Jennifer Lawrence es una bestia parda. Es buenísima. Tiene un carisma, una fuerza y un vozarrón fuera de lo normal. En su tercer trabajo a las órdenes de David O. Russell arrasa con todo. Sobre el papel, su personaje destila algo que da un poco de rabia: el desespero del director de la película por crear un personaje “importante”. Pero, interpretado por ella, Joy deja de ser un personaje diseñado para los Oscar para convertirse en un personaje femenino poderoso y con entidad.
Lawrence juega al menos con un par de cosas en contra. Una, la forzada excentricidad del conjunto: basta ya de intentos deshonestos de hacer cine extravagante, por favor. La segunda, la obligación de pasar, como en La gran estafa americana (2013), por una mujer mayor que ella. La verdadera Joy Mangano, la reina de la teletienda en la que se inspira la película, tenía diez años más que Lawrence cuando diseñó la fregona que activa la odisea de la protagonista. Aun así, la actriz encuentra la verdad del personaje y consigue que, pese a los obstáculos que el director le pone en el camino, su historia tenga interés y su suerte (tanto la buena como la mala) resulte conmovedora.
Lawrence es, con diferencia, lo mejor de Joy. Lo que, obviamente, no quiere decir que Russell no tenga ningún mérito. Es un perfil de director bastante curioso. Ha caído en gracia a los académicos, que desde The Fighter (2010) nominan sus películas por sistema, realmente no ha hecho nada lo bastante relevante como para generar las simpatías y antipatías que despierta y, aunque no tiene ninguna obra maestra, sus películas llegan siempre con una especie de aureola de filmes importantes.
¿Qué pasa aquí? ¿Es bueno o es malo? ¿Es un cineasta interesante o la auténtica estafa americana? Mi sensación es que, aunque haya una necesidad obvia de encontrar grandes autores en Hollywood, Russell no es, de momento, uno de ellos. Lo que no quiere decir que sea un timo. Hay muchas más razones por las que seguirle que motivos por los que rechazarle, la mayoría evidentes en Joy. Pero, de alguna forma, es como si brillara en sus pretensiones pero nunca acabara de cuajar en la ejecución.
Aunque se contradiga con esa necesidad de encumbrarle como autor, no hay realmente un patrón claro en su filmografía. Su convencional drama pugilístico The Fighter y la mamarrachada posmoderna Extrañas coincidencias (2004) se parecen bien poco. Pero en algunos de sus filmes más interesantes y/o discutidos, a los que se suma ahora Joy, da muestras de varias cosas por las que merece ser tenido en cuenta.
Las más importantes, su esfuerzo por contar historias distintas, por encontrar relatos donde otros nunca mirarían y dar voz a personas atípicas (no olvidemos que Joy es la historia de la reina de la teletienda), y su preocupación por los personajes. Le pueden salir mejor o peor, pero siempre se propone hacer que sean únicos y cuida su rasgos, sus móviles, sus contradicciones. En relación a esto último, merece todo mi respeto por tener un puñado de personajes femeninos potentes en su filmografía, algo de lo que por desgracia no pueden presumir todos los directores contemporáneos.
También tiene interés su deseo de encontrar derivas extrañas, narrativas o de tono, en sus películas. En Joy lo intenta con los secundarios, en un código distinto al de la protagonista (histriónicos y, llegado un punto, crueles), y tomando puntualmente desvíos casi fantásticos. No acaba de salirle bien la jugada porque esa tendencia al exceso y esas ensoñaciones pasajeras distraen más que aportan, pero al menos prueba cosas. Esos cambios de tono hacen que la odisea capitalista de Joy, un relato de superación típico pero con ideas de fondo más perversas de lo que parece (el doble rasero de la familia de la protagonista, una visión caricaturesca pero resignada de un mundo económicamente corrupto y la lectura melancólica del éxito que sugiere su final), a ratos se diluya y pierda fuerza.