Crecer está mal inventado. El día que me encontré con esta joya para niños en la tienda de la National Gallery asumí el fallo. Posiblemente estemos hablando de la mejor camiseta jamás puesta a la venta en una tienda de un museo. Soy consciente de que esta afirmación es muy fácil de defender. Aplauso lento a los responsables del merchandising del museo londinense donde descansa Venus del espejo (1647-1551) de Velázquez, que convirtieron al Duque de Wellington en un producto de mercado 200 años después de ser retratado por don Francisco de Goya y Lucientes.
El maestro pintó al militar inglés atiborrado de las condecoraciones por expulsar al ejército francés. Fue un trabajo rápido y le añade los premios de la Cruz del Oro militar, la Orden del Baño, la Orden portuguesa de la Torre y la Espada y la Cruz española de San Fernando. Todo, incluso el Toisón de Oro, que ahora luce a gala y otorga el rey Felipe. Aunque parezca un perro, el vellocino de oro recuperado por Jasón, con ayuda de los Argonautas, cuelga en el centro de la prenda.
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El general que dirigió las tropas inglesas que vinieron a pelear en la Guerra de la Independencia (1808-1814) mira sereno al espectador en las paredes de la National Gallery, donde protagonizó un rocambolesco secuestro durante cuatro años, nada más llegar al museo. Su raptor exigía el precio que había gastado el Estado en comprarlo en Sotheby's: 140.000 libras, que debían destinarse a obras de caridad.
También está cerca del retrato, el Matrimonio Arnolfini, obra de Jan van Eyck, comprado por Felipe II en 1556. Excepcional cuadro separado del patrimonio español... a pesar de Wellington.
Con Bonaparte a los mandos del país, Napoleón tenía por costumbre el saqueo pictórico, pero consuma el mayor desastre de las colecciones reales con ayuda del borbón Fernando VII, al que debemos, uno, El Prado (1819), y, dos, que los ingleses todavía se choteen -y con razón- de nosotros. Lo llaman “The Spanish Gift”, pues eso, el regalito español. En su fuga desesperada, Pepe Botella carga carruajes enteros con obras de arte que le iban a garantizar todo el vino y las rosas en su París, hasta que en Vitoria el ladrón se encuentra con Wellington y el robo es retenido.
Cuando hablan de Marca España pienso en Fernando VII y en la huella de la indiferencia hispánica. Wellington escribe el 16 de marzo de 1814 a su hermano, embajador británico aquí, que comunique al rey que tiene las obras y que desea devolverlas a España. La carta cae en la papelera de reciclaje del monarca.
Aun así, el duque militar insiste en septiembre de 1816 con una nueva misiva, esta vez al embajador español en Inglaterra. Entonces sí responde: “Adjunto os transmito la respuesta oficial que he recibido de la Corte, y de la cual deduzco que Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”.
Luego nos extraña que no hagamos camisetas en honor de nuestros prohombres o que el Brexit ya si eso. La inteligencia humana es una rareza evolutiva en un país donde a la desidia no la redimes ni con una de las medallas de Wellington, que también se vendían en la tienda. Me traje una roja, por si acaso.