Hoy llegué temprano a Las Teresas y no había nadie. Había llovido y desde el ventanal de mi rincón favorito veía la calle empedrada con sus losas brillantes. Percibía el olor a tierra mojada disfrutando del silencio en un interior solo para mí. Un día más paraba en mi taberna preferida del barrio de Santa Cruz.
En este escondrijo de la auténtica Sevilla no pasa el tiempo. Me gusta mirar a través de los cristales la calle aún salpicada y las blancas fachadas en una quietud quizás interrumpida por unos pocos transeúntes que en su lento deambular contemplan asombrados el espíritu del corazón de la ciudad.
Miro hacia la esquina que hace la barra de madera enrojecida y mármol blanco y bajo los jamones colgados del techo observo a unas jóvenes francesas que piden un Canasta con jamón además de caña de lomo. Siempre hay por aquí más extranjeros que nacionales, eso ayuda a evadirte en tu propia ciudad. Es una isla a pocos minutos del centro de la capital, es una forma de salir de la ciudad sin ausentarse de la misma.
Rodeado de una antigua balanza y una exposición de fotografías en blanco y negro de toreros, actores famosos, cantantes y otros personajes, pienso en aquellos días de universitario cuando un viernes invernal nos alegraba la noche la tuna saboreando un blanco semidulce del Aljarafe acompañado de un queso añejo.
Y resuenan esas conversaciones cercanas de conquistadores cosmopolitas que no puedes evitar escuchar cuando cuentan sus triunfos por doquier en el arte de la seducción a la guapa mujer junto a él en una larga noche donde uno rememora aquellos días que permanecen en nuestro recuerdo entre estos muros. Y cómo esos señores, quizás poetas, quizás pintores, quizás soñadores, exponen sus aventuras ante unos contertulios incrédulos que quieren creerlos entre copa y copa de manzanilla fría y palo cortado.
Una guitarra flamenca y una voz femenina animan en el otro extremo cuando ya quedan pocos huecos en este mi lugar predilecto de la antigua Sevilla en la noche de los tiempos de esa ciudad que nunca querríamos ver pasar.
La rubia de ojos celestes está frente a ti o tú te has situado en esa perspectiva y quieres que ella te mire aunque sea de reojo mientras escuchas a tu amigo que te habla de aquellos días gloriosos cuando pensabas en un futuro con un horizonte ilimitado en tanto deleitabas la noche apoyado en la barra.
No importa que llueva por fuera pues te guarecen las estanterías surtidas de la bodega, el cuchicheo de los camareros, la conversación en inglés de esas ilustres visitantes, la alegría de una noche mágica que no está dispuesta a claudicar.
Una historia a tu lado que sabes que es mentira pero no para él, pues él se la cree cuando la cuenta a su interlocutor que desea pensar que sí es verdad ¿O a qué ha venido a esta taberna sino a olvidar? A quitarse su pesar en esta larga noche de suspiros e inquietudes que no quieres que acabe ayudado por tu acompañante bebedor para el que todos los días son fiesta. Te envuelves en la noche sin una hora que ponga fin, tus anhelos emergen manifestándose tímidamente y te embriagas con el vino que degustas agradecido. Ya no tienes noción del tiempo, esa es tu hora.
El camarero de Las Teresas te rellena la copa y tú te acuerdas de aquella morena que aquel día estaba a tu lado, es como si estuviese de nuevo ahí y tú a punto de atreverte a conquistarla invadiéndote de nuevo tu timidez. Otra vez será, otra noche vendrá.
Hoy Las Teresas son mi refugio en esta Sevilla que nunca duerme, que siempre nos acompaña en la noche de nuestros sueños.