El día que me llamó Álex Pina era septiembre de 2022 y yo le cité en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao. Venía corriendo de una entrevista con Ray Loriga y no tenía ni idea de qué podía querer hablar conmigo un gigante de la ficción como él, así que llegué allí como me gusta a mí ir a los sitios: un poco a ver qué pasa. Recuerdo que me preguntó qué era lo último que había leído ese verano y yo le dije que los diarios de Pavese. Él también los conocía. Le gustaban. Estábamos hablando de Californication, aquella serie tan gamberra de David Duchovny, cuando me lo soltó de golpe: “Oye, ahora estamos trabajando en el spin off de La Casa de Papel y me gustaría que lo escribieses con nosotros. ¿Sabes del personaje que se llama Berlín…? Va sobre él”.
Me quedé en shock. Se me voló la peluca. Me tuvo que leer el poema en la cara. “Bueno, ¿qué?”, insistió. Le respondí la verdad, muerta de vergüenza: “Pues que a lo mejor soy la única mujer en el mundo que todavía no ha visto La Casa de Papel”. Se partió de risa y abrazó el desastre. “Ponte a verla, anda, que tenemos que empezar ya. A ver si encuentras la forma de compatibilizarlo con el periódico”. A mí me dices que voy a ser tonadillera y me lo creo antes. ¿Guionista? ¿Del spin off de la serie española más exitosa de todos los tiempos, de un pelotazo sin precedentes a nivel mundial? Claro que la realidad es mi ficción favorita… por eso soy una feliz periodista de esta casa.
Me uní a su equipo en el capítulo cinco. Cerré los ojos y cuando los abrí, ya era diciembre de 2023. Todo pasó hermoso, intenso y espídico: Berlín se acababa de estrenar en Netflix y en su primera semana ya era la serie más vista globalmente, llegando al Top 10 en 91 países. Desde entonces lleva 4 semanas seguidas en el Top 10 de TV de habla no inglesa. 310 millones de horas vistas, 47 millones de visualizaciones acumuladas. Casi nada.
Entre estos dos momentos de la vida he aprendido muchas cosas importantes. La primera fue que en Vancouver Media, la productora de Álex, los premios están junto al retrete. Tú vas al baño de su sala de guion en Aravaca y te encuentras un Emmy a la mejor serie dramática. Esto es una elocuente declaración de intenciones de su ADN: Esther Martínez Lobato (creadora, productora ejecutiva y guionista), David Barrocal (director y guionista), David Oliva (guionista) y el propio Álex Pina son genios que no se lo creen, que hacen brillar lo que tocan y luego se encogen de hombros, como si la cosa no fuera con ellos. Esa actitud contrasta con la egolatría y el esnobismo clásicos de una industria como ésta. La generosidad que he encontrado en ellos ha sido extraordinaria.
Aquí no se marca paquete. Su compromiso es con el entretenimiento y lo que buscan es llegar al público. La vocación última es que alguien se siente en el sofá, se quede atrapado con lo que le cuentan y con cómo se lo cuentan, y en la turbina de la lágrima y la carcajada y la vida que uno tiene y la que quiere tener, salga corriendo a la calle y lo hable todo, apasionado, con el estanquero o con el tío con el que trabaja o con la chavala con la que está quedando. De eso va, de eso fue siempre, aunque ese “alguien” al final sean tres millones de personas.
Pina, Lobato y su equipo hacen sudokus. Sudokus muy sofisticados, desde luego, pero cuya principal finalidad es evadir y hacerlo emocionando y divirtiendo. Dice Álex que la libertad te la proporciona el público. “A cuanto más público llegues, más posibilidades tendrás de hacer lo que quieras”.
La libertad te la proporciona el público: a cuanto más público llegues, más posibilidades tendrás de hacer lo que quieras
Explica Esther que “hacer algo fácil resulta sumamente costoso, porque la mente humana lo embarulla todo”: “La mente es un campo de minas de por qués. Por qué esto, por qué lo otro, y por qué no lo de más allá… Se trata de destilar los porqués fundamentales, de depurar la historia de lo que quieres contar hasta que no queden adornos superfluos y que se entienda bien. Es costoso”, sostiene. “Dice Steven Spielberg que cuando el espectador se hace demasiadas preguntas comienza a dejar de divertirse. Y ese fino equilibrio entre el entretenimiento y el ejercicio de no contar algo vacuo y prescindible es un funambulismo por el que transitamos en la sala de guion”.
Recuerda Martínez Lobato que “las ideas a las que damos vuelta son las mismas desde los tiempos de Aristóteles”: “El ser humano no ha aprendido a reírse, llorar, odiar o amar de muchas más maneras diferentes desde entonces. Y tampoco han aparecido nuevos sentimientos con la llegada de la era industrial… Así que el material palpable de nuestro trabajo es el que es. El gran esfuerzo que se hace en la sala de guion es el de encontrar la mirada única que va a guiar de la mano al espectador durante el relato. Para darle otro enfoque. Para tener la sensación de que asistimos a otro acontecimiento”, sostiene.
Una serie luminosa y romántica
En Aravaca se cocinan las ideas que luego toman forma en los platós de Colmenar, donde está el equipo técnico y de producción. El reto, señala Esther, es “establecer un vínculo entre yo misma, que escribo desde Aravaca, y la persona que ve en la tele lo que he escrito un año más tarde, desde su favela o su piso de Manhattan, desde un pueblo de 40 habitantes o desde su móvil yendo a la universidad”. ¿Cómo se consigue? “Apelando a eso tan esencial que nos recuerda que todos estamos hechos del mismo tejido humano. Nos reímos igual. Lloramos igual. Tenemos ganas e enamorarnos igual. Esa conexión se logra sólo con honestidad”.
En Aravaca se decidió, por ejemplo, que Berlín, en contraposición a La Casa de Papel (más tensa y oscura), iba a ser una serie de robos de guante blanco, sin violencia, confortable, festiva, hedonista y romántica. “Romántica”, sí: qué palabrota. En medio la confusión de la modernidad, parece que ha adquirido connotaciones negativas relacionadas con las expectativas, con los roles de género estereotipados, con la posesión o con los celos.
Luego los datos reales lo desmienten. Por ejemplo, un estudio reciente del IPSOS señala que, para tres de cada cuatro personas, el romanticismo es esencial en una relación. Como decía un amigo mío, un poco mosca ante el escepticismo general, la tendencia individualista y el auge de las relaciones líquidas de Bauman: “Pero, ya en serio, ¿cómo carajo va a ser el amor, sino romántico? Si no, no es amor. Es otra cosa. ‘Coliving’, que dicen ahora”.
El ser humano no ha aprendido a reírse, llorar, odiar o amar de muchas más maneras diferentes desde la época de Aristóteles: nuestro material de trabajo es el que es
Tenía razón. La verdad es que el amor puede con todo, hasta con nuestros anhelos de emancipación mamados de la publicidad: “Lucha por tus sueños”, te dice Nike. Y con esto quiere decirte que a los sueños del de enfrente, que les den.
Así que en medio de la era del ‘selfie’ y del ‘yo’, mientras quemamos rueda en el turbocapitalismo y pensamos en nuestro ombliguito… Vancouver decide, concienzudamente y después de exhaustivos análisis, que Berlín reaparezca para reivindicar el amor. ¿Por qué? Porque el amor es revolucionario. A nuestro protagonista, interpretado por Pedro Alonso, el amor le hace perder dinero, tiempo y energía. Pone en jaque sus planes, arriesga su botín de joyas. Le lleva a ir hasta en contra de sí mismo, de sus intereses. Siempre que tiene la ocasión de elegir entre la pasta y el amor, se acaba quedando con el amor.
Contra lo políticamente correcto
Exacto: el amor es antisistema… y la desobediencia y la incorrección, igual que las pasiones arrebatadas, tienen todo que ver con el ADN Vancouver. “Lo políticamente correcto es, por regla general, bastante aburrido. Así que el gran desafío es compaginar una cierta mirada y sensibilidad contemporánea y a la vez defender la libertad del escritor para asumir la amoralidad de sus personajes”, apunta Pina. Cuando uno está prendado como un loco, desde luego, se vuelve beato y villano el mismo día. ¿No es esa la grandeza, no es ese el milagro?
Otra de las razones por las que los creadores, Lobato y Pina, eligieron reformular el spin off de La Casa de Papel como una serie que ponía el amor en el centro fue por el propio momento histórico y político: “Escribimos la serie en la caseta de Aravaca, donde solemos comer viendo la tele. No sé cómo lográbamos terminar de comer con una televisión de fondo que anunciaba ataques continuados sobre Ucrania. La guerra estuvo también en el proceso de creación y de búsqueda. Y la desolación en nuestras miradas”, subraya Esther.
“Sentimos que debíamos hablar. Que si La Casa de Papel había dado una vuelta al mundo, podíamos intentar tener voz de nuevo, y hacer fuerza cósmica con un mensaje poderoso: y ahí fue donde decidimos hablar del amor. El amor es lo único que mueve el mundo. Esa frase la colocamos con intención de que se viera y se sintiera. En un marco de odio y ataques. Siendo reduccionistas, se puede decir que lanzamos la serie para Ucrania, y a día de hoy, podemos decir que misión cumplida: Berlín sigue siendo número uno en Ucrania”, clausura Lobato.
Actualizar el amor romántico
Los creadores de la serie entendieron que el amor se antoja básico en nuestra vida aunque hayan conseguido que nos dé vergüenza reconocer que sea lo que más nos mueve. “Esto es un pilar clave de la ficción: la identificación”, cuenta Álex. “Todo el mundo ha tenido una historia de amor, la tiene o aspira a tenerla. El motor sentimental es evidente en este primer cuarto del siglo XXI y tenemos que escucharlo, aunque también sea esencial la actualización de un nuevo romanticismo”, señala.
Ojo: esa actualización pasa, en gran medida, por la celebración de la amistad como gran forma de amor. Lo que vertebra la serie, al final, es una amistad histórica como la de Berlín y Damián (aquí Tristán Ulloa).
Cuando todos los imperios han caído, cuando hemos fracasado en nuestras gestas, cuando los picoletos nos pisan los talones y las ilusiones se van al garete… sólo nos queda brindar con un negroni e irrumpir con nuestro mejor amigo en un salón de bodas para montar un karaoke al grito de Felichitá, de Albano, como sucede en una de las escenas más emblemáticas de esta temporada. Ese es el gran soporte, lo que nos da el colchón y la lealtad para vivir con fuerza todo lo demás. Los amigos son, en el fondo, los amores de nuestra vida en el siglo XXI.
Berlín, seductor y hedonista
Berlín no es ningún santo, y menos mal. “Es el personaje más divertido de escribir, porque tiene 360 grados. Es capaz de lo mejor y lo peor. Siempre monta el show. Te puede matar o te puede abrazar emocionado, según le pille el día. Igual saca a tu marido de la cárcel que lo mete”, guiña Álex, en referencia a una de las tramas del spin off. “Berlín es muy creativo, es un tío que contrasta con lo gris del mundo. Es el que brilla, el que disfruta del amor, de la ciudad, el que sabe vivir. Es la encarnación del ‘joie de vivre’. Es aspiracional. Incluso con su amoralidad… resulta un ejemplo”.
Claro que queremos ser Berlín: tiene una imaginación desbordante para alinear los placeres de la vida. Tiene gusto, tiene oralidad, tiene elegancia. Nos recuerda que extrañamos detenernos a mirar, a pensar, a apreciar la belleza, a oler un croissant, a hablar de un libro con alguien que nos gusta en un café de París. “Él maneja esa sabiduría de disfrutar observando cómo gotea la fuente y cómo entra el sol entre las ramas del árbol. Es la reivindicación de la belleza cotidiana, del respirar profundo”, cuenta David Oliva.
¿Por qué decidieron que Berlín fuese una comedia? “Porque buscábamos el ‘feelgood’. La comedia es el género que más trabajo tiene en la escritura. Si un personaje (igual que una persona) te hace reír, ya tiene ganada la mitad. Así que decidimos hacer comedia con Pedro [Alonso], aunque no sabíamos si iba a poder hacerla… pero sí, lo conseguimos, y está todo plagado de comedia”, explica Pina.
Y Martínez Lobato añade: “Coger al personaje que encarnó la oscuridad más grande en La Casa de Papel y colocarlo en el epicentro de una historia luminosa es un ejercicio estimulante. Agregar comedia romántica en él era una osadía, un nivel de riesgo brutal. Algunos han dicho que hemos intentado blanquear a un violador… Sin embargo, nadie justifica jamás los actos del protagonista de esta historia. Fundamentalmente sigue haciendo cosas terribles. Pero la melodía que suena por detrás coloca al espectador en situación de reírse y acompañarlo sin sentir culpa”.
Hay un punto interesante más, que comenta Álex: “Berlín tiene la comedia del perdedor, del tío al que le salen mal las cosas. Juega sus cartas a fuego, pero va por detrás, va perdiendo”.
Camille, una mujer libre para enamorar a Berlín
El reto después fue el siguiente: ¿quién conseguiría convertir en perdedor a un tipo tan listo? ¿Qué tipo de mujer podría enamorarle hasta darle la vuelta como a un calcetín? La respuesta fue… Camille, aquí interpretada por Samanta Siqueiros. Es obvio que un personaje como Berlín nunca podría quedar fascinado de una mujer que no fuera liberal, tintineante y celebratoria como un brindis al sol.
Camille es bohemia y deliciosamente lúdica. Su filosofía es el juego, la búsqueda de aventura. Cuando llega la noche, deja a su marido durmiendo y se escapa a cantar a un bar, pasea con su perro, come espaguetis de madrugada, conversa con sus amigos de esto y de aquello y siempre llega a tiempo para ver amanecer en Montmartre. Es un animalillo salvaje.
“Ella le da lecciones de existencialismo a Berlín. Ella le enseña a comerse la vida a mordiscos. Ella le lleva a un concierto punk. Ella trabaja como marchante de arte. Ella es liberal. Ella se corta la tira de las braguitas en medio de un restaurante con las tenacillas del marisco… y las vuelve a poner en la mesa”, relatan los guionistas. Y en esa reformulación del amor moderno, el equipo de Pina lo tuvo muy claro: era ella quien iba a proponerle a él un triángulo amoroso y nunca al revés.
No hay que confundir la dulzura de un personaje como Camille con sumisión. No: la suya es una dulzura llena de rebeldía. Es ella la que le dice a Berlín “yo no voy a dejar a mi marido, así que, si quieres, únete”. Es ella quien convierte a nuestro protagonista en el segundo plato. Es ella quien pone en peligro su plan. Es ella la indiscutible ganadora.
¿Qué hay del sexo?
‘Berlín’ es una serie pensada para toda la familia, para todos los públicos. Pero… ¿hay amor sin pasión carnal? ¿Qué decisiones tomó el equipo al plantear los momentos íntimos en pantalla? “El sexo está flotando. Se evoca lo que ha ocurrido, pero nunca lo ves. Decidimos tratar el antes y el después del sexo, que es mucho más interesante que el sexo en sí”, comenta Pina. “Ves a Berlín cuando se pone la bata del marido de Camille y sabes lo que ha pasado: le está invadiendo. O lo entiendes cuando ves al perro mirándoles en la cama y lo lees en su gesto”, detalla.
Esas también fueron decisiones clave de guion: el dibujar el sexo como algo que tiene gracia si, cuando llega a su fin, tras el orgasmo, el hombre que te gusta te hace una tortilla de patatas y le da una vuelta olímpica en la sartén. O si os fumáis un cigarro mágico contándoos algún secreto. O si bailáis la canción de Dirty Dancing en una caravana aparcada donde Cristo perdió el mechero.
De esta mezcla de factores sale el hombre nuevo, el hombre reconstruido, con lo mejor de lo clásico y lo mejor de la modernidad. Lo que en ‘Berlín’ bautizan como “el hombre TT”, es decir, “testosterona y ternura”. Damián: eso sí que era la nueva masculinidad.
¿Cómo es un día normal en la sala de guion?
Debatir, debatir, debatir. Enfrentar ideas. Recuerdo cuestiones de Berlín que suscitaron amplias conversaciones: una tarde entera discutiendo sobre si Keila (Michelle Jenner) podía ser la última virgen de Occidente en pleno siglo XXI. O si alguien como ella, una cerebrito aficionada a los videojuegos y a la realidad virtual, experimenta en el plano tecnológico emociones tan fuertes como las que se sienten en el plano real. ¿Cómo de importante es el tacto, cómo de importante es la carne?
Por cierto, ¿el amor se parece más a no poder parar de hablar con alguien durante una cena o a disfrutar del lujo de poder quedaros en silencio?
Oye, y, ¿cómo puede alguien como Damián, que ha descubierto la infidelidad de su mujer de toda la vida y la llama ebrio para increparla, redimirse esa misma noche?
Ahí surgen las discusiones más retadoras.
He aprendido lo complejo que es hacer una serie aparentemente (y sólo aparentemente) ligera. Cuántas tesis laten de fondo. Y qué difícil es contarlas de forma que las entienda todo el mundo.
En Aravaca siempre huele a café, porque la misión es estar despierto y rumiar; distinguir el grano de la paja. Hay un patio donde fumo a veces y donde comemos en verano. Da el sol todo el día. El sol es importante. A David Oliva le asaltan las mejores ideas por la mañana, con los rayitos en la cara. Zara, la perra de Álex y Esther, da vueltas por los tejados y los muros buscando gatos, y dentro nosotros hacemos lo propio con las tramas y los diálogos.
Algún dato curioso: se pueden hacer hasta 40 versiones diferentes de un mismo capítulo. De hecho, el piloto de Berlín tuvo 62. Cada capítulo tiene entre 40 y 50 páginas de media. Cada página, aproximadamente, equivale un minuto de rodaje.
La sala de guion está llena de sillas desordenadas de las que nos sentamos y levantamos continuamente, en movimiento, un poco en un baile loco de planetas, pero, sin embargo, en extraña órbita. Alguno cruza las piernas, otro las estira, otro las pone sobre la mesa, otro se apoya en el sofá como si fuese el diván de un psicoanalista y otro acaba en el suelo, apasionado, imitando lo que siente un personaje. Son las posturas del pensar.
Hay varias pizarras donde dibujar escenas o ir esbozando la escaleta: yo esto lo había visto en las películas pero no me imaginaba que fuera verdad del todo. Hay una neverita con chocolate negro, y blanco, y con leche, y con almendras, y con caramelo… distintos tipos de chocolate para los distintos tipos de carácter que conviven en un espacio creativo. Es ilustrativo verlo. Y es curioso, sobre todo, comprobar cómo esas personalidades empastan.
“Es clave la energía que se crea en la sala de guion”, dice Oliva. “El sentirte con libertad para decir lo que quieras. Si no, el ‘trameo’ no fluye. Al final vuelcas cosas personales ahí, de lo escuchado, lo vivido, lo observado… para poder alimentar a esos personajes. Los umbrales están en tu propia vida. Estar cómodo es esencial para que eso salga”, dice Oliva.
“E igual que es importante volcar tus cosas, también es importante saber deshacerte de ellas, en general: hay que dejar el ego fuera de la sala de guion. Hay dejar fluir las emociones de manera generosa y abstraerse de los prejuicios”, alega Esther. “Ir a la sala de guión a verter tus vivencias es complicado. Y decirle al compañero ‘eso que sientes tú no es válido’, mucho más complicado. Porque estás diciéndole que lo que siente no sirve aquí. Ahí es donde hay que desalojar el ego. Dejarlo sentadito detrás de la puerta, que espere a que salgamos de trabajar. Y preguntar ¿qué es lo que necesita el personaje?”.
Igual que es importante volcar tus propias vivencias, también es importante saber deshacerte de ellas, en general: hay que dejar el ego fuera de la sala de guion
“Es una cuestión de mantener viva la empatía. Empatía y distancia para entrar y salir de cada personaje dándole alma y corazón”, completa Oliva.
Cuenta Esther que “escribimos series para conocernos a nosotros mismos”: “Al final, uno tiene que ser el personaje y defenderlo a muerte, sentir como él, pensar como él, defender su territorio y sus ideas. Y al segundo, tenemos que ser su antagonista, pensar como él, defender sus ideas y atacar con toda su alma al protagonista. Somos grandes psicólogos, fans e interesados del alma humana”.
¿Cómo se construye un personaje nocivo u oscuro en una era como la actual, tan buenista y tan dada a las moralejas? “Cualquier personaje, igual que cualquier persona, tiene capas. Capas mezquinas o bondadosas. También los personajes viles. Todos tienen momentos de flaqueza, de vulnerabilidad, de belleza… incluso un personaje asesino, uno que pueda llegar a matar. Si un personaje no tiene capas, es plano y es mentira: estará estereotipado”, explica Oliva. “Nadie es del todo bueno ni del todo malo. Todos somos poliédricos”.
Dice David Barrocal que en Vancouver se ha hecho una “reivindicación del guion respecto a lo que pasaba antes, por ejemplo, cuando hacíamos Los hombres de Paco”: “Antes daba la sensación de que los guionistas éramos los que complicábamos la vida al resto del equipo. Parecía que los guiones salían de la nada, del ‘árbol del guion’, como si no tuvieran importancia o pudiese decirse ahí cualquier cosa… a la vez que parecía que jodían el trabajo al resto. Siempre era: ’Esto es una mierda, esto no se puede hacer’…”, ríe.
“Ahora el esquema se ha invertido. Ya en Sky Rojo hubo mucho contacto entre los guionistas y los directores y estuvimos mucho en rodaje. Se ha entendido por fin que no se pueden cambiar los textos y que los actores no improvisan según se sientan, aunque a veces el guion se adapte al tono genuino del actor para que fluya con naturalidad. La cosa es respetar el tono”, añade.
“Nosotros hemos trabajado con grandes directores, pero a veces ellos intentan llevar el guion a su terreno y lucirse con un plano espectacular que no está alineado con el tono de la serie. Mi ventaja a la hora de dirigir es que estoy imbuido por el tono desde la sala de guion. Estoy en las dos partes del proceso y eso me facilita la interpretación. Los directores no suelen estar en el proceso creativo de la serie y a veces ni se imaginan por dónde vamos, porque el guion es muy aséptico y no trasluce el tono. La comedia es lo más difícil”, agrega Barrocal.
La mesa de la sala es un mosaico. Ya lo decía Paul Éluard: hay otros mundos, pero están en éste. Rotuladores de colores, Lizipaína, unas mandarinas, chicles, una pistola de juguete, libretas, un pintauñas, ordenadores. Antes había un altavocito con un botón: si lo pulsabas, decía automáticamente “no”. Álex lo usaba de broma cuando no le convencía una idea que le estábamos intentando vender.
Como en el amor, esto también va de compartir un lenguaje común. Ahora sé lo que significa “Atapuerca” (es una idea que se ha quedado antigua dentro del proceso creativo, pero que, por lo que sea, ha sobrevivido en un documento y tiene que ser eliminada). O “rebozar” (enrocarte en una idea y no salir de ahí cuando ya ha sido desechada por el resto del equipo; repetirte pensando que así la vas a colar, jajá). O “flujo” (esto es, "tramear en flujo", todo va secuencia a secuencia, minuto a minuto, como un rodillo de tiempo, de ahí que los tiempos internos en las series de Vancouver sean tan cortos). O “patopato” (es decir algo de forma sencilla, obvia). O “comando del ISIS” (en realidad es “comando del ‘y si’”: “¿Y si hacemos esto, o lo otro?”. Es el que no filtra las ideas y dispara por disparar. No todo vale).
Almorzamos de menú. Vamos a coger la comida a algún bar cercano y nos la traemos al comedor, frente a la tele, como una familia rara de amigos, seguramente disfuncional pero encantadora. Sabemos que el 20 de enero la tradición es celebrar la tamborrada. Y sabemos que la paella está mejor con un poco de alioli. En eso siempre hay quórum.