Martin Scorsese tiene poco que demostrar. El olimpo cinematográfico le tiene guardado un sitio especial gracias a títulos clave como Taxi Driver o Uno de los nuestros. Además, el ansiado Oscar al Mejor director que tanto se le resistía llegó en 2006 por Infiltrados. Tardó casi 40 años en conseguirlo y lo hizo por una película menor en su filmografía. El director se ha ganado ese privilegio de poder hacer lo que quiere y cuando quiere. Después de la estatuilla -y tras un descanso de cuatro años- sorprendió con un thriller inofensivo como Shutter Island, pero después se puso las pilas. Primero vino su carta de amor al cine, La invención de Hugo -por la que volvió a ser nominado al Oscar-, y hace tres años dejó a todos rotos con El lobo de Wall Street.
El Scorsese más canalla, rebelde y provocador volvía a escena. Lo hacía sabiendo que se podía permitir los excesos que quisiera. Junto a su colega Leonardo DiCaprio hizo un retrato feroz del capitalismo salvaje, del sueño americano y sus víctimas, nosotros. Tan políticamente incorrecta que nadie pensaba que los Oscar se fueran a acordar de ella. Error. Cinco candidaturas, entre ellas las más importantes. Por si fuera poco arrasó en taquilla. Más de cien millones de dólares en EEUU y otros 275 en el resto del mundo. Por primera vez había conseguido arrastrar a las salas a otro tipo de público que el cinéfilo que acude sólo por su firma.
Con la gente en el bolsillo era el momento perfecto para intentar levantar uno de esos proyectos que le obsesionan desde hace años. 28 exactamente son los que han pasado desde que leyó Silencio, la obra de Shusaku Endō, y supo que ahí había una película. La obra del japonés sobre los misioneros jesuitas que acudieron al país nipón en el siglo XVII a extender el cristianismo y se encontraron con la oposición y las barbaries de las autoridades, era perfecta para él. La religión es un tema que Martin Scorsese ha tratado en varias ocasiones. Lo hizo con su polémica La última tentación de Cristo, y también con Kundun. Ahora cierra esta trilogía con esta reflexión sobre la fe y lo que se hace en su nombre. Sobre imponer una religión sobre otra y obligar a la gente a pensar como uno mismo.
La película no podía esperar más, y Scorsese se negó a estrenar algo que no fuera Silencio después de El lobo de Wall Street. Se sentó con Jay Cocks (guionista de Gangs of New York y La edad de la inocencia) y a cuatro manos parieron el guion definitivo. Con un presupuesto estimado de 50 millones -la mitad de su anterior película- y una duración de casi tres horas muchos se preguntan por la comercialidad del filme. Ni lo saben ni les importa. Silencio es una película difícil, tranquila. No está hecha para ese gran público que sí disfrutó El lobo de Wall Street.
Son las dos caras de la moneda de un director privilegiado. Dos obras maestras al alcance de muy pocos, y tan diferentes entre ellas que costaría decir que están firmadas por la misma persona. La furia y el frenetismo de El lobo se sustituyen por la sutileza y la contemplación. Scorsese no sólo no se ha dormido, sino que ha vuelto con una de sus obras más complejas. Un tratado sobre la religión que dará que hablar. El exceso frente a lo íntimo -Silencio es casi un monólogo interior-. El director pone a prueba la fe del espectador, también su paciencia. A cambio le ofrece imágenes deslumbrantes y decenas de preguntas en su cabeza. Sólo en sus últimos quince minutos finales pierde el norte y aboga por un cierre tan moralista como inconsistente con lo mostrado antes.
Las críticas ya se han rendido a sus pies y comparan su último trabajo con la obra de Bergman y Dreyer, sin embargo los premios le han dado la espalda hasta el momento. Los Globos de Oro ignoraron la película, y el Sindicato de Actores ni siquiera se acordó del inmenso Andrew Garfield, que encadena su gran papel en Hasta el último hombre con el de este Padre Rodrigues, para el que estuvo una semana de retiro espiritual y un año estudiando a los jesuitas. Por su parte Adam Driver perdió casi 23 kilos. Para él queda una de las escenas más sobrecogedoras de la película. Ambos renunciaron a su salario principal y se ajustaron al mínimo establecido por el Sindicato de Actores. Silencio tenía que hacerse fuera como fuera.
Con sus dos películas, Martin Scorsese ha demostrado que no sólo es uno de los mejores realizadores en activo, sino que puede acometer cualquier proyecto, sea del tipo que sea. Lo hace siempre con la pasión de un genio que a sus 74 años está más vivo que nunca.