No es el primer director que lo hace, pero es interesantísima la forma en la que el argentino Santiago Mitre (El estudiante) utiliza el cuerpo, mejor dicho, nuestra libertad para decidir sobre él, para hablar de política en su sentido más puro, entendida como una ideología y una postura ante la vida.
No es fácil hablar de Paulina sin contar de más, sin desvelar la tragedia que cambia la vida de su protagonista. Voy a hacer spoiler intentando no sentirme culpable porque ese tremendo suceso no es la revelación del filme, sino lo que activa su maquinaria.
La película se abre con un abrumador plano secuencia que recoge la conversación entre Paulina (Dolores Fonzi), abogada de unos 30 años, y su padre (Óscar Martínez), un importante juez. Los dos ponen sus vidas al servicio de la sociedad, pero tienen visiones distintas de cómo hacerlo. Paulina no entiende los cambios desde arriba, sólo los entiende desde dentro. Por eso, pese a la oposición de su padre, sigue adelante con su plan de aparcar su doctorado en Buenos Aires y trabajar de profesora rural en una de las zonas más pobres de Misiones. Todo lo que pasa tras esa charla es una lúcida, incómoda y sobrecogedora demostración, a partir de las decisiones de Paulina sobre su cuerpo —y, por extensión, sobre su vida—, de cómo esas posturas están más cerca de lo que parece.
Al poco tiempo de instalarse en Misiones, un grupo de hombres de la zona asaltan a Paulina y es víctima de una violación. Mitre y Mariano Llinás, coguionista de la película (basada en La patota, de 1960), describen con abrumadora precisión la respuesta de la protagonista a tan horrible y traumática experiencia. Encarnada por una soberbia Dolores Fonzi, capaz de entender y trasmitir los quiebros de una mujer rota pero, por extraño que parezca, más fuerte que nunca, Paulina encara la situación de una manera incomprensible para los que la quieren. También para el espectador.
Sus decisiones a partir de ese momento dan muestras de una libertad imponente: Paulina es dueña de su cuerpo, de su vida, de su futuro, de sus ideas y de sus decisiones, aunque algunas sean inexplicables. Cómo sorprende a día de hoy un personaje femenino con esa determinación. Pero esas decisiones también entran en el terreno de lo incomprensible, de la locura, incluso del misticismo. Es innegable que hay algo religioso en el viaje de la protagonista.
En tiempos de películas secas, en las que apenas puedes rascar algo que te persiga durante unos días, Paulina tiene algo de milagroso.
Mitre y Llinás parten de la determinación de Paulina y de la incomprensión que genera a su alrededor para tumbar con una valentía alucinante, aun cayendo ocasionalmente en una ambigüedad demasiado pantanosa, los juicios inflexibles y las frases lapidarias sobre lo que está bien y lo que está mal, sobre lo que es justo y lo que no es justo, sobre una realidad demasiado compleja para dejarse reducir. De hecho, el choque de trenes entre Paulina y los que la rodean no va de quién tiene la razón, sino de lo cerca que están todos (de lo cerca que estamos todos) en sus posturas encontradas.
Paulina es un filme que pregunta y no responde, que no juzga, que provoca con sus interrogantes y expulsa sin compasión a los espectadores pasivos. Y ahí está su valor. En tiempos de películas secas, en las que apenas puedes rascar algo que te persiga durante unos días, Paulina tiene algo de milagroso. Aunque a veces desespere.
Dicho esto, ¿es perfecta? No. Hay algunas decisiones cuestionables. Como ciertos subrayados innecesarios, tanto verbales (demasiadas explicaciones) como de dirección (los mecanismos, algo artificiales, para provocar una sensación de amenaza en Misiones), y un juego con los puntos de vista que no acaba de cuajar. Pero está viva, respira, pregunta y exhorta. Y eso la hace más valiosa que mil películas juntas impecables pero con miedo.