Un año más, nuestra Constitución cumple años. Cuarenta y cinco, nada más y nada menos. Y, pasado el día de su aniversario es un buen momento para hacerle un chequeo a su salud.
¿Está fresca y vigente, como una jovenzuela? ¿O, por el contrario, empieza a tener los achaques propios del paso de los años? Pues ni sí ni no, sino todo lo contrario. Eso es lo único que se me ocurre contestar.
A diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, nuestra Constitución es suficientemente joven para que todavía seamos muchas las personas que recordamos su llegada a nuestro país.
En mi caso, era solo una niña. Pero tenía la suficiente intuición para percatarme que aquello no era una ley más, aquello era algo importante. Muy importante. No sabía muy bien por qué, pero sabía que eso lo iba a cambiar todo. Y para bien.
No tardé en confirmar mis sospechas. Ya más mayorcita, en la primera adolescencia, viví aquel 23 de febrero que podría habérsela llevado por delante. Y, como mucha gente en mi ciudad, Valencia, con toque de queda y tanques en la calle, pasé miedo. Un miedo a lo desconocido que se palpaba en el ambiente, y que aterrorizaba, sobre todo, a quienes vivieron la Guerra Civil.
Así que, aun sin saber exactamente qué decía aquel documento, crecí siendo consciente de su importancia. De hecho, todavía conservo el primer ejemplar que tuve, uno que repartió en los colegios el ayuntamiento de la ciudad donde estaba ubicado. Y con él estudié toda la carrera de Derecho, cuando ya era perfectamente consciente de lo que era aquello. La Constitución era, pese a su pequeño volumen, el documento que acreditaba que habíamos dejado de ser una dictadura para pasar a ser una democracia. Ahí es nada.
Quizás por eso, porque tengo una edad y aún palpé el miedo en mi casa, me da tanta pena lo que está pasando. Y no me refiero a la amnistía, ni a los pactos para gobernar España que son cosa de políticos y en los que ni puedo ni quiero entrar. Me refiero a la apropiación del término "constitucionalistas", que lleva el mismo camino que sufrió en su día la bandera de España, que hoy parece ser solo patrimonio de una parte del
espectro político.
Según el diccionario de la Real Academia, constitucionalista es la persona "que defiende la Constitución vigente en un estado", mientras que Constitución se define como la "ley fundamental de un estado que define el régimen básico de los derechos y libertades de los ciudadanos y los poderes e instituciones de la organización política".
Por tanto, nuestro Diccionario hace referencia al derecho y libertades y a poderes e instituciones. Nada dice de unidad territorial que es, sin embargo, el santo y seña que enarbolan quienes se definen a sí mismos como constitucionalistas, como si el resto de la ciudadanía no lo fuéramos.
Y sí dice, por cierto, de los órganos e instituciones, entre los cuales tenemos un Consejo General del Poder Judicial caducado que no parece importar tanto como debiera. He de reconocer que, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con la RAE, y creo que lo realmente importante de una constitución son los derechos y libertades de la ciudadanía.
Es eso, y no una bandera, ni unas fronteras, lo que caracterizan un verdadero estado democrático, lo que le distinguen de otras formas autoritarias de poder como la que esté país sufrió durante cuarenta años. Y me niego a que nadie me lo quite, ni s que convierta la Constitución en el patrimonio exclusivo de determinado bloque político.
La Constitución, señoras y señores políticos, nos pertenece a todas las personas. Hagan el favor de no apropiársela, y de no autoproclamarse como la guardia de una misión sacrosanta. Recuperemos el consenso que tuvimos un día antes de que sea tarde. O acabaremos arrepintiéndonos.