Saturnino de Lucas, natural de San Martín y Mudrián, un pequeño pueblo segoviano, fue un “muerto vivo” durante treinta y cuatro años. Su hábitat era una buhardilla raquítica de la casa de sus padres, un zulo minúsculo —tenía 63 centímetros en su parte más alta, dos metros de ancho y cuatro de largo—, impracticable incluso para cualquier bicho. El Cojo, como así se le conocía, ostentaba el cargo alcalde y era el delegado del Frente Popular en la zona antes de que estallara la guerra. A los pocos días de la sublevación militar, los falangistas le pusieron precio a su cabeza: 60.000 pesetas.
Fue el cura del pueblo el que le salvó de ser fusilado, dándole primero cobijo en un arcón de la iglesia. En ese momento, el 24 de julio de 1936, a Saturnino no le quedaba ningún familiar, ningún amigo que se atreviera a defenderlo. Los tentáculos de la represión en la retaguardia habían atenazado a todos los que comulgaban con ideales republicanos —si es que no estaban ya en una fosa común, en una cuneta—. A la 1:25 de la mañana, El Cojo se encerró, se transformó en un fantasma; y no dejaría de serlo hasta tres décadas más tarde, en una mañana de abril de 1970, poco después de que el régimen franquista aprobase el último decreto de amnistía.
“Para nada he salido, nunca; ni me he puesto de pie, ni he andado una sola vez durante todo este tiempo, nada, ni un paso, ni ponerme de pie, nada, nada. Y eso ha sido terrible. Se ha notado mucho este trauma, que me ha cogido los riñones, el hígado, el corazón. El no tener contacto con el exterior ha sido fatal. El corazón me ha quedado muy débil, muy débil”, relató Saturnino, al poco tiempo de resucitar, a los reporteros Manu Leguineche y Jesús Torbado.
Lo asombroso es cómo logró sobrevivir en un espacio tan mínimo, con el cuerpo atrofiado, en unas condiciones peor que pésimas. Tenía un termómetro, que en verano llegaba hasta los 65 grados y en invierno a -20º o más, una máquina de escribir y periódicos para matar el tiempo. La comida se la pasaban por un pequeño boquete, su único contacto con el exterior. ”La fuerza humana es increíble; nadie está seguro de ello hasta que no lo siente. Nadie sabe de lo que somos capaces los humanos, nadie lo sabe”.
Saturnino de Lucas fue un topo, una de las muchas personas que ya en la misma Guerra Civil se vieron obligadas a guarecerse en esquinas recónditas, en los sitios más inhumanos, para huir de la maquinaria represiva de los vencedores. Se trataba fundamentalmente de hombres de todos lugares, significados políticamente o abordados por la contienda en la zona errónea, condenados a vivir como cadáveres en vida. Fue un fenómeno sacado a la luz por Leguineche y Torbado gracias a su detallada investigación de un lustro, viajando en un Renault 8 por toda España y tirando de muchos hilos, que desembocó en Los Topos, un bestseller —incluso a nivel internacional— en 1977 y reeditado hace unos años por Capitán Swing.
Estas historias de los resucitados vuelven a estar de actualidad gracias a una película fascinante, La trinchera infinita, dirigida por Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, que cuenta precisamente la odisea de un topo —interpretado por Antonio de la Torre— que se oculta durante tres décadas en un agujero cavado en su propia casa por miedo a las represalias, a que le conduzcan al paredón. Se cuenta una historia plagada de pánico, angustia, terror a ser descubierto, resistencia utópica. No es ficción, le pasó a muchos hombres, y no hace tanto.
Pocilgas y zapatillas
Como por ejemplo a Jesús Montero, secretario político del comité provincial del Partido Comunista de A Coruña, que permaneció unos veinte años emparedado en la alacena de la cocina de una antigua novia suya, en Sada, a un par de kilómetros donde se sitúa el Pazo de Meirás y donde Franco iba a veranear con su familia —una zona, por lo tanto, tremendamente bateada por la Guardia Civil—. Sería rescatado en 1960 por unos miembros clandestinos de su formación y conducido a un hotel en Praga para recuperarse, pero antes se registró una situación absurda, que refleja el estado de presión al que estaban sometidas estas personas: una vez intentó abandonar su refugio, salió al exterior, dio unos cuantos pasos y, presa del miedo, volvió a esconderse.
En fin, una cascada de historias rocambolescas, de gente que sobrevivió en un desván, en una pocilga o en un maizal, como Eulogio de Vega, alcalde socialista de Rueda (Valladolid). En la lista hay muchos más regidores: Protasio Montalvo, de Cercedilla, fue uno de los últimos topos en salir a la luz; lo hizo en 1977, con Franco ya enterrado en el Valle de los Caídos de donde lo acaban de exhumar. Él tuvo una vida más cómoda que el resto de “ratas” o “conejos”, como estos mismos hombres se definieron al recuperar la libertad: vivió en la casa de su familia, donde cocinaba, limpiaba y cuidaba a sus hijos mientras su mujer reunía dinero gracias a la venta de golosinas a los turistas.
Otro relato digno de dedicarle unas líneas es el de Manuel Cortés, también alcalde socialista de Mijas en 1936. El 15 de junio de 1977, día en el que se celebraron las primeras elecciones tras la dictadura, acudió al colegio electoral situado, curiosamente, en la calle del Generalísimo Franco. El resultado fue satisfactorio, pues el PSOE recuperó la primacía en el pueblo, pero a Cortés había una cosa que le incomodaba: “Estos zapatos me están matando”, le dijo a Leguineche y Torbado. Había pasado treinta años de su vida en zapatillas de andar por casa, escondido.