Los surrealistas soñaban con quemar el Louvre de lunes a sábado. El domingo descansaban y lo imaginaban mucho más animado. “Nada me parece que se asemeje tanto a un burdel como un museo”, dejó dicho uno de los colaboradores de “la revolución surrealista” más activos, el escritor Michel Leiris. Había que liberarse de su peso. Incinerarlo para volver a empezar de cero. Acabar con las referencias, sodomizarlas. Empecinados en su postureo romanticón, los surrealistas fracasaron. Demasiada absenta, poca concreción.
Un siglo después, ha sido el museo mismo el que ha cumplido con los sueños húmedos de aquellos artistas de canapé. El apoteosis del lupanar que imaginaron tiene forma de cojín estampado con un cuadro de Joan Miró que reivindicaba las revueltas de Mayo del 68. Ya puedes soñar con la revolución en el sofá de tu casa por 30 euros. También tejió alfombras para deslumbrar a tus visitas o en las que recostarte y echarte a dormir. No faltan las toallas del genio catalán con las que secar las pesadillas de la realidad. Por supuesto, tazas de café.
Y un monedero para la calderilla. El museo se ha vuelto indiferente al arte que deja indiferente. La nueva máquina de producción de imágenes necesita convertir las obsesiones de un artista como Miró en carne de merchandising. Si ese oro y azul de su famoso cuadro de los años sesenta, antes era la misma luz de Cataluña, ahora, en la Fundació Joan Miró, es un estupendo monedero de 15,60 euros, en el que aparecen la mujer, el hombre las estrellas, el pájaro, la luna y el sol, sobre un fondo amarillo tan ácido que hace gritar al resto de colores.
Esencia Miró
Miró pasea por su pueblo. Observa y pregunta al herrero, charla con el alfarero, ahí está el ebanista. Ahora se fija en el color de una persiana. Esa barca. El arado. Las tierras de labranza. El pintor ha convertido Montroig, donde sus padres compraron una masía, en un lugar sagrado. La escuela es la naturaleza y él es un aprendiz hambriento. Se cruza con un asno y una cabra, conejos, gallinas, palomas y un caracol. Le interesa ese cactus y el eucalipto. Quiere transformar la realidad en fantasía. La granja late en toda la obra de Miró.
La masía fue el resumen de toda su vida en el campo. Y el paisaje termina por reducirse y concretarse en el guijarro, en el grano de arena. Hasta llegar al signo. “Creo que es insensato darle más valor a una montaña que a una hormiga, por lo que no dudaba en pasarme horas y horas para darle vida a la hormiga”, dijo en 1928. Ahora también la tiene una bandeja para el desayuno (a 124 euros, ojo).
Miró de la tierra al lienzo y viceversa. Es el más arraigado de los catalanes y el más libre: la inmersión catalana se cruza con la aventura poética parisina. Allí, en la Rue Blomet y en la Cité des Fusains, pasa los inviernos bajo el paraguas surrealista. Bebe a tragos las burbujas eléctricas de la ciudad en plena efervescencia vanguardista.
Pero lo que le alimenta es otra cosa, le explica al periodista J. J. Sweeney, en febrero de 1948: “El carácter catalán no se parece a aquel de Málaga o de otros lugares de España. Está muy unido a la tierra. Nosotros los catalanes pensamos que hay que tener los pies firmemente plantados en el suelo si se quiere saltar en el aire. El hecho de que vuelva a la tierra de vez en cuando me permite saltar aún más alto después”.