Mustafa da un corte limpio y certero, de derecha a izquierda, en el cuello del carnero. “Alá es grande”, repite como un mantra. La abundante sangre corre, salpicando a borbotones con cada espasmo del animal. De nuevo otro tajo, más sangre que se agolpa en las canaletas teñidas de intenso rojo. Y así hasta degollar a casi doscientas piezas para cumplir con una de las tradiciones que dicta el islam: sacrificar un borrego para recordar la sumisión y la entrega a Dios. Es la fiesta del cordero, el Eid al Adha, un día grande para la comunidad musulmana en todo el mundo, que en Granada se ha desplazado de los hogares a los mataderos. Así lo viven sus protagonistas.
La jornada, una de las más importantes del calendario para los musulmanes, arrancaba pronto en la antigua metrópoli nazarí. Al aire libre —como dicta la norma— y con la Alhambra al fondo, la comunidad de la Mezquita Mayor de Granada se citaba en el cerro del Aceituno, en el Albaicín, la zona más alta de la ciudad. Familias completas desplegaban sus alfombras para comenzar el rezo. De un lado los hombres, de otro las mujeres y niños. Ellos, de chaqueta y corbata, también con alguna chilaba; ellas, con vistosos pañuelos y vistosos vestidos. Atuendos con los que subrayar que el de hoy no es un día cualquiera para los seguidores del Islam.
Más de 300.000 personas convierten a Andalucía, la antigua Al-Andalus, en la segunda región española en número de musulmanes, sólo por detrás de Cataluña. De ellos, la décima parte vive en Granada, donde se asienta una de las mayores comunidades de fieles españoles. De media, seis de cada diez seguidores de Alá es inmigrante, la mayoría proveniente de Marruecos.
Ahmed Bermejo Mendoza nació en Granada. Hijo de dos musulmanes conversos, una americana y un gallego, hoy ejerce de imán en la Mezquita Mayor de Granada, situada en la plaza de San Nicolás, un espacio frecuentado por turistas de todo el mundo por las espectaculares vistas que ofrece de la Alhambra. Ahí se congrega una de las comunidades de musulmanes más numerosa de la ciudad aunque la oración hoy se haga a cientos de metros.
Sumisión y entrega
En mitad de una explanada árida, a la sombra de varios pinos, Ahmed insiste a sus fieles que el Islam significa sumisión y recuerda que el mejor ejemplo está en el mandato que Alá dio a Abraham. Debía matar a Ismael, su primogénito, que acató el dictado de su Dios sin poner reparo. Y justo en el momento en el que iba a cercenar el cuello a su hijo, viendo la prueba de una incuestionable lealtad, Dios paró al profeta, perdonando la muerte de su vástago. En su lugar, y como agradecimiento, sacrificó un carnero. Y así se viene repitiendo —detalla el imán— como “ejemplo de sumisión y entrega a Dios”.
Un hijo para Abraham, meses de ahorro para los musulmanes de hoy. Sacrificar un carnero, “un sacrificio magnífico” —como detalla el Corán—, supone para las familias un considerable esfuerzo económico. Hay algunos que no pueden permitírselo y celebran la fiesta gracias a la generosidad de sus amigos. Todo hoy toma un cariz festivo, para quienes pueden costearse el cordero y para quienes reciben de los suyos el preciado regalo.
Mustafa El Bouhali lleva meses ahorrando para cumplir con el precepto que le dicta su religión. Su familia es humilde, vive en La Cartuja —uno de los barrios más desfavorecidos y conflictivos de Granada— y con esfuerzo ha pagado los 140 euros que cuesta en España un cordero. En su Marruecos natal el precio asciende a los 250 euros, algo prohibitivo para muchos. Su carnero es joven, de más de seis meses y menos de un año y en torno a la veintena de kilos. Lo muestra orgulloso en el maletero de su coche. Para llevarlo a casa ha pasado horas apostado a las puertas del matadero de Santa Fe, a las afueras de Granada. Allí se congregan muchos musulmanes después de la oración, que marca el inicio de los sacrificios.
Cada vez más son los fieles que ejecutan a los corderos en los mataderos certificados como halal y que, por tanto, cumplen con la norma musulmana a la hora del sacrificio. Una medida más higiénica y cómoda para las familias pero que sigue siendo fría para quienes se crió matando corderos en casa. “Desde joven, a los trece años, nuestros padres nos enseñan a degollar a los carneros”, detalla otro Mustafa, Nchad de apellido, uno de los matarifes que rebanará el pescuezo de un centenar de animales. A sus 53 años ya suma 22 sacrificando. “Siempre mirando a la Meca y dándole gracias a Alá en nombre de la familia que paga el animal”, añade quien cumple con los requisitos imprescindibles para poder ejecutar la matanza: ser musulmán, varón, adulto y haber orado antes de acometer la acción.
Mustafa tiene las manos llenas de sangre, también el delantal, que apenas contiene la abundante líquido que salpica de los cuellos degollados. “Se pone el carnero en el suelo y se le hace un corte limpio de izquierda a derecha, así se le corta a la vez la carótida y la yugular para que el animal no sufra”, explica. “Muere en segundos”, certifica, pero las continuas convulsiones convierten la liturgia en un desagradable acto a los ojos de un profano en la materia. El olor es intenso, una mezcla entre amoniaco, sangre y heces, en las cuadras donde se agolpan las dóciles piezas. Y en minutos, el rojo tiñe la estancia en la que el matarife salda los sacrificios.
Mustafa El Bouhali lleva meses ahorrando para cumplir con el precepto que le dicta su religión. Su familia es humilde, vive en La Cartuja —uno de los barrios más desfavorecidos y conflictivos de Granada— y con esfuerzo ha pagado los 140 euros que cuesta en España un cordero. En su Marruecos natal el precio asciende a los 250 euros, algo prohibitivo para muchos. Su carnero es joven, de más de seis meses y menos de un año y en torno a la veintena de kilos. Lo muestra orgulloso en el maletero de su coche. Para llevarlo a casa ha pasado horas apostado a las puertas del matadero de Santa Fe, a las afueras de Granada. Allí se congregan muchos musulmanes después de la oración, que marca el inicio de los sacrificios.
Mataderos certificados
Cada vez más son los fieles que ejecutan a los corderos en los mataderos certificados como halal y que, por tanto, cumplen con la norma musulmana a la hora del sacrificio. Una medida más higiénica y cómoda para las familias pero que sigue siendo fría para quienes se crió matando corderos en casa. “Desde joven, a los trece años, nuestros padres nos enseñan a degollar a los carneros”, detalla otro Mustafa, Nchad de apellido, uno de los matarifes que rebanará el pescuezo de un centenar de animales. A sus 53 años ya suma 22 sacrificando. “Siempre mirando a la Meca y dándole gracias a Alá en nombre de la familia que paga el animal”, añade quien cumple con los requisitos imprescindibles para poder ejecutar la matanza: ser musulmán, varón, adulto y haber orado antes de acometer la acción.
Mustafa tiene las manos llenas de sangre, también el delantal, que apenas contiene la abundante líquido que salpica de los cuellos degollados. “Se pone el carnero en el suelo y se le hace un corte limpio de izquierda a derecha, así se le corta a la vez la carótida y la yugular para que el animal no sufra”, explica. “Muere en segundos”, certifica, pero las continuas convulsiones convierten la liturgia en un desagradable acto a los ojos de un profano en la materia. El olor es intenso, una mezcla entre amoniaco, sangre y heces, en las cuadras donde se agolpan las dóciles piezas. Y en minutos, el rojo tiñe la estancia en la que el matarife salda los sacrificios.
Después se despellejan y se le sacan las entrañas, lo único que se puede comer hoy. La carne deberá esperar durante todo un día para que se desangre la pieza por completo. La familia El Bouhali espera con ilusión al cordero. Los niños hacen fiestas cuando lo ven entrar por la puerta del degradado bloque en el que viven. Las vecinas se asoman para verlo pasar sin poder reprimir las caras de asombro. La sangre sigue chorreando por los pasillos.
Khadija, la matriarca de la familia, sopla las ascuas y una densa humareda se empieza a extender desde la cocina al resto de la casa. “Es para hacer los pinchitos del hígado y de las tripas”, explica, mientras mueve unos macarrones que hierven en una olla. “A los niños no les gusta el cordero”, certifica. Sin embargo, los zagales —que aprovechando la fiesta han retrasado la vuelta a la escuela— no tienen reparos en tocarlo, halar del cuerno y ponerse sobre los hombros la grasa que envuelve las entrañas del animal, una especie de trama blanca que la familia también utilizará para hacer más jugosos la carne a la brasa.
“Un sacrificio magnífico”
Mientras, en la zona noble de la casa, sentado en un sofá traído expresamente desde Marruecos, el patriarca de la familia departe con un amigo mientras que sirve el té morruno, dulce y con sabor a yerbabuena. Viste un jabadour, una especie de chilaba usada para las fiestas y la oración. “Solo nos comeremos un tercio del cordero, mañana haremos cuscús con una de las patas; y más de la mitad la daremos a nuestros amigos que no han podido comprar uno”, explica mientras come unos dulces típicos hechos con miel y frutos secos.
Hoy romperá el ayuno con las vísceras a la brasa del cordero que acaba de adquirir. Pone trozos pequeños en mitad del pan y los condimenta con sal y comino. Al fondo, en árabe, un cuadro recuerda el peso de la religión: Alá es grande. “Mañana nos comeremos la cabeza, los sesos, que saben buenísimos”, puntualiza.
Hace once años que llegó a España, sus tres hijos han nacido en suelo español, y en días como hoy recuerda lo que dejó en Marruecos. “Hoy llamaré a la familia y, después de felicitarlos, les preguntaré por el cordero”, relata Mustafa. “Es un día de fiesta —concluye— porque celebramos la recompensa al esfuerzo de todo un año”.
Un hijo, un carnero o los ahorros de todo un año. “Un sacrificio magnífico” que recuerda la sumisión y la entrega a Alá de todo su pueblo, esté donde esté.