Un reciente estudio epidemiológico publicado en el British Medical Journal concluye que la sustitución de las grasas saturadas por poliinsaturadas quizá no prolongue la vida después de todo, lo que contradice décadas de opinión médica muy establecida. Curiosamente, esta conclusión no se basó en datos nuevos, sino en la reinterpretación de bases de datos ya conocidas. También asistimos a una tendencia creciente hacia la demonización del azúcar, con propuestas de imponer impuestos a las bebidas azucaradas.
La Chief Medical Officer británica, que aconseja al gobierno y al público en cuestiones de salud, ignoró la evidencia empírica que existe a favor del uso moderado del alcohol y hace poco redujo el límite diario recomendado para su consumo. Más tarde, la prensa reveló que el comité que elaboró estas directrices tenía estrechos vínculos con el movimiento por la templanza.
La ortorexia nerviosa, la preocupación excesiva por comer sano, se ha convertido en un problema clínico reconocido. Estos pacientes otorgan cualidades morales a su dieta y desarrollan sentimientos de afinidad hacia los alimentos que creen que mejoran la salud, así como sentimientos de aversión fuertes, incluso patológicos, contra la comida que creen dañina. Las emociones involucradas son tan potentes que estos pacientes llegan, paradójicamente, a perjudicar su nutrición en su búsqueda de la dieta perfecta.
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Nuestros alimentos tienen una dimensión moral que creemos que afecta a nuestra salud. Pero la moralidad es un concepto humano que no se puede aplicar a la naturaleza, por lo que la división de los estilos de vida entre “buenos” y “malos” es engañosa. En realidad, no hay nada en la naturaleza que sea bueno o malo de por sí. Vemos, por ejemplo, al colesterol como algo malo y al ejercicio como bueno, pero nuestro cuerpo necesita colesterol para una variedad de propósitos importantes, mientras que el ejercicio físico puede ser peligroso y matarnos prematuramente.
La muy extendida creencia en la correlación inversa entre el placer y la salud determina las características morales que atribuimos a las comidas que consumimos y a nuestras opciones de estilo de vida. En esta perversa economía del placer, solo es posible alargar la vida a través de la renuncia al hedonismo, de la misma manera que los moralmente virtuosos renunciaron a los placeres de la carne para acceder al paraíso en tiempos más religiosos que los nuestros.
De esta manera, una dieta sana e insípida, en conjunción con vigorosos e incómodos ejercicios diarios, nos ganará el derecho a prolongar nuestras vidas. El placer no ganado, y por lo tanto ilícito (a través del consumo de alcohol, grasas y azúcar), será castigado con una muerte temprana.
Cimienta este enfoque moralista la idea de la naturaleza como una entidad personal, con un código ético y un plan. Parece que no hemos aceptado plenamente la idea de la evolución como algo mecánico y aleatorio, y seguimos atribuyendo una voluntad personal a la naturaleza, como la sucesora de Dios en nuestra sociedad secular. En este contexto, también vemos todas las cosas naturales como buenas y al artificio lo juzgamos como malo, ignorando el hecho de que la enfermedad y la muerte son acontecimientos muy naturales, que tratamos de evitar con la ayuda de intervenciones médicas perfectamente artificiales.
A la naturaleza (si se tratara de una persona, que no lo es) solo le importa la supervivencia y la reproducción. De hecho, nos gustan las grasas y el azúcar porque la escasez de calorías era la principal amenaza para la supervivencia en las sociedades preindustriales. La naturaleza nos ha implantado este deseo por la misma razón que nos ha programado para que nos guste el sexo: desear tanto las grasas como el sexo favorece la supervivencia y la reproducción.
Las cosas buenas se asocian con placer precisamente porque son buenas para nosotros, mientras que asociamos las cosas malas y peligrosas con el miedo y el dolor. Desafortunadamente, el placer también puede ser problemático para la supervivencia cuando se puede experimentar sin límites ni restricciones. La experimentación continua del placer a través del consumo también continuo de comidas de gran contenido energético anula el beneficio que estas comidas aportaban originalmente en términos de supervivencia.
De la misma manera que sentimos la necesidad de controlar nuestros deseos sexuales con normas morales para evitar el caos social, también parecemos haber desarrollado la necesidad de moralizar ciertas opciones placenteras cuyo acceso es hoy más sencillo que lo era antes.
Pero el caso es que, en última instancia, a la naturaleza le preocupan muy poco nuestras decisiones morales. Los nutricionalmente virtuosos también se morirán un día, al igual que el resto de nosotros, y tal vez no mucho más tarde.
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Consultant and Senior Lecturer in Old Age Psychiatry, King's College London.