El Gobierno ha vuelto a plantear un escenario presupuestario expansivo para 2024 a pesar de que la restauración-renovación de las reglas fiscales en la Eurozona obligarán a que España reduzca su deuda pública y su déficit estructural a un ritmo acelerado.
El esfuerzo de ajuste se agudiza si se tiene en cuenta que, conforme al nuevo marco fiscal-presupuestario, no basta con recortar el desequilibrio financiero de las Administraciones Públicas al 3% del PIB. El déficit estructural habrá de disminuir hasta el 1,5% del PIB.
La UE concede un plazo de cuatro años, extensible hasta siete para conseguir ese objetivo. Esto se traduce en una disminución mínima anual del 0,5% del déficit. Ese período de consolidación podrá extenderse hasta los siete años, a razón de un recorte por año del 0,25% del PIB si el Gobierno está llevando a cabo inversiones y reformas.
El proceso de consolidación no podrá ser menor del 0,5% en el supuesto aquellos Estados miembro sujetos al Procedimiento de Déficit Excesivo (PDE), esto es cuando su déficit es superior al 3% del PIB y su deuda al 60%. Este obviamente es el caso de España.
Nada indica que el Gabinete socialcomunista tenga intención alguna de hacer lo necesario para cumplir con la versión renovada del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Al menos, eso reflejan los datos avanzados sobre las grandes líneas presupuestarias presentadas por la Vicepresidenta Primera, la Sra. Montero.
En ausencia de una disminución del gasto público, parece obvio que el esfuerzo de reducción del binomio déficit-deuda sólo puede recaer sobre el aumento de los impuestos.
Esto es inevitable en tanto es improbable, por no decir impensable, que los ingresos crezcan lo suficiente para financiar el gasto en un contexto de desaceleración de la economía.
En ausencia de una disminución del gasto público, parece obvio que el esfuerzo de reducción del binomio déficit-deuda sólo puede recaer sobre el aumento de los impuestos.
La otra opción, financiar los desembolsos con una mayor emisión de deuda pública, plantea algunos problemas. Por un lado, los mercados serán cada vez más reacios a comprar deuda española o a hacerlo sin una prima de riesgo progresivamente más alta en ausencia de un plan creíble de consolidación presupuestaria. Por otro, más deuda eleva el peso de la carga de sus intereses en el Presupuesto y complica la disminución del agujero de las cuentas públicas.
Por último, la financiación vía deuda de los desembolsos del sector público desencadena -de hecho, comienza a ocurrir- un efecto expulsión del consumo y de la inversión privada para los que los flujos crediticios son menores y más caros, no sólo por la subida de las tasas de intereses, sino también por las necesidades de financiación del sector público.
Esto conduce a que el Gobierno continue haciendo lo mismo que ha hecho desde 2019: subir los impuestos existentes y crear otros nuevos. Sobre este aspecto su imaginación es fértil y su capacidad de llevarla a la realidad es conocida.
El problema es uno muy simple: nuevos incrementos impositivos o nuevas figuras tributarias no sólo no tendrán un impacto alcista sobre la recaudación tributaria. De hecho, los datos de ésta muestran una clara tendencia declinante desde hace muchos trimestres y no presentan síntoma alguno de recuperarse.
Esto no ha de sorprender a nadie. Los impuestos y sus aumentos penalizan siempre y en todas partes el crecimiento de la economía. La literatura y la evidencia empírica sobre la materia es infinita y la razón es evidente: disminuyen la tasa de retorno del trabajo, del ahorro y de la inversión; esto es, los motores de la creación de riqueza y, por tanto, las fuentes de ingresos de las Administraciones Públicas.
Es impensable que con las sucesivas y acumuladas alzas tributaras realizadas por este Gabinete desde 2019, ello no haya tenido impacto negativo alguno sobre esas variables. Y, obviamente, lo ha tenido.
Esto conduce a que el Gobierno continue haciendo lo mismo que ha hecho desde 2019: subir los impuestos existentes.
En términos agregados, entre 2019 y 2023, la política tributaria del Gabinete se ha traducido en 2 puntos menos de incremento del PIB del que se hubiese producido en su ausencia, descontado el año de la pandemia, en el que la actividad se desplomó por razones de sobra conocidas.
Esa penalización al crecimiento del PIB causada por las subidas de los impuestos no se ha visto compensada por el hipotético efecto positivo sobre los componentes privados provocados por el espectacular aumento del gasto público, cuyo multiplicador en los últimos cinco años ha sido inferior a la unidad.
En otras palabras, la estrategia keynesiana del Gobierno ha sido lesiva para la recuperación de la economía española. Es muy pesado pero ha de repetirse una y otra vez.
El grueso de los trabajos realizados sobre la incidencia de la política fiscal, tanto en los estados desarrollados como en los emergentes, arroja conclusiones claras.
Primera: en promedio, el multiplicador del gasto se sitúa entre 0,6 y 1, mientras que el de los impuestos (subidas) entre -2 y -3.
Y eso opera de igual manera tanto durante los auges como en las recesiones o en las fases bajas del ciclo (Ramey V.A., Ten Years After the Financial Crisis: What Have We Learned from the Renaissance in Fiscal Research? Journal of Economic Perspectives, May 2019).
Un lector irónico-escéptico se morirá de risa cuando lea esto pero el problema es que es verdad. Antes o después, el Manual pasa factura. Y esto pasará mucho antes, contradiciendo a Keynes, de que estemos muertos.