Si hay un manjar italiano reconocible –y probado- internacionalmente es la pizza. La leyenda cuenta que ya en el siglo XIV se consumía en Nápoles una especie de pan horneado muy parecido a este plato que prolifera las cartas de los restaurantes italianos de nuestro país. En la actualidad, la evolución y la demanda del mercado han provocado que nazcan todo tipo de sucedáneos que compiten por ganar el puesto de la “más original”. Sin embargo, la pinsa está lejos de esta definición, siendo una comida que se diferencia en gran medida de la pizza y cuyos saludables valores nutricionales son casi desconocidos para el gran público. Bien lo saben los hermanos Arrigoni, expertos en elaborar las pinsas que sirven en su restaurante del barrio de Legazpi en Madrid.
Se podría decir que Gustazio Gastrobar, más que una pinsería al uso, es una casa de comidas italianas de verdad, y no de las que compran el producto en nuestro país, tal y como detalla a El ESPAÑOL uno de sus dueños, Fabrizio. “Hay ingredientes que fueron cambiando los primeros italianos que llegaron a España, como la panceta por el guanciale, en un intento de adaptarse a las exigencias del mercado, pero aquí investigamos y hacemos pinsas y comida verdaderamente italiana”. Y esto es precisamente lo que marca la diferencia de su negocio, el cual no ha dejado de crecer desde que encontraron el local para ponerlo en marcha hace ya cuatro años.
Después de que Luca y Frabizio Arrigoni se formaran en hostelería y vivieran diferentes experiencias laborales por todo el mundo, decidieron lanzarse con su propio proyecto, donde el factor diferenciador iba a ser, precisamente, esa pinsa. Pero, ¿cuál es la diferencia con la pizza?
Llegados a este punto, la respuesta nos la da Vania, pareja de Fabrizio y experta en la materia, puesto que ella misma viajó a Roma junto a su marido para sacarse el certificado en la prestigiosa Pinsa School - Scuola di Pinsa Romana. Para empezar, la diferencia está en el origen: “La pizza nace en Nápoles y la pinsa en Roma”, nos relata. Para continuar, en los ingredientes: “Se elabora con una mezcla de harina totalmente diferente, que lleva soja, arroz y menos trigo. Con esto, se dice que la pinsa es mucho más antigua que la pizza, pero realmente la soja y el arroz no eran productos que existieran en ese momento, por lo que se queda más en una leyenda”.
En el aspecto visual, también hay cambios, puesto que este plato es ovalado y no redondo, como estamos acostumbrados. La ración sí es la misma: 250 gramos de felicidad que, en este caso, tardan 72 horas en fermentar. “Cuanto más tiempo repose, mejor sale la masa. Encima te va a sentar mejor al estómago, puesto que termina de fermentar en la nevera y no en tu tripa”, con quien, por cierto, la masa comparte ph. “Eso la hace mucho más ligera y contiene un 85% de agua, por lo que si la comes de noche, no se repite tanto como la pizza”.
Con todos estos puntos a favor, solo falta saber cómo se elabora, un proceso que nos enseña la familia Arrigoni desde su restaurante. Primero la meten en una máquina amasadora durante 20 minutos: más de 10 kilos de harina, agua, aceite, sal y levadura. Tras fermentar las horas correspondientes, elaboran lo que ellos llaman “bolitas”, que no es más que el paso previo al estiramiento de la masa. Depende del día y de la afluencia del local, pueden llegar a hacer -y estirar- 120. Y después, más alegría: una selección de ingredientes 100% italianos, pero italianos de verdad. Fabrizio nos confiesa que gastan más de 15.000 euros al mes solo en traer producto de Italia, sin contar con todo lo que conlleva la elaboración. “En el restaurante todo es de allí excepto la Mahou y el agua”, añade entre risas Vania. Y eso, claro está, se nota en el sabor.
Tras unos minutos de horneado, el cuidadoso emplatado. Las pinsas que más demuestran su concepto posiblemente sean la Vegetariana, con salsa de berenjena –que elaboran ellos mismos en el local-, mozzarella, burrata, tomates confitados –que también producen-, crujiente de parmesano y pesto; la Zucca, con base de crema de calabaza, mozzarella, Speck, gorgonzola, avellana y cebolla borretana en vinagre balsámico; o la Mortazza, con mozzarella, mortadela con pistacho, burrata, pesto de pistachos y granola de pistachos. Para los indecisos, será duro elegir entre alguna de sus 10 opciones que rondan los 11 y los 19 euros y que, además, van cambiando cada cierto tiempo.
Pero no solo de pinsa vive este italiano, como decíamos, su carbonara es famosa en el barrio por no incluir nata, puesto que “la original no la lleva”, tal y como apostilla Fabrizio. A la Melanzane allá Parmigiana tampoco le añaden pasta, tal y como solemos conocer la lasaña italiana, solo berenjena, mozzarella, salsa de tomate, parmesano y pesto. La Caponata o sus pastas rellenas son otras de las comidas típicas que ofrecen en el restaurante pero, sin duda, la estrella final de la comida es el Tiramisú, del que se encarga el propio Fabrizio. El truco: el uso de Savoiardi, una galleta tradicional de la región italiana de Turín que equilibra los sabores en este postre por completo y le da un toque crunchy espectacular. Además de llevar azúcar, huevo y crema pastelera, el café que usan es descafeinado “para que puedan disfrutarlo también los más pequeños”.
Priorizar la calidad a la cantidad
Detrás de las recetas que sirven hay, además de formación, prueba y error, cultura más que tradición familiar. Los Arrigoni vienen de Milán y allí, tal y como vemos en películas, series y libros, la comida es fundamental. “Aunque no quisieras aprender, siempre veíais a tu madre o a tu abuela cocinando, pero realmente en nuestra familia no había una tradición de dedicarse profesionalmente a ello”, nos explica Fabrizio, quien se sigue sorprendiendo de los malos hábitos españoles. “En España nos hemos dado cuenta de que mucha gente no cocina y si lo hace, es muchas veces con platos preparados para descongelar o calentar”.
Esto último es inviable en Gustazio. Ellos, a pesar de la subida de los precios, han seguido apostando por traer los productos de Italia: “Hemos cambiado unos ingredientes por otros para ajustar los costes, pero no hemos renunciado a la calidad de ninguno de ellos”, nos confirman a este diario tanto Ivana como Fabrizio.
Ni siquiera en pandemia, cuando se quedaban sin producto a medio servicio, lo hicieron. “Cerramos un mes y medio como todo el mundo, pero cuando nos dejaron venir para que la gente recogiera los pedidos, nos quedábamos muchos días sin masa a las ocho y media de la tarde”, recuerda Ivana. Por entonces, ya se estaba poniendo de moda la pinsa en España y su proveedor italiano de confianza les propuso óptimas masas precocinadas que en ese momento les hubieran permitido aumentar ingresos en pleno confinamiento al ser mucho más rápidas de elaborar, pero los Arrigoni se negaron. “Prefiero decir que no puedo dar más, a ofrecer un producto que no es lo que quiero vender”, nos dicen con seguridad.
Por aquel entonces, y con el personal con el que contaban, llegaron a vender 60 pinsas al día. “La gente estaba harta de cocinar y comer en sus casas y el barrio nos quiere mucho. Estamos acostumbrando a la gente a comer la auténtica comida italiana”.
Aunque esa crisis la sortearon, esta la viven como el resto de la hostelería en el mundo y en nuestro país, donde encontrar personal fijo para trabajar en hostelería se ha convertido en toda una odisea. Esto ha provocado que los hermanos lleven cuatro años sin viajar a su país natal, al menos por ocio, “por trabajo hemos ido alguna vez”. La famiglia italiana les visita, al menos, un par de veces al año, y, sin duda, les felicitan por ese producto que les recuerda que aquí también pueden sentirse como en casa.