Crítica: 'Small Axe: Rojo, blanco y azul', McQueen reflexiona sobre cómo cambiar el sistema racista
La tercera parte de la antología del director británico sobre el racismo no es tan brillante como las anteriores, pero plantea un debate actual e interesante.
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No se puede negar a Steve McQueen que con Small Axe haya ido a lo fácil. Su retrato del racismo existente en Reino Unido contra la comunidad jamaicana ofrece en cada película de esta antología una mirada diferente. Lo hace llenando el relato de aristas, y apostando por distintas reflexiones que consiguen que el espectador entienda la dimensión del asunto y su resonancia en el presente, donde el auge de la extrema derecha hace que veamos situaciones demasiado parecidas a las que plantea su ficción.
Su tercer episodio, Rojo, blanco y azul, plantea uno de los debates más interesantes de las cinco películas, porque es la que se abre a más opiniones. Mientras que en Mangrove había una empatía total con los protagonistas y en Lovers Rock conseguía fusionar lo sensorial y lo político en el mejor episodio, aquí lanza un dilema para el que no hay una respuesta clara y en la que cada espectador se posicionará con uno de los dos lados de la discusión.
La pregunta es clara, ¿para cambiar el sistema hay que hacerlo desde fuera con la revolución o desde dentro, desde las propias instituciones? Es interesante que el protagonista apueste por la forma contraria a la que se ve en Mangrove. Aquí, el personaje al que da vida John Boyega, decide que para acabar con el racismo de la policía lo que hay que hacer es cambiar a la propia policía. Él es de una familia de clase media jamaicana que se ha permitido que él estudie y sea científico, pero toma la elección de convertirse en un caballo de Troya al ser el primer negro de su unidad.
Rojo, blanco y azul acierta al mostrar el contraste entre todas las situaciones racistas que vive el protagonista desde que es pequeño, y que vive su propio padre, que tiene un juicio por abuso policial, y su idealismo sobre cómo se puede cambiar todo. McQueen no se posiciona, y muestra los dos lados de la baraja. No es condescendiente con ninguno, y muestra empatía tanto por el policía como por ese padre que ha vivido la brutalidad de los gendarmes en su carne y que tiene claro que sólo la rebelión contra el sistema funciona.
Puede que el principal problema de esta tercera película sea la comparación con las dos anteriores, y especialmente con Lovers Rock, la segunda entrega que es la joya de la corona, porque es donde McQueen vuelve a ese cine de sus inicios, donde los cuerpos cobran importancia, y lo sensorial se impone sin sepultar al relato. Una propuesta que fusiona lo político y lo estético, en esa fiesta donde cada baile es una denuncia. Comparado con una apuesta tan redonda, tan diferente, y tan bestial, Rojo, blanco y azul se queda corta. A pesar de ello sigue siendo una obra notable, pero no consigue trascender la potencia de su propio debate.
Eso no quita para que McQueen vuelva a deleitarnos con grandes escenas, como ese plano secuencia donde Boyega -magnífico- persigue a un delincuente, o las discusiones entre su personaje y el de su padre, con un final muy emotivo. Pero todo queda demasiado supeditado al poder de su discurso y su denuncia. Por supuesto que el director tiene tanto oficio que se las apaña para no caer en tópicos ni ser maniqueo, pero le cuesta trascender.
Una pena, porque el debate es uno de los más importantes, y veremos desde dentro de la policía como el racismo es igual de fuerte en el interior que en las calles. Una notable película que sigue confirmando el alto nivel de la antología, pero que es un pequeño paso atrás respecto a ese comienzo demoledor. McQueen acierta en poner el foco en el debate sobre cómo cambiar el mundo, pero uno esperaba una propuesta menos académica y convencional. Quizás a otro director no le exigiríamos eso, es lo malo de las expectativas.
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