El título original de Marte, también el de la novela de Andy Weir que adapta, es The Martian. Aunque uno de los significados de la palabra sea “supuesto habitante de Marte”, tiene bastante guasa que el título original de la película de ciencia-ficción menos fantástica de Ridley Scott se titule El Marciano. Tendrían que haber optado por la traducción literal del título porque esa paradoja, clarísimamente voluntaria, es clave. El director prueba esta vez, por decirlo de alguna manera, con la ciencia-ficción realista (o, al menos, verosímil) y funcional. Y su película tiene más interés por lo que supone en su filmografía que por sí misma.
Tiene mucho interés y mucho mérito que el director de Alien: El Octavo Pasajero (1979), Blade Runner (1982) y Prometheus (2012) ruede una película de ciencia-ficción desde un ángulo prácticamente opuesto al de esos tres clásicos. Apoyándose en el guión de Drew Goddard, director de La cabaña en el bosque (2012), la mejor película fantástica en lo que va de década, Scott hace un ejercicio de pragmatismo bastante alucinante.
El hombre resolutivo
El director aparca la fantasía más pura, prescinde de las dudas existenciales, el sentido de la maravilla y la metafísica propios del género y cuenta la historia de Mark Watney (Matt Damon), astronauta que debe sobrevivir solo en Marte, de la forma más práctica y funcional posible.
Marte no tiene mucho que ver con las otras películas de ciencia-ficción de Scott. Tampoco con Gravity (2013) e Interestellar (2014), los dos filmes de ciencia-ficción más potentes de los últimos años. No es, ni mucho menos, fea. Pero ni siquiera tiene la poética asociada al espacio exterior. Marte va de solucionar problemas y de encontrar soluciones, del hombre como ser inteligente, resolutivo y todavía mucho mejor cuando trabaja en equipo y colabora con el prójimo.
Probablemente el plan de Scott (también lo que le atrajo de la novela) era buscar, por una vez, la trascendencia en lo normal y no en lo fabuloso, mostrar que el ser humano también puede ser extraordinario. Y como jugada dentro de su filmografía no está nada mal. De hecho, es muy potente. La lástima es que la ejecución del filme no sea tan buena como la pirueta de su autor.
Sólido armazón verbal
Scott (bueno, Scott y Goddard) coreografía la historia con una habilidad y un ritmo extraordinarios, y consigue algo tan complicado como hacerla avanzar mediante el texto. Aquí el diálogo (el que mantiene el protagonista con los que planean su rescate) no sólo está por encima de la acción, sino que es acción en sí mismo. Es una película de aventuras con un armazón (sobre todo verbal) sólido.
A Marte le faltan varias cosas y le sobran otras tantas. Le sobra su humor de segunda, esos chascarrillos que buscan el buen rollo pero sólo encuentran el ridículo. Le sobra un uso terrible de las canciones, disparadas sin gracia a modo de running gag (lo único que puede escuchar el protagonista son los hits disco del ordenador de una colega, canciones que detesta). Y le falta entidad a los personajes, la mayoría clichés andantes, alguna escena por la que ser recordada (no necesariamente espectacular) y, sobre todo, lograr que esa idea de que lo realmente extraordinario es el ser humano no se diluya en la maquinaria de la película. Como experimento, vale. Pero, cuando le da por salir al espacio exterior, Ridley Scott es mejor cuando enloquece y tira la casa por la ventana.