusí se encontraron en la tesitura de tener que escoger entre dos opciones distintas: conservar el poder singularizado y exclusivo del sultán a toda costa o ampliar el porcentaje de ingresos destinado al ejército hasta igualarlo con el de los cristianos, aun a riesgo de crear tensiones que pusieran en peligro el infirad (su aislamiento dentro del clan para ocupar una posición preeminente) y el istibdad (la apropiación del poder único). Parece ser que la totalidad, o la mayoría de ellos, se inclinaron por la primera de las alternativas. Con esa decisión acabaron aceptando indirectamente la progresiva pérdida de la hegemonía bélica, en un principio, y luego una situación de inferioridad militar crónica provocada por una financiación insuficiente".