Llevamos más de 30 días encerrados en casa. Las noticias del coronavirus nos bombardean. A las 11:30 los datos. Muertos, contagiados, crisis. Ruedas de prensa, declaraciones de Fernando Simón, Illa. Comparecencias de Pedro Sánchez, de Pablo Casado. Ataques, insultos, fake news, bots rusos… Una sobreinformación que muchas veces complica nuestra propia salud mental. Los influencers no paran de vendernos frases de Mr. Wonderful en sus directos de Instagram, una vitalidad que contrasta con la realidad.
En esa rutina en la que todo cansa yo he encontrado un momento de felicidad, un respiro diario. No son los aplausos de las 20:00, en los que hasta el Resistiré se ha convertido en una tortura parecida a la de Álex en La Naranja Mecánica, obligado a ver una y otra vez lo mismo. Mi balcón particular llega a las 21:30, y lo hace en forma de llamada de teléfono. A esa hora, cuando yo ya he cenado y estoy a punto de ver una serie o una película, me llama mi padre. Puede sonar estúpido, una llamada familiar, sin más. Entiendo que para todos sea así, pero en este confinamiento mi padre se ha hecho cinéfilo, y gracias al cine yo he descubierto a mi padre. Hemos hablado más que nunca -realmente lo hacíamos poco-, y sus llamadas casi diarias han sido ese soplo de aire fresco que otros han encontrado haciendo pan.
Vayamos por partes. Mi padre es un señor de Valladolid. Y aunque yo tenga poco que ver con ese estereotipo pucelano sí hay algo que comparto con él. La procesión la llevamos por dentro. No nos gusta la pornografía emocional -aunque puede que este artículo que le dedico la roce-, nos guardamos los sentimientos dentro. No tenemos que contarnos las cosas constantemente. Cuando voy a casa hablamos lo justo. De política, de fútbol, del trabajo… de actualidad. Él había dejado de ir al cine hace mucho tiempo.
Está operado de los oídos, no oye por uno y por el otro le cuesta. Se negaba a los subtítulos, y cuando iba con mi madre por hacerle un favor (a ella sí que le gusta) lo único que conseguía era cabrearse porque no se enteraba de nada. Tampoco es que le interesara mucho el cine, prefería dedicar su tiempo libre tomando un vino con mi tío, dando un paseo. Controlaba los bares del barrio con fluidez, pero si le preguntabas qué había en la cartelera la respuesta sería el silencio.
El año pasado decidió ponerse un ‘aparato’ -como él lo llama- en el oído. Un sonotone de toda la vida que hasta ahora había rechazado. Y de repente descubrió la vida de nuevo. También el cine. Empezó a ir los miércoles, y esta navidad nos sorprendió a todos con una petición para los Reyes: un reproductor de DVD y Blu Ray. El que había en el salón yo me lo traje a Madrid, ya que allí no se usaba, pero dejé un cuarto lleno de películas. Cientos y cientos de títulos que siempre pensé que estaban condenados a coger polvo hasta que los rescatara.
Yo pensaba que ese era el típico regalo que acaba olvidado en un armario, que nunca lo utilizaría. A pesar de todo, le enseñé a usarlo y él cogió notas en un cuaderno para no olvidarse. No pensé que aquel Blu Ray fuera a convertirse en el regalo que nos iba a unir en este confinamiento. El primer mensaje llegó en forma de Whatsapp: “¿Me recomiendas Indochina?”. No entendía nada. ¿Mi padre me preguntaba si le recomendaba una película de Régis Wargnier?, ¿qué clase de brujería era esa?
Le dije que no la había visto y que lo mismo se estaba confundiendo con Chinatown, la obra maestra de Polanski. Me dijo que no, que la había visto en mi estantería de DVDs y que le apetecía verla. Así que se la puso y comenzó una rutina cinéfila. Cada día del confinamiento, o casi todos, se ve una película. Si es muy larga se la ve en dos trozos. Y luego me llama para comentarla. Nuestro cine fórum empieza a las 21:30. Es la hora a la que me llama. La hora también tiene explicación. Mi padre es diabético y tiene que pasear todos los días, pero lo hace por el garaje del edificio para no salir a la calle y no saltarse la reclusión.
El primer día me sorprendió la llamada. En mi casa si alguien llama es mi madre, y cuando nosotros llamamos siempre la llamamos a ella, que ya se encarga de pasar el aparato a mi padre para saludar rápidamente. Pero esta vez llamó él. “¿Te molesto?”. Le dije que no, y me contó que en su paseo de media hora había pensado llamarme porque estaba viendo muchas películas y así podíamos comentarlas. Mi padre se había hecho cinéfilo durante el confinamiento y quería compartirlo conmigo. El mismo que no se leía el blog de cine que escribía porque no entendía la mitad de las cosas que ponía.
Esa llamada se ha convertido en rutina. Es nuestro momento. Comentamos lo que ha visto -Uno de los nuestros le ha parecido un poco larga y El topo confusa, pero le hizo ilusión que yo la recomendara en el periódico-. Me pregunta por directores, títulos, y las que me han gustado que creo que a él pueden gustarle. Cada vez que me acuerdo de alguna se la mando por Whatsapp, para que la tenga apuntada y la busque. Él también bucea por mis estanterías en busca de descubrimientos.
También de películas que le gustaron en el cine y que no había podido ver hasta ahora. Las ve en castellano y con subtítulos, por si el oído le falla. Ya lee hasta subtítulos. No me lo creo. “¿Me gustará Los Otros?”, me preguntó hace poco. Le dije que era maravillosa, pero que sabía que no le gustaba el terror, así que mejor viese Mar Adentro. La tiene en la rampa de salida. El cine para mi padre es analógico. Nada de Netflix.
Con su peculiar sentido del humor también me reta. “¿A qué no sabes que película voy a ver hoy?”, me llegó esta vez en forma de Whatsapp. No me digáis por qué pero sabía cuál era. En los viajes familiares en coche a Málaga siempre se ha repetido una broma, y es que mi padre sólo había visto una película en el cine y era su favorita: El honor de los Prizzi. Así que me tiré a la piscina y le dije que seguro que era esa. Efectivamente. Ahí estaba el DVD de la película de John Huston, cogiendo polvo en mi cuarto de adolescente, y ha sido mi padre el que lo ha rescatado del olvido. No yo.
En estos momentos tan extraños esa llamada se ha convertido en lo mejor de mi confinamiento. Nunca había hablado tanto con mi padre, y menos de cine. Puede que cuando esto acabe y se pueda salir a la calle él vuelva a su rutina. Al vino, el bar, al paseo por el barrio. Será lo normal, y no lo juzgaré, porque lo que esta cuarentena y el cine han unido ya no lo separará nadie.