El 15 de febrero de 1819 se iniciaban las sesiones del Congreso de Angostura, en la actual Venezuela. Convocado por Simón Bolívar en 1818, su objetivo era dar una estructura política a los territorios que habían sido liberados de la dominación española. Durante aquel congreso se creó la Gran Colombia, una nación integrada por las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá y que era el gran sueño de Bolívar: formar un único Estado que integrara a todas las naciones hispanoamericanas de América del Sur.
Aunque su idea fracasó, el Congreso de Angostura sentó las bases de la organización política de los estados de la Gran Colombia: el régimen republicano, la división de poderes, la supresión de los títulos de nobleza, la abolición de la esclavitud y el impulso a la educación popular. Durante la cruenta lucha que enfrentó a Bolívar contra los españoles, el libertador se encontró con un héroe al que no solo perdonó la vida, sino que lo admiró y le permitió continuar su camino. Un héroe que participó en 95 batallas y 13 asedios, que jamás fue herido en combate y que demostró su valor salvando a cientos de compañeros gracias a su capacidad estratégica: Manuel Crespo de Cebrián, un héroe olvidado sin el que la historia de España no se entiende.
Manuel nace en Minglanilla, Cuenca, el 8 de marzo del año 1793, aunque existen distintas versiones sobre el día y mes exactos de su nacimiento. Era hijo de Manuel Antonio Crespo y Ana María Cebrián. Con 12 años es enviado a formarse con los padres Escolapios de Almodóvar del Pinar, cerca de su localidad natal. Poco más se conoce sobre su juventud y por qué y cuándo se decidió por la carrera militar. Tan solo sabemos que el 15 de diciembre de 1809 ingresa en el ejército como soldado distinguido en el Cuerpo Nacional de Artillería, quizá empujado por lo que estaba sucediendo en su país con un tal Napoleón Bonaparte.
La supremacía británica de los mares hizo que para España fuera cada vez más difícil atravesar el Atlántico para llegar a sus territorios americanos. Además, Gran Bretaña llegaría incluso a intentar hacerse con Buenos Aires, por lo que los españoles buscaron un aliado que le ayudase a combatir esa supremacía: Francia.
En 1807, 60.000 soldados franceses ingresaron a la Península Ibérica. Inicialmente, de paso, ya que su objetivo era la invasión de Portugal. La monarquía española cooperó de buena gana, porque también esperaba sacar tajada quedándose para sí misma con el sur de Portugal.
Sin embargo, Napoleón tenía otros planes y traicionó a España. Las tropas francesas, desplegadas ya por todo el territorio estaban allí para quedarse y José Bonaparte se convirtió en rey de España. Un oscuro futuro se cernía sobre los franceses, aunque ellos en aquel momento no lo sabían. Habían subestimado al pueblo español, que pronto se convertiría en el primer lugar del mundo donde se reconquistaba una plaza a los ejércitos de Napoleón: la ciudad de Vigo.
El joven Manuel Crespo fue destinado como cadete en el Batallón de Infantería Ligera de Valencia, donde ya fue mencionado como “cadete distinguido”, motivo por el que fue promovido al puesto de subteniente. Su bautizo de fuego ocurriría en el sitio de Valencia, una de sus primeras victorias, en 1810, donde demostró su valentía y arrojo al enfrentarse en multitud de ocasiones cara a cara con los soldados enemigos que cercaban la ciudad y que fueron incapaces de romper las defensas, por lo que acabaron huyendo.
Tras Valencia, su nombre comenzó a sonar más a menudo entre los mandos españoles tras ser capturado en Tarragona, conseguir escapar y volver sano y salvo junto a sus compañeros. Las fugas se convirtieron en una de sus especialidades, ya que fue apresado varias ocasiones más en las que siempre consiguió escapar.
Fue entonces cuando Manuel Crespo fue propuesto para dirigir un grupo de soldados con una estrategia de combate a la que se le dio nombre durante la invasión francesa: las guerrillas. Al mando de su coro de molestos guerrilleros, Manuel causaba graves problemas logísticos atacando trenes de artillería y convoyes de suministros, provocando que, junto a otros motivos, Napoleón se cansara de España y retirara gran parte de su ejército para invadir Rusia. Fue su mayor error.
Los españoles no solo recuperaron el país, sino que decidieron dar una lección al emperador pagándole con la misma moneda. En octubre de 1813, el ejército aliado atravesaba los Pirineos para invadir Francia llegando hasta Burdeos, obligando a Napoleón a firmar la paz en 1814. De no haberlo hecho, las tropas invasoras, entre quienes se encontraba Manuel Crespo, habrían llegado a París.
Plantando cara a Simón Bolívar
Por todas sus acciones, nuestro protagonista fue ascendido a teniente y destinado a Cádiz, hasta que Fernando VII, de regreso al trono, ordenó poner fin a una revolución que se estaba gestando en América. El rey puso al general Pablo Morillo al frente de una expedición de 15.000 hombres para sofocar a los revolucionarios. Manuel, con 22 años, se embarcó voluntario para acompañar a Morillo en su travesía. Tras un viaje que duró meses y plagado de peligros y enfermedades, desembarcó en el norte de la actual Venezuela. Debían aplastar la rebelión, recuperar el control de las ciudades rebeldes y ayudar a las aún leales.
En América Manuel no solo tuvo enfrentarse a los rebeldes, sino que tuvo que hacer frente a la falta de municiones, equipamiento, armas, alimentos y agua, unas adversas circunstancias que le convertirían en el verdadero soldado que sería durante el resto de su vida. Manuel formó parte de convoyes de ayuda, resistió ataques en inferioridad, rompió cercos y aguantó asedios mientras salvaba a miles de sus hombres de una muerte segura en una guerra que sabía que no podían ganar.
Una de aquellas actuaciones que le convirtieron en una leyenda ocurría en una ciudad cercana a Caracas, la villa de Calabozo. Manuel se encontraba apostado junto a su regimiento cerca de Calabozo cuando un ejército de 4.000 soldados de infantería y 2.000 de caballería al mando de Simón Bolívar atacó por sorpresa su posición. Era el 13 de febrero de 1818. El general Morillo tenía bajo sus órdenes a 2.000 hombres, por lo que prefirió refugiarse dentro de los muros de la ciudad, que quedó sitiada por Bolívar.
Pero en pocos días los alimentos y el agua se acabaron. Con la certeza de que no iban a recibir refuerzos, Morillo decidió abandonar el resguardo de la ciudad hasta alcanzar el siguiente puesto seguro, a 250 kilómetros de distancia. A las doce de la noche se emprendió el movimiento formando un grupo de columnas que custodiaban y cubrían a los civiles, enfermos y sus pertenencias.
En cuanto Bolívar se enteró de la huida, lanzó a su caballería en una persecución que, en pocas horas, alcanzó a la columna española. En ese momento Morillo, conocedor de su inferioridad, dio orden a Manuel Crespo de actuar para ganar tiempo y cubrir la retirada. Para conseguir resistir, dio orden a su unidad de que formaran en un cuadrado con sus bayonetas apuntando a los enemigos, convirtiendo aquella formación en imposible de atravesar por la caballería. A pesar de la gran cantidad de bajas que sufrieron, los españoles consiguieron llegar sanos y salvos a su destino gracias a la pericia estratégica de Manuel Crespo.
La frágil situación del ejército español en América sería rubricada en la batalla de Carabobo el 24 de julio de 1821, que inclinó la guerra de manera definitiva a favor de los independentistas tras la aniquilación del ejército peninsular. Tan solo pudo salvarse un batallón de 600 hombres, bajo el mando de Crespo, en una defensa épica en sucesivas formaciones en cuadro, mientras eran perseguidos por 3.000 hombres de Bolívar a caballo hasta que llegaron al amparo de Puerto Cabello.
Los historiadores militares afirman que la retirada de este batallón comandado por Manuel Crespo fue magistral, una de las mejores retiradas de todos los tiempos frente a un enemigo netamente superior. Manuel Crespo sería finalmente capturado en Maracaibo, pero Simón Bolívar, conocedor del prestigio y valentía de aquel español y de los hombres que le seguían, decidió liberarlos y entregarlos en Cuba.
Soy leyenda
En 1824 regresó a España, convertido en una leyenda, como gobernador político y militar de Ferrol, tras haber participado ya en 60 acciones de guerra. Dos años después era enviado de nuevo a Cuba, donde pasó diez años ejerciendo de gobernador de la isla.
Mientras tanto, España se dividía en dos facciones tras la muerte de Fernando VII: carlistas, que apoyaban las aspiraciones al trono de Carlos María Isidro y los liberales o isabelinos, que creían que la reina debía ser Isabel II. Así comenzaban las guerras carlistas, justo cuando Manuel Crespo regresaba de Cuba, con el rango de coronel, a principios de 1837, para servir en las filas del ejército isabelino.
Manuel no dejó de sumar victorias a su ya fabuloso currículum, lo que le valió para ser nombrado en 1839 comandante general de La Mancha y, poco después, general de Cuenca y en 1840, mariscal de campo. En 1841 fue nombrado gobernador militar de Cartagena. Unos años después fue elegido diputado en las Cortes por el distrito valenciano de Requena y en 1850 fue nombrado teniente general y capitán general de las islas Filipinas. Desde 1860 fue también senador vitalicio.
En diciembre de 1855 regresó a España y fijó su residencia en Madrid, aunque pasaba largas temporadas en Minglanilla, donde el 6 de agosto de 1869 fallecía a los 76 años de edad. Fue enterrado con todos los honores, el Ayuntamiento encargó varios cuadros, que adornan sus pasillos. Sobre él y sus batallas y su fajín fue legado al patrón del pueblo, el Cristo de la Salud.
Durante su larga carrera militar, recibió las Grandes Cruces de San Hermenegildo e Isabel la Católica. Existen figuras que pasan de puntillas por la historia, injustamente olvidadas, apartadas y difuminadas por el paso del tiempo. Desde hoy, Manuel Crespo de Cebrián, el hombre que jamás fue herido, el héroe que participó en 95 batallas, 13 asedios y uno de los personajes más relevantes de la historia de España, ya no es una de ellas.