'El cerebro, el teatro del mundo', o cómo la filosofía y la literatura se adelantaron a los avances de la ciencia
El profesor de la Universidad de Columbia Rafael Yuste propone en su ensayo una concepción de la mente similar a la que otros como Immanuel Kant ya plantearon.
Cuando el trasunto de Marcel Proust se introdujo en la boca un trozo de magdalena bañada en té se desencadenó una de las conexiones neuronales más célebres de la historia de la literatura.
Todo comenzó con el matrimonio sensorial por el que son conocidos los sentidos del olfato y el gusto. Al mismo tiempo que la dulzura de la magdalena y el ligero amargor del té estimularon las papilas gustativas que les son propias, las partículas volátiles de la mezcolanza de ambos alimentos ascendieron por las fosas nasales de Marcel. Allí llegaron a los axones de las neuronas que componen el bulbo olfatorio, primeros eslabones de una cascada eléctrica que produciría en última instancia un recuerdo, siete novelas y miles de páginas de la más alta literatura.
Lo que probablemente no esperaba Proust era que el mundo científico encontraría una utilidad especial en este acontecimiento que se relata en las primeras páginas de Por el camino de Swann. Desde entonces, el campo de la neurobiología recurrió habitualmente a este episodio para explicar la manera en la que la información recabada por los sentidos es capaz de despertar un recuerdo hasta el momento enterrado en el entramado neuronal.
Para ello no hace falta más que un chispazo. Toda esa información sensorial en forma de corriente eléctrica que parte del estímulo del bulbo olfatorio y las papilas gustativas realiza un recorrido por distintas partes del encéfalo, desde el tálamo hasta el hipocampo, que desemboca finalmente en la corteza asociativa. Es en este lugar donde se concentra un enorme archivo de recuerdos episódicos en forma de conjuntos neuronales, complejas redes de neuronas que se activan al unísono en el momento en el que una de ellas recibe el estímulo adecuado.
Marcel huele y saborea aquella magdalena con forma de concha de peregrino bañada en infusión y sus neuronas realizan un espectáculo de fogonazos que, en última instancia, desempolva un archivo neuronal con la etiqueta "infancia en Combray". Su tía Leoncia, quien le preparaba aquel aperitivo, de pronto revive en su memoria. Junto a ella, la fachada gris del hogar que compartían. El recuerdo y la realidad se entremezclan en la mente del hombre que se deja llevar por la corriente de la nostalgia fruto de una sinapsis caprichosa.
Este fenómeno proustiano ha servido a muchos divulgadores como base de la que partir en sus obras. En el reciente La conciencia contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara), un cada vez más impaciente Arsuaga trataba de explicar al terco literato Millás el fundamento científico de la mente y el cerebro como una única cosa empleando esta misma anécdota como una de las bases.
A Arsuaga no pareció funcionarle: Millás se mantuvo enrocado en su postura romántica. Otros, sin embargo, parecen haber logrado que su público los entienda con mayor éxito. Es el caso de Rafael Yuste (Madrid, 1963), quien en su ensayo El cerebro, el teatro del mundo (Paidós) emplea la anécdota de Proust, entre otras, como uno de sus puntos de partida para explicar todo lo que se sabe en el campo de la neurobiología en la actualidad y divulgar sobre la dirección que va a tomarse en esta área de estudio en los próximos años.
Yuste no habla por hablar: es una autoridad en esta disciplina en el mundo. Al catedrático en ciencias biológicas le avala una carrera que le ha llevado a ser el director del Centro de Neurotecnología de la Universidad de Columbia y el impulsor de la iniciativa BRAIN, un proyecto financiado por la administración de Barack Obama que trata de responder a las incógnitas que todavía existen con respecto al cerebro.
En este sentido, El cerebro, el teatro del mundo es una hipótesis con la que el catedrático se aventura a responder a estos interrogantes aún sin resolver con respecto a la naturaleza de nuestra conciencia. Si Arsuaga intentaba convencer a Millás que mente y cerebro son una misma cosa, Yuste construye una teoría empleando como base el conocimiento disponible actual en el campo de la neurobiología con la que pretende desentrañar el misterio de la génesis de la mente a partir de la función neuronal.
Para ello, se fundamenta en la idea de que el ser humano no vive en la realidad tal y como es, sino en un modelo del mundo que genera nuestra mente y que funciona además como un aparato predictivo con el que el individuo se trata de anteponer a lo que está por venir en una sofisticada forma de adaptación evolutiva. Según el divulgador vivimos en un esquema de lo que nuestros sentidos nos hacen creer que es la realidad: un teatrillo que imita al mundo real pero que no es otra cosa que farsa y decorado.
Este planteamiento no es nuevo; todo lo contrario: nos remonta a aquellos tiempos en los que el hombre vivía en cuevas, en concreto, aquella que recreara Platón con su mito de la caverna para anunciar que vivimos en una versión falaz de la realidad, réplica imperfecta del irreprochable mundo de las ideas. La novedad es que esta vez la idea filosófica está sustentada por el conocimiento que la ciencia ha logrado desvelar en el último siglo con respecto al cerebro.
Precisamente por la profunda raigambre filosófica y literaria de esta concepción de la realidad, Yuste recurre a menudo a la figura de algunos de los pensadores que de forma más preclara se adelantaron a lo que entonces -y todavía- la ciencia no podía demostrar.
Immanuel Kant es el primero de los nombres que sale a colación. El filósofo alemán dedicó su vida a tratar de entender cómo funciona nuestra mente y llegó a la conclusión de que lo que nosotros percibimos no es otra cosa que una representación que se produce a partir de las estructuras mentales que crea nuestro cerebro para clasificar la realidad. Ni más ni menos que lo que defiende el profesor de la Universidad de Columbia, solo que más de dos siglos antes y sin la ayuda de pruebas científicas que lo avalen.
También Proust aparece en escena, como ya adelantábamos al comienzo. La legendaria epifanía memorística del celebérrimo autor francés le sirve a Yuste para ejemplificar la forma en la que la información sensorial y la memoria se entrelazan a la hora de componer un modelo de representación diferente al que la realidad concreta nos ofrece.
Pero no hace falta ni siquiera atravesar los Pirineos para que una imaginación desaforada venida del pasado nos anunciara la evidencia de que el mundo es un teatro o -quizás nos suene más- un sueño.
Calderón de la Barca ya proclamaba en los títulos de sus piezas teatrales que la realidad es un teatro, un sueño o una fantasmagoría que ocurre no en el exterior, sino en lo más profundo de nuestra psique. Fue tan profético e insistente en el asunto que Yuste ha visto necesario hacer un guiño a una de las obras del dramaturgo en el título de su ensayo.
Yuste no recupera estas predicciones de las mentes ilustres del pasado de manera caprichosa, sino que plantea que, para su sorpresa, los últimos avances en el campo de la neurobiología apuntan a lo que ya la filosofía y la literatura no se cansaron de señalar en el pasado.
Para cimentar su postura, el catedrático hace un repaso del conocimiento acumulado en los últimos siglos en el campo de la neurología abordándolo desde todos los frentes, desde la razón evolutiva para desarrollar un sistema nervioso hasta el funcionamiento de la autoconsciencia y su relación sensorial con el exterior. En este sentido, señala Yuste, el "teatro del mundo" se crea en nuestra mente con la intención de producir un sistema predictivo de alta precisión que se corrige continuamente.
No todo podía ser, evidentemente, literatura y filosofía. Yuste también recurre a las autoridades fundamentales que han pavimentado el camino del conocimiento científico de la mente y el cerebro. Ramón y Cajal es una de las figuras predominantes a lo largo de las páginas del ensayo, como también lo son Lorente de No u otros nobel como Charles Sherrington, todos ellos pioneros que se aventuraron a penetrar en aquella selva aparentemente impenetrable que siglos antes el arte ya se encargó de imaginar.