Era verano y el camarero, veintitantos, iba en manga corta. En su brazo llevaba el contorno de un corazón con una palabra dentro: maricón. Saltaba a la vista. A la mía, indiferente, y a la de mi hijo, desconcertado. Al rato, ya en la mesa, en bajito, me preguntó cómo era posible que ese chico se hubiese tatuado un insulto. “Porque mamá, yo creo que eso es un insulto y no se debe decir; se dice gay”.
Como pude le expliqué entonces el fenómeno de la resignificación. Si te atacan con una palabra que apela a tu identidad, puedes darle la vuelta y reivindicarla, sacarle el envoltorio peyorativo y reconocerte en ella; así le quitas el veneno. A lo mejor lo resumí en un equivalente “pues sí, soy maricón, qué pasa”, que a los diez años puede que se entienda mejor.
Y aunque para explayarme tenía a mano el ejemplo reciente de la canción de Eurovisión, 'Zorra', anticipé los jardines en los que me metería y tiré por lo seguro: le hablé de la importancia radical que tiene el respeto a la propia identidad. Lo más importante en la vida es saber quién eres y ser quien eres. Y hay gente que es queer.
El término es resbaladizo, desgraciadamente no responde a una categoría bien acotada que no deje duda, como “pera” o “manzana”. Pero tampoco es que exija conocimientos de química, sólo cierta flexibilidad comprensiva y una predisposición hacia el noble arte de reconocer al prójimo y respetarlo sea quien sea.
Uno de los más destacados autores de la teoría queer, quién iba a decirlo, es de Burgos. Nació como Beatriz en 1970 pero cuarenta y seis años después, su madre se lo encontró de sopetón otra vez en la lista de nacimientos del periódico local con su nuevo nombre, Paul Beatriz Preciado. Y así se enteraron los dos de que la justicia había dado el ok y habían finalizado los trámites administrativos de su transición.
Es interesante asomarse a alguno de sus artículos aun a riesgo de que a los binarios más normativos nos estalle un poco la cabeza: ofrece una perspectiva insólita. Los queer son literalmente “los raros” -su insulto-, los excluidos, los que no encajan. Disidentes del género -¡boom!-, se sitúan en los márgenes, como los que no son de ningún lugar.
Están los últimos en ese acrónimo en el que, con no poca dificultad, se han ido acomodando tantos otros “resignificados” (las lesbianas, los gays, los bisexuales,… LGBTIQ+) Y no deja de ser irónico que alguien venga precisamente a expulsarlos. El PSOE acordó en su congreso que no los quiere en esas siglas.
Y no sé yo qué autoridad tiene ningún partido para decidir sobre la autodenominación de ningún colectivo, para decidir qué se nombra o qué no. Pero menos sé qué pretende con esa ofensa simbólica: ¿zanjar su existencia? ¿enterrar los debates que provoca?
La postura es tan asombrosa que deja abierto un futuro en el que una madre y su hijo puedan encontrarse a un camarero con un corazón que ponga PSOE dentro.