Tengo las cervicales y la espalda bastante jodidas, pese a mis regulares visitas a la fisio. Al menos una vez al año me quedo completamente enganchado e incapacitado por al menos 24 horas, es bastante doloroso y sobre todo aparatoso; no puedes hacer absolutamente nada, dar saltos en un concierto es algo completamente descartado.
Hace cuatro años tuvimos que suspender un concierto por ese motivo. Las primeras palabras en redes sociales no fueron de apoyo y pronta mejoría sino todo lo contrario: "¿Y ahora qué hacemos con las entradas? Sois unos cabrones" fue lo más bonito que nos dijeron. ¿Se puede ir más allá? Siempre se puede. Cuando el grupo Supersubmarina tuvo un accidente de tráfico en el que, recordemos, casi pierden la vida, no fueron pocas las voces en redes sociales que se quejaron: ¿y ahora qué pasa con los conciertos programados y festivales?
El otro día el humorista Facu Díaz anunciaba en su instagram la nueva gira de No te metas en política asegurando que "pronto iremos confirmando más fechas". Daba igual, no importaba. La avalancha de usuarios exigiendo que vinieran a su ciudad se desató con furia. "Nada. Que no se entiende que habrá más fechas. NO SE ENTIENDE", gritaba desesperado el humorista. Hace poco anunciamos que estaríamos unos días en los territorios ocupados en Palestina con una ONG, la primera respuesta en nuestras redes sociales fue: "Y, ¿cuándo venís a Asturias?".
La cultura suele ser un reflejo de la sociedad en la que se ubica y nuestras sociedades postindustriales se han convertido en un enorme, perpetuo y ruidoso: "QUÉ HAY DE LO MÍO". Toda la vida escuchamos aquello de que el cliente siempre tiene razón, pero parece que en los últimos tiempos se ha convertido en una especie de credo, de dogma inquebrantable que atraviesa todas nuestras relaciones, especialmente las mercantiles. El cliente/consumidor es el nuevo profeta cuya verdad no puede ser cuestionada, el semidiós de las redes sociales que siempre tiene razón, el Aquiles postmoderno y de baratillo encumbrado que ejercerá su poder sin piedad y caiga quien caiga.
Durante la última semana del Orgullo LGTBI, el community manager de una empresa de muebles y armarios hizo un poco afortunado juego de palabras con los armarios y el orgullo gay que plasmó en Twitter. Se veía a la legua que, aunque el resultado era bastante desastroso, la intención era buena. No importaba: tras el cachondeo en redes, la empresa anunció que el community manager había sido despedido de inmediato. Ante la pasada de frenada por parte de la empresa, no fueron pocas las voces dentro de la comunidad LGTBI que denunciaron que tampoco era para tanto, no desde luego como para que alguien pierda su trabajo. Así es, hoy el comentario furioso de un cliente ofendido o descontento puede hacerte perder el trabajo.
Vemos a diario cómo usuarios y clientes se quejan a Telepizza porque la pizza llegó tarde o a Zara porque quisieron entrar un minuto antes del cierre y la trabajadora les dijo que ya habían cerrado. Se encargarán siempre de poner el nombre de la trabajadora o la dirección de la tienda; señalarán en público para que la empresa actúe de inmediato. Soy el maldito cliente y tengo derecho a entrar en tu tienda un minuto antes del cierre. Y como no me dejes entrar te señalo en redes y me chivo a tu jefe para que te despida. El linchamiento y la delación como pilares fundamentales de la sociedad. El último episodio en esta línea sucedió en València con una diputada -de IU, además- y que, aunque pudiera tener razón en el fondo, la perdió con las formas señalando al bar y a la trabajadora. Pero, ¿cómo se ha llegado a esto?
Bueno, dicen los expertos que a mediados de los años 70 se produce una gran desindustrialización, las grandes fábricas son trasladadas a terceros países donde los sueldos de los trabajadores son más "competitivos" y así, mientras el sector industrial va menguando progresivamente, el sector servicios crece y crece sin tener freno. China y el sureste asiático se convierten en la gran fábrica del mundo mientras el grueso de la clase trabajadora de Occidente debe reinventarse (es decir, hacerse camarero o teleoperador) o engrosar las filas del paro. A su vez los grandes Estados sociales que surgen tras la Segunda Guerra Mundial ven menguados sus servicios y prestaciones, la socialdemocracia europea se convierte en una caricatura de sí misma y Reagan y Thatcher brindan con champán mientras el telón de acero y el bloque socialista se desvanecen.
Ante este nuevo paradigma llamado neoliberalismo, postmodernidad o victoria del mundo libre, los teóricos sociales de izquierda insistieron -ellos sabrán por qué- en que ya no éramos una sociedad de trabajadores sino de consumidores. Entra en escena la palabra fetiche, entra en escena el consumidor. Años antes Marcuse nos recordaba que el empresario y el trabajador consumen el mismo concurso de televisión, la misma pasta de dientes y el mismo producto musical que satura las ondas de radio; adiós a las clases sociales. Ya no eres un trabajador, eres un consumidor, ejerce como tal, maldita sea.
Y ejercimos. Así, cuando se produce una huelga en determinado sector, la opinión importante no es la de los trabajadores o el comité de empresa, ni siquiera la de la empresa, la última palabra la tiene siempre el consumidor/usuario que sufre dicha huelga; él es el único importante durante el conflicto. Este salvaje individualismo y permanente estruendo que nos grita y exige el "qué hay de lo mío" se produce también en nuestras relaciones afectivas: Tinder es el paradigma del amor concebido como una mera transacción mercantil. Usar y tirar. Sin problemas. Sin cargas. Sin conflicto. Sin esfuerzo emocional. Y por supuesto, quiérete a ti mismo. Tú eres lo único importante. Practica el yoísmo. Persigue tus sueños. Primero tú, luego siempre los demás. Si quieres follamos pero la mochila emocional te la dejas en casita, que yo no soy ningún terapeuta. ¿Tengo cara de terapeuta? No, ¿verdad? pues vístete deprisa, no me cuentes tus penas y arreando. Pobre Erich Fromm.
Y mientras los derechos menguan, los salarios se reducen y el acceso a la vivienda se convierte en una odisea, se nos ofrece la posibilidad canalizar todas esas frustraciones machacando al de al lado. O al más vulnerable: el rider de Glovo que se perdió con mi pedido, la mujer trabajadora que se negó a atendernos cuando quedaba un minuto para el cierre, el migrante que, desesperado, aceptó el trabajo en el campo que yo me negué a aceptar porque las condiciones eran ridículas. Sé cliente, sé consumidor, sé deidad y ejerce tu poder como hacen un montón de hijos de puta, porque quizá de esto trata todo el auge del cliente/consumidor: de un montón de gente mediocre ejerciendo un poder ilimitado.
La última ocurrencia para rendir culto al dios consumidor se dio en la serie británica Black Mirror: digamos adiós a un guión convencional y que el consumidor decida, al más puro estilo de los libros de ‘elige tu propia aventura’. Me encantaban esos libros cuando tenía 12 años -siempre hacía trampa y cuando veía ‘fin’ retrocedía vertiginosamente al punto de partida-. ¿Estamos ante nuevas formas de comunicación o ante la infantilización del público al que ofrecemos cualquier golosina antes que soportar sus berrinches? Cuando la serie Juego de Tronos llegó a su fin se recogieron más de 800.000 firmas para exigir a HBO que rehiciera por completo la última temporada.
¿Nos hemos vuelto todos locos? No, en realidad tiene todo el sentido del mundo en la era del consumidor-deidad: ¿si los clientes pagan por la serie por qué no van a tener derecho a elegir su final? Obviamente estas dinámicas sociales conducen al absurdo y lo que es más grave y preocupante: limitan la creación artística y convierten al creador en siervo del cliente/usuario/consumidor. Y cuando cuelgue este artículo en mis redes sociales, la primera respuesta no versará sobre la problemática abordada, no habrá matices o discrepancias, será un urgente: vengan a México o vengan a Asturias. ¿Qué se apuestan? Es decir, un estruendoso, patético y desesperante "qué hay de lo mío".