Cuando Julie, la protagonista de La peor persona del mundo, cumple 30 años, piensa en que a su edad todas las mujeres de su familia que la precedieron ya se habían casado, tenido varios hijos, divorciado o, incluso, muerto, si en su época la esperanza de vida era más corta. Su sentimiento ante esta idea es ambivalente, porque le recuerda todo lo que no ha logrado, pero también que la libertad de la que disfruta hoy le permitirá hacerlo a su propio ritmo.
Esa libertad, sin embargo, está condicionada por los escollos y desvíos que su generación ha encontrado en el camino que recorrieron las generaciones previas. Para entenderlo no le hace falta compararse con su madre, puede hacerlo con los amigos de Aksel, su novio, solo un poco más una década mayores que ella. Entrando en los 40 ese grupo social ya tiene la vida definida, trabajos estables, casa propia, matrimonio, hijos. Mientras, Julie ni siquiera sabe lo que quiere. Pero quién se atrevería a culparla. O a exigirle certezas, cuando vivimos en una época en la que el mundo puede cambiar totalmente de la noche a la mañana y encadenar una nueva crisis antes de que se haya superado la anterior.
Como decía Milan Kundera en La insoportable levedad del ser: "El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida. (...) Lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo". Y en ese ensayo permanente que es su propia vida, Julie se siente como una espectadora. "Estoy interpretando un papel secundario en mi historia" dice durante la larga conversación de ruptura con una de sus parejas. La vida se transita a medida que se va aprendiendo y de lo único que está segura es que seguirá probando y equivocándose hasta descubrir cuál es su lugar.
Algunos pueden ver esa actiud de vacilación constante como volatilidad, pero vivir sin miedo a lanzarse al vacío y empezar de nuevo varias veces requiere valentía. También es una situación de privilegio cuando el dinero no es un condicionante, pero esa sería otra película. La de Joachim Trier está interesada en contar la experiencia de Julie en concreto. No como norma, tampoco como la excepción que la rompe, pero siempre permitiéndole a su protagonista equivocarse todas las veces que necesite. Aunque no llegue resolver nunca su enigma más allá de la aceptación de sí misma.
Renate Reinsve, quien ganó el premio a mejor actriz en el pasado Festival de Cannes por esta interpretación, le da vida a Julie y su magnetismo en pantalla es lo que nos hace conectar con su historia sin que podamos oponer resistencia. La presencia de Reinsve es tan potente que recibimos sus contradicciones como si fueran días y noches noruegos, en los que el tiempo es relativo si nos ceñimos a las horas de sol. Las secuencias de la fuga en la que se detiene el tiempo y la de sus alucinaciones (de las que probablemente escucharéis hablar mucho), podrían no estar en el metraje y La peor persona del mundo seguiría teniendo el mismo impacto. Es físicamente imposible quitar los ojos de la pantalla cuando está Julie y la cámara lo sabe. Joachim Trier lo sabe.
Esta dramedia existencial generacional y su protagonista son realmente memorables, pero a pesar de todas sus virtudes, me resulta imposible no preguntarme si hasta cierto punto Julie no es la visión de una mujer de 30 años del siglo XXI que tienen dos varones cuarentones, Trier y Eskil Vogt, sus guionistas. De Aksel, el personaje que podría ser el alter ego de ambos, sabemos muchas cosas; se mete en jardines, se enfrenta a situaciones complejas, expone toda su filosofía de vida. Julie no tiene conversaciones con otras mujeres en las dos horas de la película. No tiene amigas. Tampoco amigos. Sabemos muy poco, casi nada, sobre lo que piensa sobre la vida en general o con qué sueña. Quizá esa es la clave de la película y no lo sabemos porque ella misma no lo sabe.
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