La crisis de refugiados llenó los telediarios de noticias. Las imágenes de decenas de personas amontonados en una balsa jugándose la vida para escapar de la guerra se quedaron grabadas en la retina de todo el mundo. Entre todas aquellas, una fue especialmente dolorosa, la del niño Aylan tirado en la orilla de una playa.
Por desgracia aquella ‘moda’ mediática de hablar de los refugiados duró poco. Las audiencias marcaron otra cosa de la que hablar, y ya pocos hacen caso a la labor de Open Arms o a los centenares que mueren en el mar cada mes.
El cine también se volcó con el tema. Guediguian, Kaurismaki y hasta Haneke pusieron en ellos su mirada, cada uno en su estilo. Y ahora, ha sido la libanesa Nadine Labaki la que ha dedicado su nueva película a una realidad tan dolorosa que hasta cuesta mirar. Labaki ha dado un giro en su carrera, y si en sus anteriores obras (¿Y ahora ádonde vamos? y Caramel) jugaba a la fábula para sus historias de denuncia en su país, aquí se pasa al cine social más crudo para retratar la historia de un niño refugiado en el Líbano, donde las personas que huyen de Siria se amontonan en barriadas de sin papeles que malviven sin derecho a nada, ni siquiera al hospital.
En Cafarnaúm, con la que ganó el Premio del Jurado en Cannes, sigue a un niño refugiado en el líbano que vaga por sus calles para mostrar las grietas de un sistema que permite que eso ocurra mientras mira hacia otro lado. Parte de una premisa sorprendente, ese niño llega a denunciar a sus padres por haberle dado la vida. Una vida condenada a la miseria, sin esperanza. O no mientras no cambiemos las estructuras geopolíticas que marcan el orden mundial.
Muchos han visto en esa trama una acusación de la directora a que ciertas clases sociales no tengan hijos, algo que se desarma en varios momentos de la película. Labaki ni siquiera juzga a unos adultos capaces de vender a su hija cuando tiene el primer periodo para que se case. Son víctimas de un sistema que lo permite. Ellos solo sobreviven, y lo hacen lo mejor que saben dentro de las pocas opciones que se le dan. Algo que queda claro cuando al final la madre espeta a esa abogada rica (que interpreta la propia Labaki en una decisión errónea) que ella no hubiera durado ni un minuto en su lugar.
Acierta la directora en no culpar a los adultos, y hasta se molesta en justificar sus decisiones. En uno de los primeros compases vemos a un bebé atado con una cadena al pie. Más tarde veremos como el protagonista recurre al mismo método para proteger al bebé al que cuida para que no consuma los medicamentos que manipulan para sacar dinero.
Desde su paso por Cannes, donde dividió a la crítica de forma radical, se acusó a la directora de pornografía sentimental o porno miseria. Llegan cientos de filmes mucho más manipuladores y en el que se muestran más miserias y tragedias. Labaki no se recrea en las brutalidades que ocurren, de hecho las más grandes suelen quedar en fuera de plano o sólo se da a entender que han ocurrido. Hay mucho más sentimentalismo y gusto por la tragedia en aquella Slumdog Millionaire que conquistó a la crítica que en Cafarnaúm.
Cafarnaúm desprende realismo, emoción y sentimiento. Apela al corazón, y se moja y va al barro, aunque eso la lleve a cometer algún exceso, aunque todo queda cubierto por el hipnotismo y la interpretación del chaval protagonista, Zain Al Rafeea, encontrado en las calles del líbano, auténtico refugiado y ahora en Noruega gracias al filme. Una película que hay que ver y debatir. No para lavar nuestra conciencia de primer mundo, como muchos han acusado a Labaki, sino para ser conscientes de que todo es político, y nuestras decisiones y compromiso importan.