El cine de las últimas décadas no sería el mismo sin los hermanos Coen. Desde que dejara a todos ojipláticos en 1984 con Sangre Fácil, han ido construyendo una carrera insobornable. Han sido fieles a sus filias y sus fobias y construido un universo poblado por personajes excéntricos, humor negro, violencia y una radiografía cruel y despiadada de la condición humana, comandada por la avaricia y el individualismo atroz. Un cóctel en el que se mezclan las influencias literarias más variopintas, y en la que normalmente no se cita a William Shakespeare, aunque quizás el británico esté en el origen de todo.
Es cierto que el escritor está en el origen de todo, y que cualquier dramaturgo o guionista mencionará sus obras como fundacionales. Y aunque no sea un nombre que se asocia a la carrera de los Coen, sí que es fácil ver personajes que parecen versiones de arquetipos shakespearianos. ¿O es que no era El Nota o un trasunto del carismático Falstaff? No hay que rebuscar tanto, sólo estar atento y hasta localizar menciones explícitas, como en Crueldad Intolerable, en la que literalmente se cita un fragmento del poema Venus y Adonis: “Dejad las promesas, las lágrimas fingidas y los halagos. Cuando el corazón es duro no causan estragos”.
Por eso tampoco resulta tan extraño que para la primera película de Joel Coen como director de forma independiente -es decir, sin su hermano Ethan como correalizador- haya acudido a la materia prima, a la obra de Shakespeare de forma directa en una adaptación de Macbeth que se mantiene fiel al texto y que es, además, un homenaje a las versiones clásicas de Laurence Olivier en los 40 y 50. En una época en donde la norma es la revisión, la actualización del clásico para hacerlo contemporáneo y moderno, Joel Coen opta por lo contrario, por atarse a los versos de Shakespeare y ser fiel en trama, época y localización. Lo que provoca es un efecto casi revolucionario, dejando claro que las obras maestras no hay que tocarlas porque siguen siendo actuales pasen los siglos que pasen.
Lo fácil hubiera sido hacer un Macbeth en su propio universo coeniano. Llevarlo al humor negro, a sus códigos propios. Pero en esa fidelidad dejan claro que el mundo de Shakespeare y el de Joel Coen siempre han tenido un cordón umbilical que los unía, y que la capacidad del autor británico para radiografiar las miserias humanas es tan vigente como cuando las escribió. Las traiciones de Macbeth las vemos en los partidos políticos, en las grandes compañías. Puede que sin sangre, pero con la misma sed avariciosa.
Si en el texto apuestan por la fidelidad a la fuente original, también en la puesta en escena. Primero con la elección del formato, casi cuadrado que remite al cine clásico y, sobre todo, a esas adaptaciones dirigidas por Laurence Olivier, como el Hamlet de 1948 que tiene mucho en común con este Macbeth. También en la fotografía, que ya entonces bebía del cine expresionista alemán de los años 20, una herencia que no sólo se mantiene, sino que se lleva hasta el paroxismo. Joel Coen, ayudado de la increíble fotografía en blanco y negro de Bruno Delbonnel retuercen cada composición, cada plano y cada escena para acercarse al expresionismo. Es un trabajo apabullante, de una belleza increíble y que debería reconocerse en todos los premios.
En su formato cuadrado asfixiante, en sus ecorados que tienen una austeridad de un teatro que ensalza la palabra, y en su fotografía tan hermosa como siniestra, Joel Coen y Delbonnel encierran a unos actores que se dejan la piel en sus papeles. Denzel Washington está perfecto, hasta contenido para ser un intérprete con tanta tendencia a los excesos. Frances Mcdormand vuelve a demostrar que puede hacer lo que le dé la gana, pero la gran sorpresa viene de la mano de Kathryn Hunter, como las tres brujas.
Un trabajo en el que la voz y el cuerpo cobran una importancia excepcional. Su presencia no es casual, sino que es un nuevo guiño a la tradición shakespeariana que Joen Coen demuestra conocer a la perfección. Fue la primera mujer británica en interpretar al Rey Lear en una adaptación teatral, y es una experta en Shakespeare, miembro de la Royal Shakespeare Company y una eminencia en las tablas británicas. Lo coeniano y lo shakespeariano unido sin necesidad de subrayados ni reactualizaciones, sólo con el amor a los clásicos y su poder.
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